Libertad está triste. Sus ojos brillan. Están paralizados en el vidrio, en el aire o en algún punto del otro lado del ventanal. En lo verde del jardín, en la margarita marchita, en el muro blanco lindero, en el banco de hormigón. O en la nada. Afuera, las nubes amenazan con desparramar una tormenta. Por lo fresco de esta primavera rebelde. El invierno no quiere irse y Libertad lo siente en esa espera interminable. Desde las siete, cuando Rossana la despierta con el café con leche, el pan con manteca y un pañal nuevo, hasta que el sol desaparece detrás de la casona residencial donde vive desde hace ocho, nueve, diez años –no recuerda–, ella espera. Es que el tiempo pasa y uno no se da cuenta. Acá todo se detiene, dice. Hay que arrimarse y poner el oído a la altura de su boca para escucharla. Hace unos meses su voz sonaba fuerte, pero a Libertad la está matando el desgano, asegura Rossana en una de esas vueltas que le da cuidadosamente sobre la cama para ajustarle el pañal y ponerla coqueta para la visita. La de su hija, la de su nieta. La de ambas.
Una hora, nada. Dos, nada. Se hicieron las cuatro, merendó y nada. No es la primera vez que pasa, pero bueno, hay que seguir, dice Libertad con una mueca que muestra sus dientes pero no se parece a una sonrisa. Hace meses que Rossana no vislumbra un gesto de entusiasmo en esa abuela que ve a su familia gracias a las fotos. Una joven morocha y de dientes blanquísimos, con los mismos rasgos, la abrazó en algún momento. Un bebé con el torso desnudo y pañales, como ella, le sonríe desde un corralito. En otra pared, la Virgen de Fátima la protege. En la cabecera de la cama, el Sagrado Corazón de Jesús le pide que confíe. Entre las fotos, las agujas del reloj se mueven. El tiempo pasa y uno no se da cuenta, repite Libertad con la vista clavada, ahora, en la flor marchita.
En el pasillo que une la sala de estar con la de la pileta donde Gladys friega noventa platos, noventa vasos y ciento ochenta cubiertos, en ese rincón donde no entra la luz del día por ventana alguna y los empleados marcan tarjeta, Carmelita ojea revistas. Una Caras y Caretas de cuando los porteños deliraban y las calles bonaerenses vestían banderas y santos por doquier porque Francisco asumía como papa, una Gente que muestra a Marcelo Tinelli de vacaciones por alguna ciudad yanqui, una Sábado Show que exhibe al famoso Fulano que se casó con Sultana, y a la actriz de la novela que atrapa a Carmelita por las tardes y se juntó con un Mengano. En esas páginas se detiene, porque mirá, mirá qué bonita es, qué cuerpo tiene, y actúa tan bien, le dice Carmelita a Gladys, y se ríe, sin dejar de estar pendiente de que suene el teléfono verde de disco que está en la mesita ratona, pegado a ella. Dos horas lleva Carmelita esperando que ese aparato suene. Es que me va a llamar mi hijo, suelta con una ilusión del tamaño del residencial. Y esos ojos tan chiquitos se abren exageradamente como los anteojos que calzan en ese rostro que tiene más arrugas que tamaño.
Gladys tampoco es grande. Mide un metro cincuenta y seis. Pero a Carmelita el pecho de Gladys le queda como almohada cuando la abraza. Me va a llamar, mi hijo me va a llamar, repite la anciana de ochenta y seis años que para la funcionaria es como un cachorrito. Por lo chiquito y por lo inquieto. Mirá, mirá qué cuerpo, le muestra Carmelita la imagen de la mujer esbelta de la televisión, con la esperanza hecha llamarada por que ese maldito aparato suene. Se da vuelta, lo mira. Nada. Gladys es testigo de esa escena que se repite semana tras semana. Por eso le pregunta qué pasó con el accidente que simuló la bruja de la telenovela, para que Carmelita se olvide, aunque sea por un rato, de ese teléfono. Entonces la boca de la anciana es como una copera que larga pororó, entre los cuentos de la mala y la buena, perdidamente enamoradas del rubio despampanante de ojos verdes que es el protagonista, mientras la pileta es pura espuma y los platos y los vasos, sí, suenan.
Los mediodías, después del almuerzo, la sala de estar se llena. El sol atraviesa la claraboya inmensa y amortigua el aire fresco. Decenas de viejitos se estampan con sus sillas de ruedas frente a la pantalla plana de treinta y dos pulgadas que se pasea entre los chismeríos porteños, Bugs Bunny, las comedias argentinas y los debates de Esta boca es mía, con la Rodríguez a la cabeza.
