Es un buen momento para leer Juan Lacaze, los textiles de Puerto Sauce. Memorias de trabajadores (1930-2015), el libro de Francisco Abella que editó Banda Oriental el año pasado. Es oportuno porque si bien hoy el foco de atención está puesto en la complicada situación de la papelera Fanapel, para entender qué sucede en Juan Lacaze es importante tener en cuenta la trayectoria de sus dos principales industrias: la textil y la papelera.

Abella trabaja en torno a la formación de la identidad textil lacazina, desde sus principales hitos: la fundación de Campomar y Soulas en 1906, la época dorada de mediados de siglo, el traumático cierre de 1993, la experiencia de Agolan -que durante casi dos décadas fue administrada por la Corporación Nacional para el Desarrollo-, y la formación, en 2014, de la Cooperativa Textil Puerto Sauce, que sigue en actividad, con unos 100 trabajadores.

En su investigación, el antropólogo lacazino profundiza, a escala local, aspectos que podrían ser útiles para una mejor comprensión histórica de la industria nacional: por ejemplo, la formación de una identidad de izquierda desde la práctica sindical y la caracterización de una forma de operar con el Estado de cierto empresariado uruguayo.

Arranquemos con el primero. Juan Lacaze siempre ha sido zurdo y eso se explica, entre otras cosas, por la fortaleza de sus sindicatos; si uno mira los resultados electorales desde 1971 hasta la fecha, encuentra que la votación del Frente Amplio en esta localidad coloniense alcanzó porcentajes similares a los de barrios montevideanos como el Cerro o La Teja, también de tradición obrera. Dos datos más: fue una de las pocas ciudades del interior en las que ganó el voto verde en 1989 y es la única de Colonia gobernada por un alcalde frenteamplista, Darío Brugman.

La virtud del libro de Abella es que logra, desde la historia oral, explicar con mayor precisión el origen de ese fenómeno. Vale citar un ejemplo: uno de sus entrevistados es Lorenzo Clara, un sindicalista textil y militante comunista ya fallecido al que (acertadamente) el autor le dedica varias páginas, en las que relata lo que implicaba adherir a ideales de izquierda en la primera mitad del siglo XX en una ciudad del interior como Juan Lacaze. Clara empezó a trabajar en Campomar y Soulas el 1° de marzo de 1933, con 11 años; apenas un mes antes del golpe de Estado de Gabriel Terra. Cuando se enteró de esa noticia, Lorenzo le comentó a uno de sus compañeros: “¿Vio que Terra dio un golpe de Estado? Así que ahora estamos en dictadura”. El tejedor con el que hablaba, bastante mayor que él, le contestó: “Vos tenés que ser comunista”.

“Fue la primera vez que me trataron de comunista, por decir una cosa que era realidad [...] Si vos te quejabas porque a alguien injustamente lo trataron mal de palabra, o más que de palabra, porque [en la fábrica] igual te sacudían, entonces eras comunista. Entonces, ¿qué pensabas del comunismo, razonando simplemente? Eso ayudó, a mí me ayudó”, dijo Clara.

Estados alterados

Otro aporte del libro es su descripción de los empresarios textiles, la lógica familiar que los sostuvo y cómo se relacionaron con el Estado. “Ser empresario de un mismo rubro no se sostiene por muchas generaciones. Por algo está ese dicho: padre comerciante, hijo caballero, nieto pordiosero”, dijo en algún momento la investigadora Magdalena Bertino, hablando justamente de la familia Campomar. Abella profundiza en este aspecto. Según esta investigación, el dirigente textil Héctor Rodríguez -uno de los tipos más lúcidos del sindicalismo uruguayo, integrante del Congreso Obrero Textil y fundador de los Grupos de Acción Unificadora- estimaba en 1972 que, tras años de préstamos millonarios, la deuda de Campomar y Soulas con las arcas públicas resultaba tan abultada que se justificaba una “nacionalización espontánea de la empresa”, ya que por entonces “sus pasivos fiscales superaban la totalidad de los activos”. 20 años después, la empresa le debía 14 millones de dólares al Banco República y al Banco de Previsión Social; tenía además pagos atrasados con la Dirección General Impositiva, la Intendencia de Colonia (que años después se quedaría con el edificio, por impagos en la contribución inmobiliaria) y con sus trabajadores, con los que todavía no saldó aquella deuda. (Una confesión personal, como punto y aparte: mi madre entró a Campomar y Soulas a los 14 años, trabajó 24 años en la sección Hilatura y quedó desempleada en 1993, cuando cerró. Ese día la vi llorar, supongo que por primera vez, y también la vi rodear la fábrica tomada de la mano con sus compañeras de máquina, para defender la fuente de trabajo. Mi vieja, como tantas otras, nunca cobró la totalidad del despido; a duras penas, y hasta el día de hoy, cada vez que se remata una propiedad de la empresa le avisan por teléfono y ella cobra unos cientos de pesos en algún local de cobranza. Otros textiles, quizá más escépticos ante la posibilidad de una reapertura, lograron cobrar todos sus créditos laborales con frazadas, que luego intentaron colocar en las localidades vecinas o en Montevideo. Mi madre “cobró” algunas frazadas que descontó de su deuda; hay que reconocer que eran buenas, algunas las vendimos y otras las usamos en casa hasta hace poco tiempo).

