Durante la década de 1970, Enrico Berlinguer, secretario general del Partido Comunista Italiano (PCI), uno de los líderes y estadistas de mayor estatura intelectual, moral y política del siglo XX, planteó la idea y estrategia del “Compromiso Histórico”. Entre 1975 y 1976 el PCI alcanzó 35% de los votos, empatado con la poderosa Democracia Cristiana (DC); además, se convirtió en portaestandarte de la crítica al modelo soviético autoritario del Estado Partido y también en el mayor partido comunista del mundo, con la bandera de una vía democrática al socialismo que retomaba las experiencias rebeldes del “socialismo con rostro humano” de Alexander Dubcek en Checoslovaquia y “la vía chilena al socialismo” de Salvador Allende en Chile, ambos aplastados por decisiones de los duros de Moscú y Richard Nixon en Washington.

Berlinguer era consciente de que, al igual que sus predecesores checos y chilenos, desafiaba las doctrinas Brézhnev y Kissinger-Monroe, que afirmaban el control soviético y estadounidense, en Europa Oriental y América Latina, respectivamente, como áreas exclusivas de influencia imperial.

Sobre bases institucionales, de diálogo cultural profundo y participación ciudadana, el “Compromiso Histórico” debía articular, por un lado, a la Italia laica de las fuerzas del trabajo y a las capas medias innovadoras que expresaba parcialmente el PCI; y, por otro, al mundo católico interclasista que permeaba la cultura nacional italiana e incluía impulsos éticos genuinos por la justicia social y el desarrollo sostenible, representado por la DC. La estrategia de Berlinguer -que era transgresora para todos los actores convocados, en tanto suponía autocuestionarse y abrirse a los aportes de otros desde el respeto de sus identidades- estaba centrada en los acuerdos sobre contenidos estratégicos de corto, medio y largo plazo. En el para qué y no sólo en los medios de la política.

Al mismo tiempo, era una estrategia responsable con la democracia y la justicia social, porque invitaba a compartir costos y beneficios detrás de un proyecto nacional de amplia base, neutralizando los graves riesgos de Italia en la geopolítica y el peligro de una derecha reaccionaria que conspiraba en la Organización del Tratado del Atlántico Norte con servicios de inteligencia y neofascistas para situar la prioridad en la gran agenda de un desarrollo humano innovador, cohesión territorial entre el norte avanzado y el sur atrasado, y renovación de instituciones republicanas con más estado de bienestar social. El sueño fue destruido por el asesinato del líder demócrata cristiano Aldo Moro, socio estratégico de la DC en la gran empresa visionaria de Berlinguer, por una ultraizquierda que hoy sabemos que fue manipulada por la CIA, el grupo Gladio o la logia ultraderechista Propaganda Due.

Pero más allá de su circunstancia intransferible, la propuesta de Berlinguer es inspiradora en tiempos de incertidumbre y avance de las derechas nacionalistas y/o neoliberales a escala global y regional, nuevas amenazas externas e internas para los países del sur y para la democracia, en el momento en que se agota el orden global de Bretton Woods -tanto en su versión keynesiana del fin de la Segunda Guerra Mundial como en su versión neoliberal, que cayó en 2008-, y exige una refundación global que apuesta fuerte a la democracia.

La inspiración de Berlinguer supone centrar la mirada y las estrategias en la visión de futuro para desde allí crear una gobernabilidad innovadora del presente, tal como el propio Frente Amplio (FA) supo organizar su crecimiento con amplitud. Sigue siendo inspiradora por su énfasis en el para qué, recuperando la audacia y el empuje, en tiempos de desencanto ciudadano con el FA y las oposiciones. No es la pérdida del voto 50. Lo trascendente es el rumbo que transitaremos durante los próximos tres años y el porvenir tras 2019, porque el entorno nacional, económico, global y regional cambió radicalmente en relación con lo que ocurría en 2015.

En el caso del FA, el desencanto tiene doble faz: una, asociada al costo de los impuestos sobre capas medias altas y altas; otra, vinculada con la falta de innovación y experimentación que se observa en varias áreas de política pública, desde la cultura y las industrias creativas hasta la educación.

A veces, quedarse quieto puede ser más letal que moverse. Lo recordó con acierto, recientemente, el ex presidente chileno Ricardo Lagos -evocando a Felipe González- al hablar del cansancio de viejas figuras y políticas: “La gente se cansó de ver a los mismos gobernantes y políticos con los mismos temas en los noticiarios”.

