La combinación en Rusia de la autocracia zarista, el hambre de tierras de los campesinos, el desarrollo capitalista y la presencia de un fuerte aunque minoritario proletariado, el caos y la masacre de la Primera Guerra Mundial y la situación de las diferentes nacionalidades oprimidas por el zarismo llevó a la revolución de febrero y a la caída del zar. Los sucesivos gobiernos que fueron de febrero a octubre no pudieron resolver ese conjunto de contradicciones y, en ese marco, un partido organizado como el bolchevique y conducido por la estrategia y la teoría de Lenin pudo hacerse con el poder.
La disolución de la Asamblea Constituyente en enero de 1918, cuya convocatoria fue una de las banderas de los bolcheviques, es un parteaguas para la historia posterior en torno a la cuestión democrática. La teoría leninista del Estado y de la dictadura del proletariado, planteada en El Estado y la revolución, aportó el desarrollo teórico y la justificación de esta actitud y del régimen en general.
El endurecimiento posterior y la anulación de las libertades, en un contexto de varios años de guerra civil e intervención extranjera, culminó en la dictadura de un único partido. Las mayores libertades en la esfera económica del período de la Nueva Política Económica (NEP) no implicaron libertades políticas, y esa situación se acentuó con la consolidación de Iósif Stalin en el poder.
Al decir de Rosa Luxemburgo: “Sin elecciones generales, libertad de prensa y de reunión ilimitada, lucha libre de opinión y en toda institución pública, la vida se extingue, se torna aparente y lo único que queda es la burocracia. La libertad reservada a los partidarios del gobierno, sólo a los miembros del partido –por numerosos que sean– no es libertad, la libertad es siempre libertad para el que piensa de modo distinto”.
La Revolución Rusa tuvo otra consecuencia: la división de socialistas y comunistas, partidos con un tronco común, pero que reconstituyeron su identidad a partir de este momento en torno a actitudes disímiles respecto del régimen soviético. Dos grandes temas los enfrentaban. No sólo la cuestión democrática, sino también la nacional, relacionada con preservar la independencia de los partidos y la consideración de las peculiaridades propias, que las 21 condiciones, impuestas urbi et orbi a quienes pretendían ingresar a la Tercera Internacional, lesionaban.
En general, la crítica socialista al régimen que emergió de Octubre, al establecer la indisoluble unidad de socialismo y democracia, negó el carácter socialista de aquel y lo caracterizó como capitalismo de Estado o como formación poscapitalista, pero trabada en su transición al socialismo por sus contradicciones.
La combinación de propiedad estatal con un régimen de distribución controlado por la burocracia del partido-Estado gobernante llevaba a la desigualdad de ingresos, consumo y oportunidades y, en el extremo, a la reimplantación de la explotación de clase, mientras la burocracia gobernaba invocando y justificándose en los intereses generales de los trabajadores, pero sin control democrático que limitara sus poderes.
A la muerte de Lenin y bajo el poder de Stalin, la consolidación de un estrato burocrático, por encima de los trabajadores, quedó asegurado por un régimen policial y represor. Se canceló la unidad entre teoría y práctica revolucionaria, hasta entonces seña de identidad de los bolcheviques. La ideología fue desde entonces ideología en el sentido marxista de justificación de las prácticas e intereses de la clase dominante, o sea, las políticas de la burocracia del partido-Estado de la Unión Soviética.
En 1924, Stalin publicó Los fundamentos del leninismo y allí redujo el marxismo al leninismo, presentado en una versión que codifica, coagula y resume al propio Lenin. La invención del marxismo-leninismo es posterior. La expresión comenzó a utilizarse en 1930 y se consagró en la edición de 1937 del Manual de historia del Partido Comunista de la Unión Soviética, supervisado por el propio Stalin, como una codificación de los dogmas del folleto de Stalin.
A la vista del resultado de la experiencia soviética, podemos pensar que la pretensión de llegar al socialismo desde el atraso y por la vía autoritaria estaba condenada a fracasar. A tales metas no se puede llegar meramente desde el poder omnímodo del Estado. Es prerrequisito cierto grado de desarrollo económico y de capital social, o sea, cultura, instrucción, organización y entramado social. Además, la construcción socialista no puede darse aisladamente, ni en la época de Stalin y su pretensión del “socialismo en un solo país”, ni en la época de la globalización como desarrollo actual de las fuerzas productivas a nivel mundial.
