Una joven quiso interrumpir su embarazo en enero de este año. Pero el chico con el que salía pidió por su derecho a “ser padre” ante la jueza Pura Concepción. Un Tribunal de Apelaciones en Montevideo desestimó el recurso de amparo. Aunque no ha sido notificada de nada, se enteró por la prensa que el hombre la denunció nuevamente en una comisaria y el caso volvió a un juzgado de Mercedes. Dos meses después que el caso tomara estado público, Noemí revela su nombre y abre las puertas de su historia para que ninguna mujer sufra lo que ella.
Noemí cumplió 25 años en marzo. En febrero, cuando todavía tenía 24, quiso interrumpir un embarazo no planificado. Las dudas y los miedos la cercaban, a pesar de las garantías de la Ley de Interrupción Voluntaria del Embarazo.
Pero de la ansiedad pasó a la ira: un abogado, un tipo con el que había tenido algunas aventuras y una jueza mercedaria la quisieron obligar a tener un feto que luego expulsó, tras cinco días de sangrado y estrés. Al embrión de la discordia, que saltó de Soriano a todo el mundo, lo guardó en la heladera durante dos días, junto a las milanesas y las hamburguesas para su hijo, esperando la anatomía patológica que confirmara que ella no lo abortó voluntariamente, que no llegó.
Un Tribunal de Apelaciones de Montevideo desestimó con durísimos argumentos el fallo de la jueza, Pura Concepción Book, que quería obligarla a ser madre por segunda vez. Pero “el padre del feto” le hizo otra denuncia penal. A dos meses del aborto espontáneo, es muy probable que Noemí deba volver al juzgado. Su mutualista ya presentó los mismos papeles que certifican que la joven abortó espontáneamente. Y aunque considera poco probable que vaya a terminar en la cárcel, esta causa todavía no se cerró. Y la anterior, en algún sentido, tampoco: en su fuero íntimo persiste el miedo al “qué dirán” de pueblo chico, en medio de miradas que se dirigen a ella y también a su familia.
El 23 de enero de 2017, la ecografía confirmó lo que no quería escuchar. Estaba embarazada. El 14 de febrero, mientras cocinaba, Noemí escuchó un toc toc en la puerta. Un alguacil del Juzgado Letrado de 1° Turno de Mercedes la intimó a presentarse con abogado al siguiente mediodía. No entendía por qué hasta que vio el nombre de Mariano -el de las aventuras, el apuesto personal trainer- que presentó un recurso de amparo contra el aborto, que hasta unos días atrás parecía ser el único objetivo que tenían en común (el 11 de enero, él le decía por whatsapp: “Por favor decimecuando tenemos q hacerlo… Y t acompaño”, “Yo te dije q estoy… Es tu cuerpo”, “Yo te voy a acompañar”).
Cuando llegó el cedulón, Noemí llevaba 15 días trabajando sin parar en la mutualista local, a la que ingresó en 2012, por un sueldo de 8.000 pesos mensuales. Aquel 14 de febrero tenía 12.000 pesos; 11.000 se los dio al abogado, y se quedó con 1.000 para el resto del mes. Ella cobra 17.000 y con eso se las arregla para alimentar al hijo que tuvo a los 19 años. Y lo hace sola: el padre dejó de trabajar y ya no tiene la obligación de pasar los 3.600 pesos (una Base de Prestaciones Contributivas, BPC) mensuales que venía aportando durante los últimos cuatro años.
El 23 de febrero, Noemí iba a librar. Era la fecha que había coordinado con el ginecólogo de otro pueblo, porque en Mercedes son todos objetores de conciencia. Los resultados de los análisis de su útero no eran buenos: “Los estudios me habían salido mal, el PAP salió mal, la colposcopía salió mal, la biopsia salió mal, los análisis, cuando comenzaron el sangrado y los dolores antes del aborto, me habían salido todos mal”. Ella es una mujer flaca, menuda; empezó a tomar anticonceptivos a los 13 años y nunca paró.
Entre octubre y noviembre habló con Mariano, el de las aventuras. “Me cambiaron la pastilla, me volvió a caer mal y me la cambiaron de vuelta. Le dije que se cuidara él porque no quería embarazo, ni nada”. Se lo pedía por razones laborales, económicas y también por antecedentes biológicos: su hijo de cinco años nació con una parte de su vejiga e intestinos fuera del cuerpo; por esa razón, estuvo internado un mes y medio en Montevideo. 20 horas después del parto, Noemí se perdía entre las calles y los ómnibus de Montevideo, con 600 pesos en el bolsillo. Se acostumbró a dormir en una sala de espera y a aguantar el hambre. Después volvió a Mercedes, pero un mes después, otra sintomatología complicadísima brotó en el niño. Con 200 o 300 pesos en el bolsillo, volvió a la capital.