Una historia de inclusión y pluralismo

Los tres líderes históricos del FA, Tabaré Vázquez, José Mujica y Danilo Astori, con estilos y propuestas distintas supieron crear políticas de inclusión en las que el otro no era un enemigo. La historia de las alianzas del FA muestra, desde su propia constitución, hitos y grandes procesos-experiencias que sugieren caminos y lecciones de futuro.

El primero es su fundación, entre 1970 y 1971. En esa etapa hubo una participación muy dinámica del Movimiento 26 de Marzo en la formidable organización de las bases del FA, y también simpatías de parte del Movimiento de Liberación Nacional-Tupamaros (MLN-T) como organización armada. Sin embargo, la diferencia central entre el FA que presidía Liber Seregni y el MLN-T estaba centrada en una cuestión de método: ¿vía democrática electoral con Parlamento, participación social y lucha de masas combinadas, o lucha armada y foco urbano? El problema del método se situó en el centro de las diferencias. Y la vivencia.

Yo tenía 12 y 13 años cuando viví el deslumbramiento de comités de base, asambleas liceales y marchas callejeras, con la década de 1960 -con su música y su arte, su revolución de costumbres y su épica- como si ya balbucearan los primeros pasos en el terreno de la utopía. Hubo líderes tupamaros que no lo vivieron, simplemente porque ya estaban presos. Y las experiencias también producen identidades.

El segundo hito fue la idea del Frente Grande, que plantearon Raúl Sendic y líderes históricos del MLN-T en el estadio Luis Franzini en 1988, mientras el FA vivía una fractura real que terminó con la salida de Hugo Batalla y el Partido Demócrata Cristiano.

El tercero fue la formación del Encuentro Progresista (EP), con la democracia cristiana, sectores de la vieja 99 y del Partido Nacional; este proceso se extendió desde 1990, cuando Tabaré Vázquez fue electo primer izquierdista intendente de Montevideo, a 1994, cuando fue candidato presidencial por primera vez y logró un salto de casi diez puntos para el FA. Fue una época compleja en la que se produjo el fin del campo comunista y la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, la ofensiva global de reformas neoliberales y la implosión del Partido Comunista del Uruguay, hasta entonces el sector hegemónico del FA. Hubo una polarización entre un nuevo eje aglutinador, conducido por Danilo Astori, centrado en la identidad frenteamplista, y la apertura de Tabaré Vázquez hacia fuerzas extrafrentistas. Pero nuevamente el método fue importante.

El FA vivía una crisis también entonces, pero ambientó un proceso de diálogo técnico-político durante tres años, durante los cuales cerca de 400 técnicos de diversas simpatías partidarias, del centro a la izquierda, elaboraron insumos de políticas públicas sobre una agenda amplia y compleja dentro del llamado Proyecto propuesta, que congregó a centros de estudios y acción social y a personalidades con pluralismo y amplitud. El para qué seguía siendo lo fundamental.

Como en la vida

Así nació el EP. Algunos actores participaron en su formación y otros tomaron rumbos distintos, pero hubo un diálogo productivo y fructífero que sustentó, con una base técnico-política seria, las iniciativas de diálogo de Vázquez con intendentes blancos o dirigentes de distintos sectores partidarios y sociales. Nunca se trató de una agregación uniforme de sapos y culebras por el poder, sino de una metodología que buscaba construir el para qué de la confluencia. Hay un legado de cultura política que se observa en Vázquez, Mujica y Astori: mientras que otros discursos, fuera y dentro de Uruguay, crean fronteras rígidas entre un “nosotros” y un “ellos” antagónicos, nuestros líderes -como antes lo había hecho Seregni- convocan a unirse en torno a valores o políticas, sin negar el pluralismo democrático. Estos antecedentes sirven para analizar si somos fieles a la mejor o a la peor versión de nosotros mismos.

Razones para un nuevo “compromiso histórico” en Uruguay

Hoy una pregunta fundamental en las culturas de izquierda, de la sociedad civil o del Estado, es si en esta coyuntura larga de cambio civilizatorio y en un mundo cargado de incertidumbres y amenazas contra la libertad y la protección del ambiente no resulta necesario para el país un nuevo “compromiso histórico” que incluya pero trascienda al FA.

