Enseguida nos dimos cuenta de que esa era una extraña forma de suicidio. Él no tenía la valentía suficiente para pegarse un tiro o colgarse del techo, así que había cometido esa locura. Me enterneció profundamente entender que eso era un acto de amor, uno muy particular, alejado de lo que yo entendía como amor, pero lleno de significado. Me asusté mucho al final porque los hombres nos asustamos ante la muerte, pero acepté su decisión.

Reinaldo conoció a Hervé en un café y por casualidad. Una amiga había conducido hasta allí al francés que estaba de paso por la ciudad, tan solo unos días por asuntos de trabajo. Yo estaba con Reinaldo, así que también lo conocí esa noche, pero desde el principio quedó claro que la conexión era entre ellos dos. Hervé era increíblemente apuesto. Aún lo recuerdo paseando por la calle con su tapado gris y sus bucles dorados al viento, con esa mirada verde e interrogadora, como si todo el tiempo estuviera descubriendo cosas nuevas. Un querubín adulto. Hervé era lindo y parisino: no le faltaba más. Sabía cómo imponer su belleza y su presencia en cualquier lugar al que llegaba, esa aristocracia soberbia que tienen los franceses, que los hace tan elegantes y detestables a la vez.

También recuerdo la forma en la que Reinaldo lo miraba cuando caminaban por la calle, entre enamorado y admirado, que probablemente sea lo mismo. Por supuesto que Hervé cambió sus planes y se quedó a vivir con nosotros. Nos apretujamos en un desván del centro lleno de libros y plantas. A los tres nos gustaba mucho el arte y la filosofía y nos pasábamos horas discutiendo sobre asuntos tan abstractos como incoherentes que, sin embargo, nos hacían felices. A eso se sumaba la diversidad de orígenes que volvía las conversaciones de un francés, un cubano y un uruguayo mucho más picantes.

Por su parte, Hervé también se mostraba muy interesado en Reinaldo. Le tomaba fotografías constantemente (Hervé tenía una hermosa cámara réflex traída de París que a nosotros nos parecía un lujo de burgueses), donde se lo veía riendo con la boca abierta y la cabeza inclinada hacia atrás o haciendo muecas divertidas, posando como un modelo de Vogue o seduciéndolo a través del lente.

Cuando le descubrieron la enfermedad no quiso contárselo enseguida a Reinaldo. Es entendible. En esa época era mucho más difícil que ahora hablar del tema y eso significaba enfrentar la muerte, que llegaría inevitable y dolorosa. Por fin lo hizo y los más allegados también lo supimos de su boca. A Reinaldo pareció no importarle. Fue como si la noticia fuera un hecho más, una cuestión banal, algo típico de la cotidianidad. Yo, en cambio, me angustié muchísimo. Por eso me costó tanto entender lo que hizo Reinaldo y no lo comprendí sino hasta poco antes de su muerte.

Yo también la tengo, me dijo el día siguiente que enterramos a Hervé. Creí haber escuchado mal así que repregunté varias veces. Qué cosa, qué tenés, no entiendo. Él me miró como divertido y decepcionado. La enfermedad, me dijo.

Entonces supe que aquel martirio no terminaba allí, con el cadáver de Hervé en la tumba ya cerrada, sino que continuaría varios meses más y que yo tendría que sacar fuerzas de los rincones más recónditos para no caer en la desidia y el abandono, en la incomprensión frívola del despechado. Fui pensando cada día que pasaba que la vida era tan artificiosa como una máquina o como una película, que un día podía resultar maravillosa y al día siguiente dañarse y volverse monstruosa, desdichada y cruel. En esos meses que estuve junto a Reinaldo entendí que el sufrimiento nos sobrepasa, que existe por encima de nosotros, como el amor o como la felicidad, y que de tanto en tanto cabecea para que bajemos a lo peor de nosotros mismos y nos enfrentemos a ese rostro pútrido que yace bajo la máscara de la alegría.

Lo vi debilitarse, día a día, dejar de ser aquel caribeño hermoso de pelo enrulado y convertirse en una calavera pálida de ojos grandes. Me pasaba las tardes de invierno junto a su cama, leyéndole libros de Lezama Lima que ninguno de los dos entendía pero que sonaban a rumba. Fui viendo cómo la muerte le atravesaba las venas y lo iba carcomiendo de adentro hacia afuera.

Un día me contó que la había visto. Anoche estuvo aquí, me dijo, a los pies de mi cama. ¡Es feísima! Pero es tan seductora que me hizo recordar a las mujeres de mi tierra. Cómo es, le pregunté entre lágrimas, describímela. Parece un trava, me dijo, y nos reímos sin ganas. Tiene un vestido larguísimo y un sombrero en la cabeza como los que usaba Carmen Miranda. Qué te dijo, pregunté. Nada, dijo Reinaldo, no me dijo nada, sólo se quedó mirándome en ese rincón, durante horas.

El día antes de morirse me preguntó por Hervé. No supe qué contestarle. Pensé que las drogas lo estaban haciendo alucinar y tardé días en entender por qué me preguntaba eso, por qué quería saber cómo y dónde estaba el francés. Puse un disco de Chavela para distraerlo y él me sonrió para demostrarme que aún reconocía su voz. Cuando no pude más, largué el llanto sobre su pecho, me tapé la cara avergonzado y lloré amargamente como un niño. Quise decirle muchas cosas pero sólo surgió una: por qué, por qué mierda lo hiciste. Reinaldo me miró con toda la ternura que le quedaba en los ojos y me contestó bajito para que lo entendiera de a poco: porque yo quería todo de él, incluso esto.

Lema Mosca.