Un proyecto de ley impulsado por las cinco diputadas coloradas busca introducir cambios en la reglamentación de las licencias de que gozan los trabajadores públicos y privados, con el objetivo de que sea posible “donar” hasta un tercio de la licencia anual en beneficio de algún compañero que la necesite por razones de salud, y siempre y cuando el jefe dé su aprobación. La ventaja parece radicar en que mediante este procedimiento los empleadores se ahorrarían tener que pagar días no trabajados por el empleado, ya que otro (que no dejaría de percibir su salario, aunque sí renunciaría al descanso) se quedaría trabajando en su lugar. Una maravillosa forma de contemplar las necesidades del personal, aunque a costa, por cierto, del propio personal.

Durante todo este mes se desarrolló en Montevideo el ciclo Día del Futuro, que este año tuvo como tema central, precisamente, el trabajo del futuro. Día tras día, en actividades organizadas por colectivos e instituciones de los más diversos ámbitos, se integraron mesas de debate e intercambio atravesadas por el desafío de imaginar cómo será el trabajo en el futuro, qué relaciones se constituirán a partir de él, que campos de poder se delimitarán, qué mecanismos tendrán trabajadores y empresarios para defender sus intereses, qué legislaciones los afectarán, qué tribunales tendrán competencia para intervenir en sus conflictos, qué cambios se producirán en la vida personal y social a partir de las nuevas formas de relación laboral y, en definitiva, qué nos cabe esperar y a qué deberíamos temer cuando imaginamos el mundo del trabajo del que seremos habitantes.

No es nada nuevo que el crecimiento de la tecnología tuvo como correlato la pérdida de empleo mediante la eliminación de puestos de trabajo. También se crearon nuevas necesidades de mano de obra calificada en el campo específico del desarrollo tecnológico y se incrementó la brecha salarial entre los operarios capaces de ofrecer lo que requiere el nuevo mundo y los otros, los que siguen contando con su mera aptitud física para el trabajo tradicional. En este escenario han perdido mucho prestigio las profesiones no vinculadas a la tecnología, sobre todo a la hora de pensar en la formación de las clases destinadas al mercado laboral (otro gallo canta entre los que tuvieron la suerte de nacer en sectores más favorecidos, con aspiraciones ciertas de integrarse al mundo académico, a la política, al arte o a los grandes negocios). Así, la retórica dominante se llena de palabras como flexibilidad o de sintagmas complejos como capacidades emprendedoras, actitud proactiva o cultura de trabajo. En el campo educativo, esa tendencia se manifiesta en invitaciones a aprender a aprender, en reclamos de transversalizar, horizontalizar y territorializar, en metáforas genéticas e invocaciones a desarrollar habilidades adaptativas, más que disciplinares. Se busca darle al desarrollo (al mercado, al capital, al crecimiento) lo que el desarrollo pide, así que las currículas ideales se parecen al currículum ideal: nada de conocimientos rígidos, sino más bien una formación à la carte sustentada en competencias personales modulares y funcionales, apropiadas para el ensamblaje en circunstancias cambiantes, dinámicas, impredecibles.

A todo esto, expresiones como solidaridad o sinceridad se resignifican. La solidaridad, por ejemplo, consiste en ceder, a título personal, días de licencia a un compañero en problemas, evitándole costos a la empresa, que es como decir al sistema, al desarrollo, a la competitividad y al crecimiento, o sea, a la vida. Tanto se corresponden el mercado y la vida que cualquier objeción a esa naturalización brutal de la economía capitalista suena como una pamplina hippie o una tediosa letanía de animal antediluviano. La sinceridad, por su parte, traída al discurso público hace algunos meses por el nuevo gobierno argentino y rápidamente incorporada como muletilla justificatoria de ajustes, desempleo y recesión, permite decir con todas las letras que un trabajador con un ingreso promedio no está llamado a disfrutar de los placeres del consumo a todo trapo, y que es bueno irse acostumbrando a la austeridad, porque el despilfarro no es para todo el mundo.

En este escenario, además de (o más que) preguntarse qué características tendrá el trabajo en el futuro, los trabajadores deberíamos preguntarnos qué formas tomarán los negocios, para imaginar qué forma tendrá la explotación. Cómo será la seguridad social; hasta dónde se llevará eso de hacerle pagar al trabajador, con su tiempo de descanso, el tiempo libre que pueda necesitar su compañero; hasta cuándo el Estado seguirá subsidiando los beneficios sociales y cuándo se impondrá por fin la idea, aterradora y próxima, de que lo que el Estado debe financiar, mediante renuncias fiscales, es la falsa generosidad de los amables grandes donantes a esta o aquella causa. El motor del desarrollo puede ser la inversión, pero su combustible, me temo, seguirá siendo el trabajo humano, cada vez menos prestigioso, menos valorado y peor remunerado. Para sincerarnos, lo que se dice sincerarnos, deberíamos recuperar sin miedo algunas palabras.