1) Desafío por izquierda: anarquistas, socialistas y marxistas se vieron ante un caso nuevo, inesperado. La conformación de un Estado soviético, basado en obreros y campesinos pero dirigido por un partido de vanguardia marxista, o maximalista, como se le decía, era una renovación radical. La socialdemocracia, desacreditada por su apoyo a la guerra imperialista, fue desafiada por el triunfo de un modelo “raro” –entre campesino y oriental–, pero de inspiración “científica” y “progresista” como el leninismo.

La creación de la Tercera Internacional y el cambio de nombre del partido a “Comunista” permitió que miles adhirieran a la causa bolchevique y creó una nueva forma de hacer política en la izquierda. La utopía se hacía realidad con su halo de victoria, la épica transformadora y, en algunos casos, la arrogancia del éxito. En la habitual disputa por “ser más de izquierda”, un nuevo centro de culto –con realizaciones concretas– se abría en el horizonte y generaba apasionadas imitaciones, rupturas, polémicas y divisiones. La cultura de izquierdas no sería la misma y la multiplicación de partidos comunistas a nivel mundial fue su mayor consecuencia.

2) La apuesta por superar el capitalismo significó un desafío global. La revolución ponía supuestamente al frente a los trabajadores, eliminaba la propiedad y la plusvalía con el objetivo de desarrollar más y mejor las fuerzas productivas para dar el zarpazo internacional. Y amagó con una revolución mundial: el “cordón sanitario de Wilson” en Europa, el red scared en Estados Unidos, los intentos espartaquistas, los soviets finlandeses, Béla Kun en Hungría... Pero, a escala planetaria y en lo inmediato, no ocurrió.

A largo plazo, sin embargo, el poder soviético obligó al capitalismo a coexistir con un modelo alternativo, modernizador, igualitarista y autoritario. Y lo puso en alerta –más aun después de la crisis de 1929– sobre las peores consecuencias de su desigualdad. Josep Fontana señala que las políticas de seguridad social de la “edad dorada del capitalismo” en la segunda mitad del siglo XX fueron, en parte, un efecto reactivo ante la existencia de aquel alter ego soviético.

3) El mundo colonial también se vio impactado por los bolcheviques. Una versión socialista que incluía en su corpus reciente la cuestión del imperialismo como fase final del capitalismo. Contemporánea de los ya importantes movimientos en las sociedades coloniales que buscaban una senda nacional o de liberación, sintonizaban con la condena al imperialismo. Los casos chino, turco e indio de la década de 1920 son sintomáticos en ese sentido. Sin ser marxistas, sus líderes veían con simpatía la denuncia política de los bolcheviques. Tras la guerra civil rusa –que clausuró la posibilidad de revolución mundial–, el leninismo fijó sus expectativas en oriente y el mundo colonial como posible teatro de expansión.

Más allá del análisis teórico y de la propaganda política, existe una coincidencia histórica que dio mayor sintonía al leninismo con el mundo colonial. Es importante recordar aquí la tensión de larga duración que vivía Rusia entre la modernización occidentalizante y su tradición eslavófi- la oriental y arcaizante. En muchos sentidos, la revolución y su posterior programa bolchevique fueron un ejemplo de “programa” de transformación social para realidades agrarias y premodernas.

Como ha señalado Perry Anderson, las “lecciones” del experimento bolchevique en absoluto son traducibles o aplicables a sociedades capitalistas avanzadas, ya que su génesis obedeció a las lógicas de la crisis del absolutismo oriental-estatista de la Rusia de los zares –no en vano, la revolución espartaquista en Alemania careció de chances históricas, como la propia Rosa Luxemburgo advirtió–. Pero esa misma génesis contenía elementos –el partido de vanguardia, la alianza campo-ciudad, el énfasis en la industrialización– que podían aplicarse o tener mayor calado social al momento de ser recibidos en el tercer mundo.

No por esto se debe caer en el mecanicismo de afirmar que las otras revoluciones del siglo –ni la china, ni la cubana– fueron consecuencia directa de la bolchevique, pues sería un yerro histórico importante, pero sí es atendible la sintonía entre postulados y realidades que dieron como resultado la convergencia de movimientos de revolución social en países premodernos con la experiencia bolchevique.

4) La modernidad también se vio desafiada, pues la afirmación del progreso racionalista y antropocéntrico, iniciada bajo el influjo de las luces y seguida por las revoluciones liberales, tuvo un nuevo giro que llegó al extremo de convertirla, al decir de François Furet, en pasión. Karl Marx parecía haber dado a Lenin las herramientas para auscultar las agujas del reloj de la historia y al mismo tiempo correrlas. Esta capacidad de operar sobre la historia explica la seducción masiva de octubre. Un seguimiento casi confesional que generó la primera experiencia de un movimiento/partido/Estado socialista, creador de una cultura internacional que se proponía realizar el relato de la Modernidad con el socialismo del futuro. En cierto sentido, la vertiente marxista suponía la última buena nueva cristiana de carácter ateo: una ciencia filosófica que denunciaba acaloradamente las injusticias, con rigurosidad científica moderna –por ello progresista y racionalista–, y que deducía de esa denuncia/crítica la llegada de una nueva era de igualdad y libertad terrenal. Ese relato superador se convirtió, en muchos aspectos, en una nueva religión.