–Victoria –le recuerda Luisa, la más veterana de las funcionarias, a Susy, cuando clama por esa mujer. Una mujer bonita que toca temas de actualidad y lleva gente interesante, piensa Susy, entre la saliva que no controla y le corre por el mentón. Porque no puede. Porque es lo de menos.
–¡Victoria Rodríguez! –grita ahora Ana, porque Susy no oye ni con el aparato que lleva en su oreja izquierda.
De una de las puertas salen funcionarios que hacen sonar el reloj con la tarjeta. Unos entran, otros se van a la media hora de descanso –o de respiro, como dice la trabajadora más nueva– y otros dan por finalizada su tarea. La que muchas veces hacen por más de ocho horas y dos vintenes. Mañana será otro día, saluda el moreno de espalda ancha y cuerpo de elefante. Decenas de plantas le dan vida al ambiente. Aún hay vida allí, ironiza Loreley, que se queja. De la comida, de los empleados que no saben manejarse con ancianos, del frío, del televisor que es una porquería, de las rodillas, de que nadie la visita. Tampoco sale al patio, ni al jardín, ni al zaguán. Apenas va al comedor cuando Luisa no la deja almorzar en la cama para que se levante, se relacione con los otros o, al menos, ponga los pies sobre esas baldosas llenas de historia. Tanta historia como la suya propia, la de Susy, Libertad, Susana, Esther, Esmeralda, Rosa, Clara, Juan, Enrique, Pedro y los cientos de ancianos que viven con ella. Luisa se acerca, le apoya una mano en un hombro, le pide que camine aunque sea por adentro, que le va a hacer bien. Pero Loreley, que tiene menos años de los que aparenta, a pesar de la melena rubia y las uñas largas, redondeadas y pintadas con esmalte rojo vivo, se queja. No puede más de las rodillas, a pesar del bastón. Se cansa. Los días pasan, insiste con un chasquido, una levantadita de cejas y esa voz mansa de quien no quiere nada por los castigos del encierro.
Desde que está en el hogar, hace cinco o seis años –tampoco recuerda–, Loreley desafía al espejo sólo para verse la camisa, el saco, o si el rosario que cuelga de su cuello está derecho. Hace tres años que no se detiene en las arrugas, las mañas y los achaques de todo viejo. Cuando se ve en la imagen del portarretrato que adorna la mesa de luz, en la que está con su única hermana, se muerde los labios porque se percata de que la foto es como el maldito espejo. Los años pasan, murmura. Y para ganarle a la bronca, a la decepción o a ambas, despega las nalgas de la silla, se prende del bastón, se olvida del dolor de las rodillas y camina. Entre un pie que levanta y el otro que apoya en las baldosas descoloridas y (algunas) rasgadas, dice que para qué va a ponerse linda si la hermana ya no la visita. Hace meses que no va. La soledad es perversa, retruca cuando pega la vuelta y esquiva el helecho que le da otra energía al ambiente. Pero ella no quiere nada con la vida. Para qué vivir así, dice, comiendo y durmiendo, sin una miserable visita.
Por la claraboya ya no pasa luz. La primavera se pone más rebelde. Aparecen bufandas, sacos de lana y hasta alguna estufa se enciende. El reloj marca la hora en punto en las tarjetas. Los de túnica blanca de la tarde desperdigan besos, los de la noche entran al ruedo. La cocina se prepara para la cena. Los noventa platos y vasos y los ciento ochenta cubiertos vuelven a la mesa. Libertad, con un baño y otro pañal encima, sigue en la amarga espera. La de su hija, su nieta. O ambas. A Carmelita ya no le queda revista para ojear, ni charla para darle a Gladys, porque se fue y no volverá hasta el jueves. Está cansada. De ese rincón, de la poca luz, de la espera. Pero no logra despegarse del maldito teléfono de disco que aún no suena. La espera es eterna. Son varios los que esperan. Una visita, una caricia, una charla, una llamada, un cómo estás, un precisás algo, un te quiero. Esperan que el tiempo pase o, a veces, simplemente que Dios se acuerde de ellos, porque para qué vivir así, siendo un estorbo, dice Libertad con los labios ensimismados y los ojos, ahora, clavados en el techo como si Dios la estuviera viendo. Las manos de Loreley se prenden del rosario que lleva en el cuello, porque también quiere que Dios se acuerde de ella cuando afuera la tormenta, por fin, se desparrama, mientras el tiempo pasa y la soledad hace lo suyo. Muerde.