Traje a un niño a un mundo que se declaró la guerra a sí mismo. Nació en Montevideo en noviembre de 2015. Vivimos juntos la hecatombe regional que suponía la llegada al poder de Mauricio Macri en Argentina y Michel Temer en Brasil. Hubo atentados en todo el mundo, explotaron ciudades, gente murió empalada, ahogada, atrapada en algún alambre de púas, muerta de hambre, enterrada en alguna fosa o incinerada en medio del desierto. Con él entre brazos, vi naufragar los proyectos regionales más ambiciosos y también renacer a los líderes mundiales de la derecha más conservadora y reaccionaria.

Es un tiempo en el que asesinan activistas ambientales y defensores de derechos humanos, se firman peticiones sin firma, la gente se indigna, indica sus estados de ánimo pulsando un botón, se toma selfies y hacemos como que no pasa nada.Es la época la que impone las imágenes pero parece que no es momento de asumir ningún fracaso.

Casi en paralelo de esta preocupación incierta, del dolor inminente en el centro de los huesos, aprendí a maravillarme por lo que significa ver a un ser vivo erguir la cabeza por primera vez, señalar con un dedo, expresar la existencia a través de una mirada.

En un período de 15 meses, Sebastián se levantaba solo, aprendía a caminar y yo sentía que estaba viendo al mismo tiempo a la humanidad derrumbándose, tropezándose de nuevo consigo misma.

Aunque no quiero ni pretendo que mi hijo tenga un reino, sé que ya es privilegiado sólo por estar vivo, por ser amado, por haber obtenido un 10 en la Escala Apgar.

Y a su vez, los niños y niñas olvidados del mundo que conservan esa potencialidad en sus manos miniatura, los ojos que investigan, que tienen su destino cruzado porque esta comunidad no los quiere, porque nacieron pobres, por su color de piel, porque su padre es musulmán, su madre judía o mexicana. Son los refugiados, los apátridas, un número, cifras que conforman la predicción macabra de 69 millones de niños menores de cinco años que, por nuestra negligencia, morirán entre 2016 y 2030(1).

¿Este es el corolario de nuestra derrota? ¿Será que nuestra incapacidad para comprometernos con las historias globales es lo que hace que en la “era de los consensos en torno a los derechos humanos” se hayan cometido más atrocidades que en ningún otro tiempo?

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En setiembre del año pasado en un Congreso Internacional de Astronáutica que se realizó en México, Elon Musk, empresario y científico, con renovados aires colonizadores manifestó que en 2020, con alrededor de 200.000 euros, será posible trasladarse a Marte, crear una “comunidad autosostenible” y hacer realidad la apuesta por iniciar un proceso cuyo objetivo sea convertir a los humanos —a una elite por supuesto— en una especie interplanetaria.

Aunque las ideas expansionistas siempre entusiasman, Costas Douzinas advertía en otro momento que “ningún grado de progreso permite a uno ignorar que nunca antes en términos absolutos tantos hombres, mujeres y niños han sido subyugados, matados de hambre o exterminados de la Tierra”.

Mediante una imagen, Walter Benjamin describía lo mismo de la mano del Ángel de la historia, tomando como referencia el Angel Novus de Klee: “Tiene los ojos desencajados, la boca abierta y las alas tendidas [...], en lo que para nosotros aparece como una cadena de acontecimientos él ve una catástrofe única. El ángel quisiera detenerse, despertar a los muertos y recomponer lo despedazado. Pero una tormenta desciende del paraíso y se arremolina en sus alas y es tan fuerte que el ángel no puede plegarlas. Esta tempestad lo arrastra irresistiblemente hacia el futuro al cual vuelve las espaldas, mientras el cúmulo de ruinas sube ante él hacia el cielo. Tal tempestad es lo que llamamos progreso”.

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Donald Trump ganó las elecciones cinco días después de que Sebastián cumplió un año. Él sólo dice agua, ma, pa, más, “tita” para pedir galletas. No entiende el discurso del odio o de guerras nucleares. No puedo explicarle lo que está pasando porque yo no lo sé y él no lo entiende.

Y ciertamente hay un sentimiento, no sé si es generalizado, de confusión: no sabemos qué va a pasar; quizá el tema es que aún no nos asumimos como una generación de posguerra o entre guerra, como otros contemporáneos lo hicieron.