Los bolcheviques podían y debían en 1917 tomar el poder, ante el caos y las contradicciones que vivía Rusia. Eran una fuerza organizada y tenían la voluntad, la organización y el programa para hacerlo. A la distancia de diez décadas podemos pensar que sin la disolución de la Asamblea Constituyente, un gobierno de amplia coalición democrática, habría enfrentado con una mayor base de apoyo social la fuerza violenta de la contrarrevolución armada, que también se habría producido. Eso habría implicado compartir el poder y dejar abierta su titularidad al ejercicio democrático.
Se pueden objetar las obvias limitaciones de la guerra civil y la intervención extranjera; se puede contraargumentar que, pasadas esas instancias, la NEP podría haberse acompañado de una apertura democrática. A ese respecto, los bolcheviques tenían un condicionamiento ideológico: colocar como referencia única y fundamental el interés de clase por encima de la democracia formal y considerar entonces más democrática la dictadura del proletariado. Pero ¿cuál es el agente que por petición de principio se autoadjudica la titularidad de los intereses de clase? ¿El Estado? ¿El partido? ¿Cuál es la garantía de que al invocar intereses generales no se estén sirviendo los intereses particulares de la burocracia del partido y el Estado?
En ausencia de democracia, los agentes que controlan el Estado, invocando y justificando intereses superiores, pueden reimplantar la explotación de la población en su beneficio, y puede perderse, de esta manera, a la vez que la libertad, la igualdad. Esta es la gran lección que deja el fracaso de los regímenes del llamado socialismo real: que por ese camino no se va al socialismo, que el autoritarismo conduce a la reimplantación de la explotación de clase.
La experiencia soviética nos lleva también a descartar un modelo que elimina el mercado y apuesta solamente a la planificación y la propiedad estatal. Esto no revaloriza al libre mercado capitalista, sino a un mercado bajo la programación democrática, junto con el desarrollo de empresas autogestionadas con fuerte presencia del Estado en áreas centrales y estratégicas de la economía.
Al socialismo no lo fundamentamos en una historia predeterminada, sino en opciones éticas, valorativas y políticas. Esto no niega el valor del análisis racional y científico de los procesos históricos y sociales, para lo cual el marxismo sigue siendo el marco referencial más amplio y abarcativo. El socialismo democrático supone una sociedad pluralista con múltiples centros de poder, el desarrollo de la descentralización, la autogestión y los poderes locales, pluralismo de partidos y diversidad de opciones en el proceso al socialismo. El socialismo real, por el contrario, encarnaba una concepción monista y centralizadora, y representaba de este modo el paradigma ideológico más extendido en la izquierda mundial, lleno de certezas, coherente, compacto, omniabarcativo, con supuestas respuestas para todas las cuestiones.
Asumir la pérdida de esos elementos idealizados que comportan la identidad supone conflicto y sufrimiento individual y colectivo. En nuestro medio, el tema tampoco ha sido asumido a cabalidad. Idealizar lo propio, colocar todo lo malo afuera, atribuir las fallas a la acción del enemigo y nunca a los errores propios, desconfiar de lo externo son todos aspectos de una suerte de cultura política que dificultan el duelo. Este puede asumirse en lo manifiesto, aunque persistan reprimidos los elementos idealizados del pasado.
Más allá de todas estas discusiones, desde una postura que reivindica el método marxista y el ideal socialista y a 100 años de la Revolución de Octubre, el gran logro de esta experiencia fue haber existido y colocado la alternativa de la construcción de una sociedad socialista, la promesa de una sociedad superior, en el orden del día de la humanidad.
Más allá de su caída, se destacan en sus logros haber derrotado al nazi-fascismo, haber construido desde el atraso una gran potencia, haber posibilitado el acceso a la cultura y a las necesidades básicas a millones de seres humanos, haber equilibrado el imperialismo occidental y haber ayudado y alentado procesos anticoloniales. Tuvo dos resultados inesperados. Preparó el posterior y actual desarrollo capitalista de Rusia y China y obligó al capitalismo en la competencia de los sistemas a asumir elementos de la planificación y del Estado de bienestar. Su colapso fue seguido por la ofensiva neoliberal y sucesivas crisis de la economía mundial, lo cual no avala la tesis de Francis Fukuyama de la victoria automática del capitalismo.
Muchos de los factores contra los que se levantaron los rusos siguen presentes y eso, entre otros factores, hace que los 100 años de Octubre convoquen la atención y la imaginación en todo el mundo. Visualizar qué elementos de ese pasado siguen vigentes, para rechazar a la vez los dogmas y la resignación escéptica, debe ser la tarea. Estimularnos a trazar los nuevos caminos y asumir los debates inconclusos es el mejor legado que nos deja la Revolución de Octubre, 100 años después.