Estuvo cuatro meses viendo cómo el bebé intentaba digerir primero un mililitro de su leche ordeñada y después otro, y así hasta que pudo volver. El padre del niño no quería que trabajara. Pero ella consiguió trabajo y se separó. Desde entonces no ha parado: “No tengo tiempo ni para el cuidado mío, el ritmo de la vida que llevo es a full. Trabajando de 18.00 a 0.00, haciendo guardia de 0.00 a 6.00 todos los días de lunes a viernes y 24 horas sábado, domingo y feriados”.
Noemí duerme poco, porque cualquier día normal el niño entra a las 8.00 a la escuela y ella sale del sanatorio apenas un par de horas antes. Aquel 14 de febrero de la notificación judicial tampoco había dormido porque su hijo estaba de vacaciones.
“Me llegó el cedulón al mediodía. Tenía que terminar de cocinar para que el nene coma. Limpiar mi cuarto, el cuarto de él, el living, dejar todo pronto porque entraba a las seis de la tarde a trabajar. Darme una ducha, darle una ducha a él, dejar la leche, el yogur, dejar organizada la cena, porque salgo a las doce de la noche. Tenía que organizar la vida diaria de una mujer normal con un hijo y salir en modo ama de casa y madre total. Además, tenía que conseguir un abogado. Pero… ¿Cuándo? ¿Cómo? ¿De dónde saco un abogado? ¿Cuál? ¿Con qué? ¿Qué pasa si no tenés la plata para pagar un abogado? ¿Qué hacés?”.
Noemí leía las tres hojas adjuntas a la citación mientras cocinaba. El defensor de Mariano, con técnica grandilocuencia, ponía en un sagrado pedestal jurídico/moral el derecho del “padre”; que “está dispuesto plenamente a hacerse cargo”, que el “accionante intentó de todas las formas posibles hacer reflexionar a la demandada”; que el “padre de la criatura […] propende […] a la protección del BIEN JURÍDICO SUPREMO QUE NO PUEDE SOSLAYAR NORMA ALGUNA DE CREACIÓN HUMANA: LA VIDA” (negritas, mayúsculas y subrayado en el texto original). Y que como esa protección es “resorte del Derecho Natural, y por ende está fuera de la voluntad de los hombres”, que el doctor Martín Risso, que el honorable Jiménez de Aréchaga, que el hábeas corpus y varios artículos del Código Penal y que la Constitución en sus artículos 7, 26, 72 y 332, la inconstitucionalidad de la Ley 18.987 y la vida, la vida, la vida…
Ella leía y buscaba leyes en internet. Una de las cosas que buscó fue el valor de la BPC. Encontró un titular que decía que aumentaría, pero no encontró el valor real.
Mientras trataba de mantener la calma para que el pequeño almorzara, subrayó algo sobre la protección a la vida, la muletilla de las tres hojas doble faz engrampadas a la citación. Al margen derecho de la hoja anotó: “¿La vida de quién?”. Se hacía todas las preguntas posibles. “Leía y pensaba: la vida es importante según un profesor importante. ¿La vida de quién será? ¿La mía no? Nadie me mandó un texto diciendo que mi vida, mi cabeza, mi hijo o mis prioridades son importantes, que tenía derecho a decidir mi vida como se me antoje. No estamos en dictadura. ¿Tengo que ser una incubadora? ¿Me van a obligar al reposo? ¿Me vas a obligar atada a una silla? ¿Me vas a hacer todos los estudios?”, todavía se pregunta.
“'Mi amor, andá por ahí, tratá de… Hacé algo… Porque tengo que terminar de leer este papel de mierda, te juro que te cambia la vida a vos también. Tengo que sacar de tu comida para comprar pañales'. Tenía un pensamiento así. Soy madre y conozco lo que pretende la ley uruguaya de un padre responsable: 3.500 pesos”.
O sea leche, agua, fideos, pan y electricidad de un mes para dos personas. Ni ropa, ni transporte, ni útiles escolares ni lujos como pañales, manteca o salsa de tomate que los delicados intestinos del niño no tolerarían.
“A las cinco tenía que entrar. En menos de una hora debía darme una ducha para ir relativamente presentable al trabajo, marcar, tomar la guardia, prestarle atención a mi compañera: mirá que esto es importante, que este paciente esto, que aquello y lo otro. ¿Me habré olvidado de comprar la leche del nene porque estoy pelotudeando con esta mierda? En simultáneo veía la forma de arreglar con el abogado. ¿Cuándo me iba a encontrar con él, si tengo que trabajar? Lo hicimos por whatsapp. Pero el teléfono está prohibido en el trabajo. Y ta. Que me suspendan, si no trabajo me muero de hambre y tampoco hay bebé. Le escribí a un abogado que conocía, le dije: 'Me llegó esto, es para mañana, cuánto sale'. El mes es largo cuando no tenés plata para comer”. Juntó el dinero de la luz, la comida, el agua, los créditos y el cable para que el hijo mire dibujitos.