Esa pregunta exige responder su para qué; seguir, por ejemplo, la inspiración profunda y generosa de Berlinguer y nuestro mejor pasado desde la fundación del FA o de otros grandes empeños de los partidos históricos, en vez de elaborar alquimias puramente electoralistas hacia afuera o encerrarnos para demostrar quién es más fuerte negociando dentro del FA, pagando el precio de la mediocridad de lo conocido. Sólo caminos de cúpula vacían la acción pública de sentido. Es necesario un “compromiso histórico” del FA con amplios sectores de centro y democráticos sociales de ambos partidos históricos y del Partido Independiente, de la izquierda no partidaria, de los movimientos sociales e instituciones plurales de la sociedad civil sobre la base de acuerdos de corto, medio y largo plazo. Ese compromiso exige una construcción cultural distinta y un espacio de diálogo nuevo, pero no puede eludir ni la opción de ampliar la base del gobierno actual en su integración, ni la configuración de una futura mayoría de progreso tras las elecciones de 2019.

La primera razón es que, para avanzar con una perspectiva de socialismo democrático, buscando y acordando medios concretos de democratización de activos de propiedad y capital muy concentrados, también en Uruguay, así como desarrollar la economía colaborativa desmercantilizada asociada a las tecnologías de la información y las redes -y hacerlo sin dejar de estimular inversión y dinamismo del mercado- se debe unir mucho más que 50% de votos y de las bancas, es preciso construir un amplio consenso social, partidario y cultural de cambio de Uruguay hacia una nueva sociedad colaborativa e innovadora, con todas y todos dentro del barco.

La segunda razón para un nuevo “compromiso histórico” es que cuando los nervios y debilidades (pero también oportunidades) de la globalización quedan expuestos, como en la actualidad, un pequeño país como Uruguay debe fortalecer todas sus capacidades internas. Se cumplen 100 años de nuestra primera Constitución democrática, y su lección es que fortalecer la nación implica el máximo esfuerzo de un diálogo cultural profundo para respetar y aprehender todas sus identidades plurales, sin los afanes fundacionales de nadie.

La tercera razón supone asumir una programación pública flexible, combinada con mercado y economía colaborativa, y, en vez de promociones indiscriminadas, acordar la selección de las cadenas de valor estratégicas para el futuro (desde la bioeconomía hasta las tecnologías de la información, pasando por la producción de alimentos y las industrias científicas, culturales y deportivas), apoyando su desarrollo con todos los instrumentos disponibles desde las agencias de desarrollo científico-técnico hasta la formación profesional y los créditos blandos. Por tanto, también se necesita acordar una estrategia de inserción internacional que combine el interés nacional de Uruguay como país pequeño condenado al libre comercio por escala, la expansión de su capacidad tecnológica de producción y la diversificación de mercados, sin abandonar el Mercosur como espacio regional. Es cierto que no cumple siquiera con las condiciones de un espacio comercial -mucho menos con las de una unión aduanera- y mal puede ambientar la formación de cadenas regionales de valor. Pero, hagan lo que hagan las grandes potencias en materia de proteccionismo, la historia demuestra que los países pequeños que alcanzaron altos niveles de desarrollo humano supieron combinar región e inserción global con inteligencia. Las políticas endógenas siempre fueron las decisivas.

La cuarta razón es la necesidad, una vez más, de acordar el diseño y la implementación de políticas sostenibles con sentido progresista en el sector educativo. Hay avances en edades iniciales y educación superior o tecnológica, pero el mandato de José Pedro Varela es armar la base de un país nuevo para la democracia y el desarrollo. Eso es opuesto a la defensa de un statu quo que ha confirmado una y otra vez el estancamiento de sus resultados, tanto en el fracaso de universalización del egreso en la enseñanza media como en la calidad y, más aun, el miedo al rediseño del currículum y de la institución educativa. Vivimos un cambio de paradigma tecnológico y económico que habilita dos caminos: una restauración conservadora y nacionalista del pasado, con sello fascista o más liberal, o una redistribución democrática del poder.

Exige una nueva educación, porque avanza imparable la revolución de la robótica, las energías renovables y la biomasa, la logística y las innovaciones, y se forma la economía colaborativa mientras el cambio técnico elimina viejos trabajos y sólo se crean algunos nuevos. Hay que proteger a las personas con su identidad, no a los trabajos. Y ello implica redefinir todas las políticas sociales junto a la educación, la formación laboral, los cuidados de niños y adultos para liberar el potencial de las mujeres y asegurar una protección social eficaz de las personas, más allá del empleo formal.