En fechas más o menos recientes han salido varias novelas que, de un modo deliberado, recorren espacios interiores. Se podrá decir con razón que cualquier novela más o menos bien hecha incursiona en ese procedimiento, pero lo que tienen en común estas obras es que utilizan un lugar específico como un símbolo del propio ser. Todas están narradas en primera persona y constituyen una exploración íntima del narrador.

La primera de ellas es Mi mundo privado, de Elvio E Gandolfo (Tusquets), y ya su título es un fuerte indicio en el sentido mencionado. La segunda, ganadora del premio de narrativa del Ministerio de Educación y Cultura, es El orden del mundo, de Ramiro Sanchiz (Fin de Siglo). La tercera, de la que nos ocuparemos en esta reseña, es El bosque, del argentino Carlos Lucena (radicado en Uruguay desde 1998), recientemente lanzada en España por la editorial independiente Maclein y Parker, y que se puede encontrar en las librerías Purpúrea y Las Karamazov.

Lucena, nacido en Buenos Aires en 1957, forma parte del grupo cultural y revista Letra Nueva. Es autor de los poemarios El presente de los otros - El adivino y el verso siguiente (1993) y Treinta cantos ineludibles (2007), así como de los libros de relatos Siédice (1994), Crónicas del mal humor y otros convites (2007) y Pátinas saludables y dolientes (2014) y de la novela El premio (también publicada ese año).

Bosque adentro

Esta nueva obra de Lucena es una nouvelle que cuenta la historia de un misterioso personaje llamado Pablo Peyrou, quien tras el acontecimiento traumático de la muerte de su esposa decide realizar un cambio en sus rutinas. Peyrou era un tipo muy comunicativo, pero confiesa que se “venía sintiendo cada vez menos cómodo con los demás”, y reconoce de modo explícito que ya no está en su “centro”. Por esa razón decide trasladarse a una cabaña en el bosque, situada en una comarca llamada Los Colonos.

Desde un punto de vista simbólico, el bosque remite al inconsciente, pero, para ser más específicos, expresa el temor a que se revelen los secretos del inconsciente. Hay otro aspecto no menor a considerar si proseguimos por esta línea de interpretación, y tiene que ver con el hecho de que el protagonista es un orfebre. Las joyas se asocian a la verdad, a la energía personal y al alma. Entonces, es fácil comprender que un orfebre en el bosque no es otra cosa que un hombre tratando de conducir su destino.

Tomando en cuenta lo antedicho y considerando el planteo inicial, lo primero que imaginé acerca de la trama fue que el personaje iba a tener que lidiar con voces interiores o fantasmas. Sin embargo, ocurre exactamente lo contrario: recibe visitas reales que lo sacan de su aislamiento. No se trata de fantasmas del pasado, sino de personas del pasado que reaparecen como fantasmas: el efecto es similar, pero más contundente. Estas figuras están destinadas a dejar en evidencia las distintas facetas de la personalidad de Peyrou, pero, por fortuna para el lector, no cumplen una función alegórica. Entre las “apariciones” encontramos de todo: viejos amores,gente con la que está enemistado, un episodio perturbador apenas vislumbrado con una niña de nueve años, y hasta vínculos con militares. Por lo general, cada personaje ocupa un capítulo que funciona como un minirrelato, en el que se cierra una historia que había comenzado años atrás; en este sentido, se aprecia un buen poder de síntesis y un excelente manejo de los tiempos por parte del autor.

En lo que respecta al hombre en su condición de orfebre, es interesante que, después de muchos años de no ejercer ese oficio, tenga que volver a crear una pieza. La obra en cuestión está destinada a una bailarina que visita Los Colonos, pero no deja de ser curioso que el sentido último del trabajo exprese el deseo inconsciente, por parte de Peyrou, de superar el trance emocional en el que se encuentra. La pieza de plata refleja el bosque y “unos pies, los de ella, haciendo que los elementos caminaran hacia una especie de futuro venturoso”.

Sin embargo, más allá de los movimientos que se registran en el relato, uno arriba a la sensación de que no fueron más importantes que el dibujo que puede producir una piedra arrojada a las aguas de un lago. No hay un desplazamiento definitivo, sino que la estructura del relato se revela circular, con casi idénticas palabras al principio y al final, lo cual refuerza el concepto del bosque como símbolo del inconsciente, en donde el tiempo se anula.

Entraña vegetal

La nouvelle funciona muy bien, no sólo por correcto desarrollo del concepto general, sino más que nada por el uso que hace Lucena del lenguaje. Su estilo es casi coloquial –“piola”, diría Gandolfo– y esto contribuye a evitar cualquier posible afectación, de modo que el drama y el humor conviven sin estorbarse mutuamente. Pero a pesar de ese tono distendido logramos apreciar al escritor. Maneja a la perfección el ritmo y los recursos de la lengua, sin que le sobre ni le falte nada, y a veces deja asomar un atisbo de lirismo en una narración que fluye con soltura. Un buen ejemplo de ello lo podemos encontrar en el capítulo IV, cuando el protagonista se despierta a las cuatro y media de la mañana, y Lucena combina la descripción del entorno y de un paisaje más íntimo: “Es un horario especial para despertarse en el bosque. Aún no ha amanecido, pero entre las ramas se cuela algo que no es enteramente la noche, una entraña vegetal que se solaza con que la brisa oculta la zarandee un poco, y se siente como si cada árbol se fuera acomodando”.

El bosque, de Carlos Lucena. Maclein y Parker, Sevilla, 2017. 106 páginas.