5) La teoría marxista. Luego de las discusiones iniciales y tras la muerte de Lenin, vino, señala Fontana, el período de “desnaturalización y dogmatismo”. Impulsado por Iósif Stalin para crear el “catecismo leninista” y convertir su versión del marxismo en una simplificación propagandística de la cultura oficial de la Unión Soviética, acompañada de conductas escolásticas, donde las respuestas se encontraban en los textos –seleccionados, censurados– de Marx y Lenin. Resultado comprensible en virtud del carácter partidocéntrico del régimen, así como de la adhesión emocional/racionalista de sus seguidores.

Una corriente crítica al marxismo soviético presenta una actitud similar, pero invierte los roles. En vez de analizar sus “condiciones objetivas” e intentar explicar lo que allí sucedió, como si se tratase de guardianes perdidos del marxismo puro y verdadero, señalan los errores y las fallas de Lenin al aplicar el marxismo en Rusia. Como abogados de Marx, evitan culpar a la teoría. Fueron los aplicadores quienes lo hicieron mal y en momento impropio. El “Marx viejo”, que a veces es postulado como verdadero profeta –porque estudió el capitalismo y no estaba radicalizado como en el 48–, tuvo sus momentos de “voluntarismo” y les escribió con buena onda a los socialistas campesinos rusos que le dieran para adelante con la revolución. Suponer que hay un marxismo desde donde medir es, cuando menos, sesgado.

Además, la acción de los bolcheviques no fue mecánica y tuvo mucho ensayo y error. Hay un Lenin del Manifiesto o voluntarista y radical, pero también un Lenin del Capital o modernizador y racionalista. La idea de que la revolución bolchevique fue la aplicación de un programa científico–político acabado pero en un lugar y un momento inadecuados corresponde a una actitud ideocrática y positivista, no al repaso histórico del devenir de sus problemas. Es que no hay un Marx, sino varios. Su sistema es inacabado y perfectible. Tampoco hay un Lenin. En 1905 se entusiasmó con los soviets, pero después se desencantó del espontaneísmo y buscó organizar jerárquicamente su partido. También hubo un Lenin honestamente convencido de liderar algún tipo de democracia obrero-campesina a comienzos de su mandato, y luego otro más centralizador y autoritario durante la guerra civil. Lo mismo respecto de la economía: inicialmente fue favorable al control obrero y a la autogestión, pero luego se mostró apasionado por el taylorismo y la organización fordista para aumentar rendimientos en una Rusia pobre.

¿Qué enseñanzas nos deja la revolución bolchevique?

Las predicciones etapistas sobre la sucesión de modelos superiores al capitalismo a partir de la lucha de clases liderados por la clase obrera internacional no ocurrieron. El ensayo inicial socialista y los posteriores movimientos emparentables en su contenido socializante tuvieron mayor hondura histórica donde la teoría no lo preveía. Esta observación debería poner a resguardo de caracterizar como utópicos a los demás socialistas y sólo como científicos a Marx y a Friedrich Engels, sin que por ello la propuesta de análisis y la metodología marxiana queden invalidadas. Todo sistema ideológico filosófico presenta grietas e imperfecciones fruto de su origen humano y terrenal.

La Revolución Rusa derivó al socialismo gracias a los bolcheviques, sin duda, pero también, y principalmente, porque las mayorías populares –campesinos, obreros y soldados– tenían una sensibilidad socialista predominante –no necesariamente marxista– desde donde apoyaron la toma del poder en octubre. No hubo un plan preconcebido por una minoría oligárquica vestida de rojo –relato que gusta a los marxistas esquemáticos y a los anticomunistas curados en espanto–. Fue una de las posibles derivas de la revolución social más radical que se vivió durante la “era de las catástrofes”. Los bolcheviques supieron comandarla en el momento indicado, aunque sin tenerlas todas consigo de cara a lo que esperaban construir.

¿Por qué ellos y no Alexander Kerensky, los liberales o los anarquistas? Coincidieron las propuestas y formas organizativas de los dirigidos por Lenin con la sensibilidad socializante mayoritaria que no quería solamente un régimen liberal-democrático y luchaba por alguna forma de reparto igualitario de la tierra y el poder, y por conseguir la paz en medio de la guerra.

La paradoja es que, una vez con el poder y el apoyo general, la construcción forzada del socialismo no pudo ser democrática ni internacional. La guerra civil y la intervención extranjera convirtieron, al decir de Edward Carr, al ensayo socialista en un experimento “híbrido y ambiguo” tan complejo como la propia cultura y la historia de Rusia. Reducir la revolución a una ecuación histórica, al programa de un partido o al genio –benéfico o maléfico– de un teórico es olvidar a los protagonistas con sus humanas características. Eso será mítico, épico o alarmista, pero no ayuda a conocer los procesos revolucionarios.