Los grandes medios estiman que 50 países se unieron al paro de mujeres del 8 de marzo de 2017. Hay que insistir hasta encontrar en los listados y galerías del día señalado un instante fuera de lo mainstream, fuera del circuito. Enfoque de lupa. Pongámonos las gafas de leer por un momento para mirar el mapa.
Microfeminismo, inconsciente, insuficiente y real. Está ahí.
Hablar de feminismo requiere en todas sus formas un corte transversal hacia dentro y hacia afuera. Si bien se repiten los patrones de lo mediático y extravagante, es injusto (y eso ya es redundante) no pensar en las acciones ejecutadas o ideadas en la medida de las posibilidades de cada uno.
Más allá de las portadas y debates eternos, el microfeminismo es un motor de cambio muchas veces desconocido. Inadvertido. Como moléculas del día a día, mujeres y hombres actúan en sintonía. Insuficiente, pero de valor incalculable.
No es complicado llegar a esas escenas. Y no, señoras, no lo demos por hecho. Madres que hacen lo imposible dentro y fuera del hogar. Microcréditos para emprendedoras. Mujeres migrantes que encabezan la partida. Alumnas que esquivan balas para ir a la escuela.
Resentimiento frente a lo impuesto porque en la resignación no está la respuesta; pero, astutamente, se mide la hora de derrumbar ese ideario, para una misma, para las que van llegando.
Hay colectividades e identidades más mayoritarias que cualquier nación, religión o equipo de fútbol. Exactamente el 49,5% de 7.261 millones. Sin embargo, esta identidad es un bien tan preciado como delicado. Cuentan que se puede romper en mil pedacitos, y que reconstruirlo es tarea casi de elfos.
El 8 de marzo paró el mundo. Dicen. Tras un paro de mujeres piloto en Islandia en 1975 y el pasado año en Polonia. El mundo paró. Se estremeció.
Se estremeció igual que me estremezco yo cada vez que se agita la jaula de grillos que alborota mi mente: feminismo, machismo, feminazis, hembrismo, igualdad. Violencia, asesinatos, estadísticas, instituciones, presupuestos.
Un paso adelante y tres hacia atrás. Rusia descriminaliza la violencia machista. Maquillaje, tacones, frío, belleza, culto al cuerpo. Roles, piropos, identidad. Lo contrario, ruptura con lo establecido: radicales. Prostitución, legal o endémica. Aborto. Anticoncepción, responsabilidad, conciliación, juicios. Techo de cristal, credibilidad, lenguaje tendencioso. Topless no, burkini fuera. Ojalá mis grillos susurraran identidad.
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El patriarcado intrínseco en todo parece acentuar una brecha histórica en la identidad de las mujeres. Un quiebre que sigue perjudicando el interés común del colectivo y por tanto del total de habitantes del planeta (sí, sí, de los 7.261 millones del planeta). Surgen idearios, organizaciones y formas de actuación que, lejos de construir raíces, alejan aliadas.
Extravagancia es una palabra difícil para que cuaje como concepto. Sus tendencias también. Algunas mujeres se beben su propia menstruación, otras convocan bicicleteadas en tetas.
Dejando de un lado los fetiches del feminismo, la construcción de una identidad solidaria de género se encuentra en el limbo, tal cual.
Durante las multitudinarias marchas del 8 de marzo, cientos de miles de mujeres y hombres de países, continentes y religiones diferentes acudieron a una llamada. Bajo el paraguas de colectivos de esto y de lo otro, pero también bajo la iniciativa de personificarse en y por su causa, la causa de todas.
Muchas otras no acudieron. No podrían, no querrían, no las creerían. Capaz no estaría entre sus prioridades.
Muchas mujeres de hoy se encuentran en una posición de ambigüedad, entre sus propios recuerdos de la infancia en que las mismas mujeres de la familia eran y actuaban bajo las leyes del machismo más brutal (muchas no las han abandonado), y el acceso a la primera línea de militancia, pero sin querer estar.
Una llamada a gritos a la hegemonía de lo normal. No puedo evitar acordarme de la clase media en este momento, ensandwichada, cada vez más pan y menos chicha.
Ante la lupa del microfeminismo se vislumbra una preciosa red. Colchón para las que están por venir. Sin embargo, el rechazo de la identidad por nosotras mismas no es más que carnaza para las polillas. Y este colchón se ve muy cómodo.
El rechazo a esos valores obsoletos y el rechazo al feminismo ruidoso (o como cada uno y una quiera bautizarlo) parece que menea la lucha de lo cotidiano y transversal de las que tienen actitud. Sándwich de ahogo que nos propulsa a la nada. Consciente, preocupada, frustrada y en lucha, o no.
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Ayer de tarde me estremecí. Esa chica —más de 20 años no puede tener— lleva a su recién nacido en brazos envuelto en una manta, debe de haber recibido el alta ahora. Sale del Pereira. Espera en la parada. Sube al ómnibus. Sola. Bueno, ya no está sola, tiene un bebé.
Horas antes, una señora se quejaba del refugio de mujeres que tiene en el barrio. Porque y disculpame las formas, pero está lleno de prostitutas, sucias y sin estudios.
Me pregunto si alguna vez lo coyuntural encontrará cobijo en el pensamiento antes de decir algo en voz alta. Una llamada al sentido común que encaje una lucha justa y necesaria, abierta a todas y todos. Pero no nos olvidemos que es el menos común de los sentidos.
Esta jaula de grillos, en realidad, siempre ha sido una sombra, la arrastro en mis viajes, en mi país de origen y de destino.
Señoritas, señoras y señorazas, pongamos este sándwich al plato. Que el pan engorda.
Laura G Vilanova.