La jueza Pura Concepción Book Silva, de Mercedes, resolvió ir en contra de la voluntad de una mujer que no quiere continuar con su embarazo y que inició el proceso previsto por la ley para interrumpirlo. Falta saber cómo responderá la Justicia a la apelación interpuesta por la afectada y ver si la respuesta llega a tiempo. Ojalá. Pero el fallo de Book desnuda la violencia simbólica que se ejerce naturalmente sobre las mujeres y enciende una luz roja en relación a la fragilidad de algunos derechos que damos por conquistados. La jueza resolvió dar prioridad al reclamo de un hombre que dijo que quería ser padre (no le importa estar solo en ese deseo) y apegarse a sus propias creencias en relación al comienzo de la vida y a su carácter sagrado, aun por encima de lo que la Ley 18.897 establece como derecho de la mujer. La lectura del acta (para la que hay que superar las dificultades derivadas de una redacción bastante defectuosa) muestra que la magistrada no escatimó argumentos para ignorar la voluntad de la mujer al mismo tiempo que reconocía como atendible el deseo del hombre. Desestimó y minimizó las razones expuestas por la demandada, ridiculizó su situación personal, pontificó acerca de si sus motivos son o no aceptables para justificar la interrupción voluntaria del embarazo (algo fuera de su competencia, puesto que la ley no contempla la intervención de la Justicia durante el proceso) y resolvió que no. Y tuvo el insuperable gesto de nombrar un defensor de oficio para el embrión, al que en todo momento se refiere como “el niño”.

Más allá de las observaciones de carácter jurídico que pueden hacerse al fallo -y que han hecho y seguirán haciendo personas que saben del tema mucho más que yo-, lo que me parece necesario destacar es el sustrato ideológico de la posición de la jueza. Pura Concepción Book resuelve dar por buena la declaración del presunto progenitor en el sentido de que se hará cargo de todos los aspectos relativos a la crianza del hijo (salvo, claro está, por el detalle de que no puede hacerse cargo del embrión implantándolo en su propio cuerpo; no puede prescindir de esa eficaz máquina de proveer tejidos, alimentar y contener que es el cuerpo femenino); decide creerle así, de buenas a primeras, pero elige no creer en las razones de la embarazada. Prefiere forzarla, con las herramientas de que dispone, a operar como incubadora para satisfacer el deseo de paternidad de un hombre al que no le importa en absoluto la voluntad de la mujer que deberá poner el cuerpo para darle el gusto. Y se podrá decir que lo que en realidad le importa a Pura Book es “el niño”, pero lo cierto es que si ambos progenitores hubieran estado de acuerdo en no tenerlo, la vida del niño no habría sido contemplada, el defensor de oficio no habría aparecido y el procedimiento de interrupción del embarazo habría seguido su curso tal como la ley lo prevé. Así que el encendido discurso de la magistrada ve la luz por una conjunción de oportunismos: el del “padre”, que no vacila en exponer a una mujer con la que tuvo un vínculo afectivo, y que no repara en las consecuencias que su intervención tendrá en la vida de tantas personas, incluyendo al eventual niño que sobrevendría si el embarazo no deseado llegara a término; el del abogado, que en su afán de ayudar a un cliente con el que mantiene una relación “personalísima” y ya de paso sentar jurisprudencia, no se detiene a considerar el daño irreversible que está causando a una mujer de 24 años y ya madre de una criatura; el de la jueza, que descontenta con una ley que va en contra de sus convicciones personales decide mejorarla mediante un fallo que la desconoce. Y ese discurso se instala como la voz de la buena conciencia provinciana que alerta sobre los peligros de que el mundo sea un viva la pepa. Al fin y al cabo, las mujeres han venido al mundo para garantizar la reproducción de la especie, les guste o no les guste, les venga bien o no. No se le ocurre a la jueza que el señor con deseos de ser padre podría conseguirse una pareja con ganas de acompañarlo en la aventura. No. El señor quiere tener ese hijo, de esa madre, aun a costa de la voluntad de ella, que pondrá el cuerpo.

Supongo que el señor, el abogado y la jueza imaginan que un aborto es algo sencillo de decidir y todavía más sencillo de transitar. Seguramente creen que es agradable pasar por un tribunal, exponer la vida privada, arriesgar razones y escuchar consejos, entender el procedimiento, llevarlo a cabo, esperar los resultados (sí: estoy hablando de expulsar el feto) y seguir adelante como si nada. Seguramente piensan que las mujeres abortan por diversión, por ligereza, porque son dejadas y casquivanas. Y tal vez hasta encuentren romántico el gesto, el coraje del hombre -ese padre apasionado, ese defensor de la vida-. Y así, entre cuentos de hadas y lecciones de moral, nos venimos a desayunar de lo frágiles que son los derechos, aunque estén grabados en el mármol de la ley.