Pero volvamos al libro. Otro de sus capítulos analiza cómo se relacionó Agolan con el aparato del Estado, durante el gobierno de Luis Alberto Lacalle. Abella concluye algo que no estaba tan investigado: “Los trabajadores entrevistados señalaron que la primera planilla laboral de Agolan (que administraba la CND) fue confeccionada por dirigentes nacionalistas colonienses; la nueva empresa optó por dejar de lado a quienes habían liderado el gremio textil y a los delegados sindicales”. Según este trabajo, Agolan finalizó su actividad en 2013 con una deuda con el Banco República y la CND por más de nueve millones de dólares, como consecuencia de una administración que fue, por lo menos, errática.

Los datos sobre montos millonarios de las deudas que dejaron Campomar y Agolan con el Estado en sus respectivas experiencias son útiles y colocan las cosas en su sitio, sobre todo para poner en perspectiva las críticas que reciben a menudo los cooperativistas textiles por el préstamo del Fondo para el Desarrollo que recibieron en 2014 (y que siguen pagando). También reflejan una manera de relacionarse con el Estado de algunas empresas privadas, siempre más dispuestas a socializar las pérdidas que las ganancias: Fanapel, sin ir lejos (algo así como tres cuadras, para ser más precisos), reclama por estos días un subsidio estatal de 400.000 dólares mensuales para mantener su actividad en Juan Lacaze.

Se juegan la parada

En el libro de Abella hay varios materiales que sirven para delinear un perfil de los empresarios que han operado en Juan Lacaze. Por ejemplo, otro de los entrevistados, el sindicalista textil William El Chumbeado Figueira, relata cómo se dieron las conversaciones previas al cierre de Campomar con uno de los hijos de César Cardozo Guani, integrante del directorio y propietario del grupo de supermercados Disco. “Eran cínicos, no tenían problemas. César Cardozo hijo nos decía: Si tenemos que cerrar, cerraremos. Yo me iré a plantar rosas a mi jardín de Carrasco y ustedes no sé qué harán. Nos decían que la fábrica estaba fundida, porque el personal se la había robado. Y no era así: ellos a la plata se la llevaban para otro lado; se la robaron ellos mismos”, se lamenta Figueira en una de las entrevistas.

Por último, los números que maneja Abella en el anexo documental asustan: a finales de la década de 1970 Campomar y Soulas tenía 1.987 empleados, en Agolan llegaron a trabajar 320 personas y en la coooperativa textil quedan actualmente 96 operarios. A esa caída incesante hay que sumarle la crisis papelera: hace apenas seis años, Fanapel garantizaba 1.080 puestos de empleo (entre directos e indirectos); hoy quedan 260 trabajadores y todavía no está claro si se mantendrán.

Como bien tituló Salvador Neves en la última Brecha, Juan Lacaze se prepara, otra vez, para pelear por el trabajo. Esta tarde, afuera del club CYSSA, a menos de 100 metros de la vieja Campomar y Soulas, habrá una asamblea convocada por los sindicatos locales para discutir el futuro laboral de la ciudad. Los comercios ya anunciaron que cerrarán temprano; se espera una participación multitudinaria, seguramente histórica.

Los obreros sabaleros siguen estando lejos de los jardines y de las rosas. También de los panes. Pero, por suerte, mantienen todavía la sana costumbre de juntarse y cerrar filas, como para que no duelan tanto las espinas.