Stefan Zweig, en sus memorias de un europeo, narra el Mundo de ayer, escrito durante la Segunda Guerra Mundial. Describe ese imperio grande y poderoso que fue la monarquía de los Habsburgo, vivió la transición del “bello resplandor” de la cultura europea y fue testigo de dos guerras mundiales, “de la más terrible derrota de la razón y del más enfervorizado triunfo de la brutalidad”: “Por mi vida han galopado todos los corceles amarillentos del Apocalipsis, la revolución y el hambre, la inflación y el terror, las epidemias y la emigración; he visto nacer y expandirse ante mis propios ojos las grandes ideologías de masas, el fascismo en Italia, el nacional socialismo en Alemania y sobre todo la peor de todas las pestes; el nacionalismo que envenena la flor de nuestra cultura europea”.

¿Estamos igual de indefensos que antes de que se pusieran en boga los derechos humanos como la marca de la posmodernidad, como cumplimiento de la promesa del Iluminismo de la emancipación y la autorrealización, como ideología vibrante de la globalización al “final de la historia”? A pesar de los esfuerzos históricos, seguimos sin lograr que todas las personas integren la membresía de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, referencia ineludible, mito fundante de nuestro tiempo.

“La comunidad de derechos humanos es universal pero imaginaria; la humanidad universal no tiene existencia empírica y no puede actuar filosóficamente como un principio trascendental”, escribió Douzinas en un polémico texto llamado “El fin(al) de los derechos humanos”.

Resulta urgente repensar los límites políticos de la noción contemporánea de derechos humanos.

El límite más bochornoso ha sido desnudado en los últimos tiempos por las políticas de restricción de fronteras, con el ensalzamiento de la soberanía nacional, con la criminalización de los hijos bastardos de los Estados-nación.

Este problema parte de la base de la noción y naturalización de la extranjeridad como excepción, sin considerar que todos, potencialmente, somos extranjeros:

“El extranjero no es ciudadano. No tiene derechos porque no es parte del Estado [...], es el eslabón entre el hombre y el ciudadano. Somos humanos a través de la ciudadanía y la subjetividad está basada en ese eslabón, la diferencia entre el hombre universal y el ciudadano de un Estado. La subjetividad moderna está basada en aquellos otros cuya existencia es muestra de la universalidad de la naturaleza humana, pero cuya exclusión es absolutamente crucial para la personalidad concreta, en otras palabras para la ciudadanía” (Douzinas, 2006).

Nuestros hijos no entienden de nacionalidades pero son testigos, sin saberlo, de un mundo dividido, donde la humanidad no dejó de ser un privilegio que se arrebata escandalosamente, un estatus en disputa. Justamente, como señala Douzinas, “un mínimo de humanidad es lo que permite a las personas reclamar autonomía, responsabilidad moral y subjetividad jurídica”.

Cuando se habla de cierre de fronteras, de la imposición de visas o de la categorización de las personas en función a su origen nacional, como el conjunto de las primeras medidas implementadas por el nuevo gobierno de Estados Unidos, la indignación anti Trump invade los muros de Facebook, y es moda el meme que ridiculiza al presidente estadounidense, pero en el fondo este “antitrumpismo” esconde las xenofobias propias, los nacionalismos más arraigados.

La lección de la tragedia política y humanitaria que estamos viviendo, que se viralizó en los últimos tiempos, es no poner en duda exclusivamente a los gobiernos coyunturales y también es necesario desnaturalizar nuestro concepto minimalista sobre lo que significa ser un ciudadano, una ciudadana, lo que constituye la humanidad.

“Se podría escribir la historia de los derechos humanos como la lucha continua y siempre defectuosa para acortar la distancia entre el hombre abstracto y el ciudadano concreto, para añadir carne, sangre y sexo a los tenues trazos de lo ‘humano’. Los ‘no humanos’, la ‘miseria’ de los antiguos y modernos campos de concentración, el potencial de aniquilación mundial de las armas nucleares, los desarrollos modernos de la tecnología moderna y la robótica indican que incluso la más banal y obvia de las definiciones no es definitiva y concluyente. El señorío de la humanidad, como la omnipotencia divina, incluye la capacidad de redefinir quién o qué cuenta como humano e incluso de destruirlo” (Douzinas, 2006).

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Vuelvo a Walter Benjamin y a sus Conceptos de filosofía de la historia: “La tradición de los oprimidos nos enseña entretanto que el ‘estado de emergencia’ en que vivimos es la regla. Debemos llegar a un concepto de historia que resulte coherente con ello. Se nos planteará entonces como tarea la creación del verdadero estado de emergencia y esto mejorará nuestra posición en la lucha contra el fascismo”.

Hay un optimismo al que no debemos renunciar, hay una utopía de la cual aferrarnos, que quizá sea la última, como dijo Samuel Moyn, y que quizá nos pueda hacer resurgir de las pavesas de la historia: nuevas generaciones de mujeres y hombres dispuestos a trascender la homogeneidad y vacuidad que estamos viviendo.

(1). Estado Mundial de la Infancia 2016: https://www.unicef.org/spanish/sowc2016