Entre las cosas que nos hemos acostumbrado a aceptar sin vacilaciones hay una especialmente perversa, y es la que nos habla del esfuerzo continuo de superación al que estamos obligados para contribuir al desarrollo, el crecimiento y la productividad general. Al mismo tiempo que se nos explica que los puestos de trabajo son cada día más escasos porque la tecnología sustituye al hombre, se nos ofrecen incesantemente productos y servicios que hacen nuestra vida más sencilla y nos evitan tener que perder tiempo. Un tiempo precioso, cada vez más valioso, insuficiente para todas las posibilidades que tenemos de llenarlo. Tantas posibilidades que, por ejemplo, las vacaciones de un mes con la familia en la playa, según nos dicen los operadores turísticos, ya casi no existen. En su lugar hay escapadas de un par de días o intensas semanas llenas de actividades placenteras para cada minuto disponible. Y es que la licencia reglamentaria no da para todo lo que podríamos hacer. En estos días no sólo se es feliz yendo a la playa unos días al año: el mundo está lleno de lugares por conocer y las agencias de viajes, los bancos y hasta las financieras más chantas lo ponen a nuestro alcance. Vos podés. Todos podemos. Es una pena ese detalle del tiempo, realmente, porque por más que hagamos números y dividamos los 20 días reglamentarios en prolijos paquetitos, 20 días son 20 días, y el mundo sigue siendo demasiado extenso para agotarlo de a buches tan cortos. Y ese asunto del trabajo. Cada vez menos puestos disponibles, pero con un solo trabajo casi nadie puede vivir, así que en las horas que tenías libres (ocho para el trabajo, ocho para el descanso, ocho para el ocio creativo, decían) tenés que rescatarte para hacer algún peso, porque, francamente, se gana poco. Así que acá estamos: cada día más ocupados, más apurados, más acorralados, pero con más y más opciones para divertirnos, distendernos, disfrutar y pasarla bomba a todo lo que da en los minutos que nos quedan libres. Aunque, claro, sin perder de vista el riesgo, siempre presente, de quedar en la calle. La del desempleo es una amenaza que no se nos permite olvidar, y sirve tanto para convencernos de la necesidad de capacitación continua como para advertirnos que si presionamos mucho a los patrones, estos ya no podrán seguir responsabilizándose por nuestro sustento y nuestros derechos sociales.
Desde que nos instalamos en este maravilloso mundo del goce y el entretenimiento constantes se nos ha hecho imposible, prácticamente, entender que haya personas en el mundo dispuestas a entregar su vida a causas que las trascienden (la revolución, la fe, el arte, lo que sea). Nos resulta ajeno por completo, casi incomprensible, el gesto de entregar la propia vida, sea literal o metafóricamente, a algo distinto de lo personal e inmediato. Sin embargo, aceptamos con toda naturalidad las interpelaciones que nos conminan a entregar nuestro tiempo al crecimiento y el desarrollo. A asumir como inexorable el camino de la productividad siempre en aumento, de la maquinaria siempre encendida, siempre trabajando, siempre creando una nueva demanda, una nueva oportunidad, un nuevo nicho de mercado, una nueva posibilidad de elegir o de ofrecer. “Estamos empoderando al consumidor”, decía, palabras más o menos, un emprendedor que explicaba la salida al mercado de una nueva agua saborizada que no se avergüenza de ser gasificada. Y como quien no quiere la cosa nos daba la posibilidad de introducir un nuevo hábito placentero en nuestras vidas: además del mate al que ya estamos acostumbrados, del café que ya no sólo nos gusta sino que hemos aprendido a distinguir según el grano y el filtrado, del té en el que somos capaces de reconocer notas y colores (algo que hace rato aprendimos a hacer con el vino), de los jugos de frutas y las aguas con sabor y de los dos litros de agua pura diarios que nos metemos entre pecho y espalda, ahora también podemos encontrar un ratito para apurar la nueva agua empoderadora, que además de ser delicadamente saborizada tiene burbujas con todo el punch. No exagero si digo que a mí no me alcanza el día para tantas experiencias de goce, para tantos momentos fotografiables, para tantas posibilidades de elegir y disfrutar.
Pero a lo que iba es a lo de ser productivo. Porque en todo este esquema en el que cualquier boludez se justifica ya por razones de placer, ya por razones de mercado, lo único que no está bien visto es confesar el apego al ocio. Al ocio real, el ocio que se despliega haciendo nada, dejando pasar el tiempo en forma contemplativa o desinteresada, madurando las ideas y escuchando en silencio el propio pensamiento. La inactividad es un estigma, una culpa, algo vergonzoso que debemos ocultar porque estar bien es estar activo, lleno de desafíos y oportunidades, alerta y dispuesto.
La idea de desarrollo como crecimiento que no se detiene nunca, aunque no se sepa bien a dónde va ni para qué, no admite cuestionamientos. A pesar de las evidencias de que el planeta no es capaz de asimilar la intensidad de crecimiento que le imprimimos, a pesar de que es conocido el hecho de que un puñado de personas (ocho, según el último informe de Oxfam, dado a conocer este mes) tiene más dinero que la mitad más pobre de la población mundial (constituida por unos 3.600 millones de personas), a pesar de que cada vez es más grande la distancia entre quienes tienen acceso a educación, salud y vivienda y quienes no tienen nada de nada, aceptamos con resignación la idea de que nos salvaremos si somos capaces de competir, de mejorar constantemente nuestro rendimiento, de incorporar capacidades y flexibilizar aspiraciones y exigencias.
Claro que cualquiera que piense en el asunto y no sea un cínico tiene que saber que no hay lugar para todos en un esquema como este, y que eso quiere decir que las diferencias se irán agrandando y que los esfuerzos de los estados para compensarlas serán vistos como despilfarros demagógicos. Y que la frustración de todos los que no alcancen (no alcancemos) los estándares de felicidad que se nos exigen se volverá sobre el resto en forma de violencia, con su infaltable correlato de fascismo y demanda de control. Es tiempo de empezar a detenerse un poco en las palabras. Volver a tomarles el peso, dejar de repetirlas como mantras, dejar de aceptarlas como revelaciones. No tiene ningún sentido crecer a ciegas. No es un delirio aspirar a trabajar menos. No es verdad que tenemos que adaptarnos a esta máquina trituradora. No es seguro que si nos esforzamos más vayamos a vivir mejor. Precisamos más tiempo. Más tiempo libre, quiero decir.