Cuando alguien le daba ánimo por el proceso, ella pedía ayuda para vender la heladera. “No le dije al abogado que me quedaba sin un peso para comer todo el mes. […] Anímicamente me paro y me la banco de pecho. Pero por qué. ¿Quién le da derecho a otra persona para que decida sobre vos? ¿Por qué hay que pasar todo eso? ¿Por qué la tenés que aguantar? La respuesta no es lógica, es un capricho personal sostenido por un 'poder', una voluntad política buscando sacar un rédito, llámese abogado [Federico Arregui] que da a conocer el caso mediante una página web: con un protagonismo maravilloso y sensacional. ¿Y yo, qué? Agachá la cabeza, seguí laburando y pensá cómo comés mañana. Porque si te obligan, te obligan. Y si no te obligan, capaz que te morís de hambre”.
Nada personal
Noemí tampoco durmió entre el 14 y 15 de marzo. Fue lo mejor que pudo al juzgado. Aquel día comprendió el significado de moverse por inercia. Sentía dolores en la parte baja del vientre, pero no había comenzado el sangrado. La jueza dispuso la hora de audiencia a las doce del mediodía. Estuvieron esperando dos horas hasta que salió de su despacho para decir que el abogado demandante no había sido notificado. Así que los miedos, las dudas y las mil preguntas sin respuesta se repitieron en su cabeza durante otras 24 horas. Lo que Noemí no sabía era que el día de la audiencia suspendida la jueza había designado a una defensora para el feto y que los honorarios los había fijado unilateralmente en 15 Unidades Reajustables, unos 500 dólares, que deberían pagar entre el padre “de la criatura” y ella.
La joven abogada le dijo: “Me llamaron para que defendiera al feto, pero no es nada personal”. Noemí pensaba cómo hacían para defender el derecho de alguien que no había nacido. No tenía rabia contra ella, tenía rabia con todo el circo. “No es nada personal”, le retumbó en la cabeza. “Todos dirigen mi vida, pero no es nada personal”, concluyó.
La abogada le preguntaba sus razones y un vendaval de argumentos cruzaba su mente.
Rumiaba, relinchaba por dentro, pero mantenía la calma todo lo que podía de su cara para afuera. “Estoy acá porque me encanta abortar, es hermoso pasar como el orto. Es tal cual una tortura”, pensó.
Entonces comenzó el capítulo de exponer su vida ante la jueza, la abogada de la “criatura”, los abogados defensores, el demandante y los vecinos. Y luego ante los medios. En pleno revuelo, se encontró en el almacén con un periodista que preguntaba por ella. Llamaban de todos lados. Del fallo judicial que la obligaba a incubar el embrión se enteró por amigas que habían leído los diarios. A su abuela le subió la presión. A ella, la calentura. “Te exponen, les dan derecho a todos a hablar de mí, sin tener idea de mi condición, lo que significa para mi familia o la importancia que esto tiene en mi vida. […] El daño no se repara, nadie aparece pidiéndote perdón. Es incalculable. De Mercedes se fue para todo el país y para afuera. Quedás al nivel de los que matan, los que violan. Volvemos a la estigmatización”. Es el único momento de la entrevista en el que se banca los ojos rojos de rabia; está lejos de llorar, recibió un golpe fuerte que no frena la verborragia ni la ecuanimidad para contar su historia.
Noemí no quiso que tomáramos fotos. Lo importante es que las arbitrariedades contra las mujeres frenen, dice. Por eso se volvió a exponer para esta nota. “Como me pasó a mí le puede pasar a otra, porque queda un antecedente y hay que estar para bancarlo”.
No hace pausas para hablar. Pero a veces baja la mirada. “No era dueña de transitar mi dolor tranquila, pensaba que si pasa algo me metían presa porque la jueza es letrada”.
Noemí tomaba mate en la rambla cuando el dolor y el sangrado fueron insoportables. “No sé cómo llegué a casa. En el baño tenía a mano un par de guantes, un frasco esterilizado y una tijera para abrir el plástico del frasco. Lo expulsé y abrí el frasco. Es todo… muy estresante, pero también es deprimente que no tengas derecho a transitar tu dolor de forma tranquila, normal, natural”.
Cerró el frasco y lo puso en la heladera, al lado de las milanesas y las hamburguesas para su hijo. Hasta que, dos días después, consiguió hora para que en Anatomía Patológica hicieran los análisis que probaran que lo perdió de forma natural.
Qué soledad. Si parece que las leyes valen según donde estés y quién seas. Que la justicia es ciega y algunos de sus efectores creen más en las sagradas escrituras talladas en piedra 2.000 años atrás que en las leyes que se votaron hace cinco años.