Ahora que todo parece indicar que la designación del próximo ministro de la Suprema Corte de Justicia (SCJ) se hará siguiendo el criterio de la antigüedad en el cargo de los tribunales de Apelaciones, es bueno repasar algunos de los argumentos que pusieron en juego durante los últimos días actores políticos y la sociedad civil, a propósito del procedimiento y las valoraciones de la propuesta del gobierno.
De una parte, un conjunto de opiniones de diversas organizaciones han puesto de manifiesto que la elección de quien ocupe la silla vacante se ha hecho siempre en el marco de una total opacidad, contrastando así con las bondades de aquellos sistemas en los que se hace un debate público acerca de las concepciones jurídicas (e inevitablemente ideológicas) que tienen los candidatos, que son sometidos a interrogatorios en instancias parlamentarias. Hay también sistemas en que los “candidatos” (nunca mejor llamados) deben reclutar voluntades, firmas o votos a efectos de contar con niveles de apoyo que legitimen su postulación.
El absolutamente compartible reclamo de transparencia en los procedimientos de designación de quienes se sitúan en la cúspide de uno de los poderes del Estado de Derecho no debe soslayar las particularidades del caso, que hace que las cosas no sean tan sencillas de discernir. Lo que puede ser bueno para elegir gobernantes puede no serlo tanto para designar jueces, y, en lo fundamental, deben salvaguardarse ciertas garantías para quienes deberán desempeñar su cargo con imparcialidad y sin compromisos con grupo de interés alguno.
Por otra parte, no debería confundirse la opacidad del actual sistema con la debida reserva, ya que la saludable transparencia puede mutar, en manos irresponsables y demagógicas, en afectaciones graves a la trayectoria y la significación que pueden ostentar los jueces que legítimamente aspiren a cumplir su compromiso con la justicia en las máximas responsabilidades institucionales.
Algo de esto ha ocurrido en el reciente debate, que exhibió el nombre de la doctora Rosina Rossi como indicación del partido de gobierno, que tenía la prioridad para proponer y que, luego de una inicial aquiescencia del resto de los partidos, fue llamativamente rechazada por el Partido Nacional bajo la infundada razón, expuesta por alguno de sus voceros, de “debilidades en su currículum”, de estar en el lugar 14 en la lista de méritos del Poder Judicial (a lo que cabe aclarar, por nuestra parte, que es una lista calificada por la antigüedad, no por el mérito, como erróneamente se dice) o de ser demasiado militante (¿de quien?; ¿de qué partido, sector o secta? Los dirigentes blancos nunca lo aclararon).
Rossi es docente de Derecho del Trabajo y la Seguridad Social de la Universidad de la República y del Centro de Estudios Judiciales del Uruguay (Escuela Judicial), y por muchos años ha sido miembro de su dirección en representación de la Facultad de Derecho. En su actividad judicial, integra el Tribunal de Apelaciones del Trabajo de 1 er turno, donde se ha destacado nítidamente por sus posiciones apegadas a los enfoques centrados en los derechos humanos en su dimensión social, mediante la aplicación directa de los instrumentos internacionales en esa materia, y por concebir al derecho del trabajo en su sentido humanista y protector, siguiendo así la mejor doctrina uruguaya, que ha sido reconocida internacionalmente. La propia SCJ designó, en su momento, a Rossi para integrar la comisión de redacción de la reforma procesal laboral, una medida que, sin mengua de las garantías, disminuyó considerablemente los plazos de duración de los procesos laborales de 17 meses en primera instancia (año 2004, con 4.609 asuntos) a seis meses en promedio (2014, con 6.715 asuntos), según datos de la página web del organismo.
En lo fundamental, la impugnación de la magistrada deja a la SCJ, una vez más, sin integrantes que provengan de la vertiente del derecho social (del trabajo, en este caso), en un organismo consuetudinariamente hegemonizado por concepciones privatistas y civilistas, muchas veces a contrapelo de la evolución del “tiempo de derechos” que pretende instalarse.
La publicidad de los argumentos vertidos en el debate sobre la designación de los jueces no asegura de ningún modo la transparencia de las razones últimas de los actores (que pueden ser inconfesables), y nos pone frente al riesgo (no digo que sea el caso) del inolvidable relato de Mark Twain, cuando en Decadencia del arte de mentir reclamaba, al menos, cierta elegancia a la hora de no decir la verdad.
Sobre el autor
Barretto es profesor titular de Derecho del Trabajo y la Seguridad Social de la Facultad de Derecho de la Universidad de la República.