Hasta el siglo XVI el mundo de la cristiandad parecía sólido. Una sociedad organizada en estamentos, con privilegios, oficios y vínculos familiares establecidos de generación en generación. Ese mundo medieval estaba regulado por la iglesia, que marcaba con sus campanadas los tiempos del día, las fiestas religiosas, los momentos de siembra y de cosecha.

Pero la aparición en escena del protestantismo hizo evidente que el edificio medieval venía desmoronándose. La Reforma Protestante fraguó nuevas formas de comprender la relación con Dios y la naturaleza de la iglesia, y lentamente se manifestaron cambios en las formas de concebir el poder político, la economía, la organización social.

Según el historiador Reinhart Koselleck, hasta ese entonces el tiempo era vivido como una unidad ligada a los ciclos de la naturaleza. Había cierta continuidad entre las experiencias pasadas y las expectativas de futuro, una relativa predictibilidad. Pero la brecha abierta por Lutero en 1517 contribuyó a crear un clima de incertidumbres en el que las experiencias del pasado ya no servían para comprender el futuro. Al cuestionar la autoridad del papa, los reformadores minaron las bases ideológicas y políticas del Medioevo, desbaratando la capacidad que tenía el pasado para prever el futuro. Se vive entonces un nuevo tiempo en el que las expectativas de futuro comienzan a alejarse de las experiencias pasadas.

Si nos trasladamos a nuestro territorio, la presencia protestante es casi imperceptible hasta el siglo XIX. Pero con la independencia el liberalismo político, la apertura comercial y la influencia británica abrieron las puertas a nuevos inmigrantes.

Hacia 1830 Montevideo era una ciudad mal conectada con el resto del país, rodeada de un paisaje “desordenado”, afectada por los olores penetrantes de las aguas servidas, los cadáveres de animales, las exhalaciones de las tumbas, los chiqueros, las pilas de tasajo y cuero en el puerto, los mataderos y tambos cercanos. (1) Esa era la ciudad que en 1836 visitó el misionero metodista John Dempster, quien trabó contacto con estadounidenses residentes interesados en formar una iglesia. Así llegaría, tres años después, William Norris, probablemente el primer pastor protestante establecido en Uruguay.

Algo interesante de este período fue el revuelo que causó en 1840 una carta presentada ante las autoridades, solicitando autorización para construir un templo que se destinaría al culto de la “comunión de protestantes”. A pesar de haber ostentado un pensamiento revolucionario para su época, Dámaso Antonio Larrañaga se opuso tajantemente. A su juicio, las autoridades nacionales habían jurado proteger y defender la religión católica, por lo que no debían hacer lugar a tal solicitud, que consideraba “ilegal, incompetente, impolítica, inoportuna, singular e innecesaria”. (2)

La opinión de Larrañaga es razonable para su tiempo y expresa las resistencias de un momento en el que los horizontes de expectativas se han ido corriendo. En esos tórridos tiempos caudillescos, muchos veían en la religión oficial una suerte de contención. La presencia protestante, por ende, era vista como amenaza a la unidad.

Hubo en la época varios casos análogos de rechazo a la presencia protestante, como lo ocurrido en 1857 en los alrededores de Florida. Allí acababan de establecerse algunas familias valdenses, cuando el jesuita Francisco Majesté, enterado del avecinamiento, comenzó a predicar desde el púlpito “en contra de los herejes valdenses”. (3)

Aparentemente, durante los jóvenes y turbulentos años del Uruguay independiente los protestantes se hicieron visibles en un entorno que mostró actitudes ambivalentes. Si bien el gobierno celebraba la llegada de inmigrantes europeos “honestos e industriosos”, la presencia protestante fue vivenciada por buena parte de la población como algo inquietante, por tratarse de una situación que no guardaba similitudes con experiencias pasadas.

Posiblemente fueron mirados con desconfianza porque su condición no entraba en los horizontes de expectativas de una sociedad en la que la cultura hispano-católica era la norma. Las resistencias venían, justamente, porque representaban un “horizonte incómodo” que alteraba el orden acostumbrado. Es lógico que lo nuevo genere un caldo en el que se cuezan la ansiedad, el temor, la desconfianza. Se teme lo que se desconoce.

En esa tensión, los protestantes lograron incorporarse a la sociedad, hacer reconocer su culto e instalar el debate sobre la laicidad. Llevamos una historia de casi dos siglos en la que la diversidad religiosa es un ideal aceptado.

Sin embargo, deberíamos pensar cuáles son los horizontes de expectativas a los que nos hemos acostumbrado tanto hoy, que lo que queda afuera nos genera rechazo. No daremos ejemplos; basta leer las noticias de la última semana. Sólo digo que deberíamos pensar en qué medida hoy se han generado círculos de conservadurismo con horizontes de expectativa tan estrechos que desestiman los reclamos de otras minorías.

Habría que pensar entonces si entre Majesté y el protestantismo actual más fundamentalista no hay un punto de encuentro. Ambos son la expresión de la mentalidad reaccionaria, que niega el diálogo y que afirma tercamente que la verdad le pertenece. Así, si desde el siglo XVI hubo quienes consideraron al protestantismo como una presencia amenazante, hoy existen actores que desestiman las búsquedas y reivindicaciones de otras minorías. Lo paradójico es que entre quienes militan en el rechazo hay algunos que se hacen llamar protestantes.

(1). Según relato de José Pedro Barrán en Historia de la sensibilidad en el Uruguay.

(2). Citado por José Piquinela en Historia del protestantismo en el Uruguay: 1808-1880.

(3). Ganz, Emilio H y Ernesto Tron, Historia de la colonias valdenses sudamericanas en su primer centenario (1858-1958).

J Javier Pioli