Unos 150 militantes “ultras” serían los que la Dirección General de Información e Inteligencia Policial (DGIIP) habría detectado en Uruguay, de creer en la información publicada el miércoles, con firma de Eduardo Barreneche, en El País. La nota no define con precisión su objeto, pero queda claro que la expresión “militantes ‘ultras’” se refiere a militantes anticapitalistas, ambientalistas, anarcos y otros inadaptados con poca vocación de ejercer el republicanismo y respetar los buenos modales democráticos. Más precisamente, los 150 “ultras” que circulan por la capital y sus alrededores están vinculados, dice la nota, a La Solidaria (con participación de “40 radicales de distintas edades”), a otra casa también ubicada en Montevideo alrededor de la que circulan “otros 40 militantes” (¿se repetirá algún nombre o serán facciones independientes y tal vez enemigas? El radical destruye la unidad, como todos sabemos), a un colectivo de “50 participantes” que ocupan terrenos en Neptunia norte y, finalmente, a una biblioteca del Cerro que congrega a unos escasos diez entusiastas que dan curso a su pasión ambientalista.

Este prolijo mapa de la militancia “ultra” fue proporcionado, dice el artículo, por la DGIIP a la Justicia penal, a propósito de la causa que se sigue tras el desalojo de La Solidaria, ocurrido el 21 de marzo. Para los que no lo tengan presente, el día del desalojo del local (que estaba vacío cuando ingresaron las fuerzas de seguridad) fueron detenidas dos personas que viajaban en un ómnibus y a las que se acusó de “entrar en desacato”. Durante los días siguientes hubo otras detenciones y se produjo el allanamiento del local de Casa de Filosofía, de donde la Policía se llevó computadoras, libros, cámaras de fotos y materiales de todo tipo. En esa casa, dice El País, “viven cinco individuos en una especie de comunidad”. Un escándalo.

Sin embargo, más allá de lo hilarante de la retórica periodística que da cuenta de la existencia de personas con militancia antisistema (perdón, no puedo resistir la tentación de transcribir íntegramente el párrafo en el que se explica lo que se hacía en La Solidaria: “En los primeros años funcionó en el local una guardería para niños y una biblioteca. Posteriormente, se anexaron nuevas actividades: un café, presentaciones de libros de poesías y se dictaban conferencias. Por ejemplo, una de ellas se tituló: ‘Cómo cambiar el mundo’”); más allá, decía, del ridículo de esa mirada pueblerina sobre las actividades políticas y culturales, lo que debería llamarnos la atención es la vigilancia de la DGIIP sobre estas personas y colectivos. Y tal vez más debería preocuparnos que en el marco de una investigación penal se interrogue a los indagados sobre sus convicciones políticas. ¿Es delito estar en contra de la propiedad privada? ¿Es delito ser anarquista, ser ambientalista o defender una posición antisistémica? ¿Cuándo fue que empezó a ser materia de indagatoria penal la ideología de los interrogados?

La investigación del espionaje en democracia a organizaciones sociales y militantes políticos -puesta en evidencia una vez más cuando se recuperó el archivo del coronel Elmar Castiglioni, que se sumó al recuperado por Azucena Berrutti en dependencias militares cuando fue ministra de Defensa Nacional- todavía no ha mostrado resultados. Las amenazas del Comando Barneix también siguen impunes. A la resignación (o la indiferencia) con que aceptamos estos hechos debemos sumar la naturalidad con que asimilamos que sean objeto de inquisitoria la ideología anticapitalista o la militancia antisistema. Con parecida tranquilidad aceptamos, no hace mucho, que El Observador nos dijera que la organización Plenaria Memoria y Justicia había sido infiltrada, y con la misma pasmosa tranquilidad aceptamos, al día siguiente, que tanto el Ministerio del Interior como Plenaria nos dijeran que era mentira.

Y al chisporroteo de unas horas en las redes o en la tele se reduce el debate sobre los límites de la persecución o de la vigilancia, sobre el derecho que tiene todo ciudadano a oponerse al sistema en el que vive, y sobre la persistencia con que instituciones como la Policía o las Fuerzas Armadas (ambas involucradas en episodios delictivos gravísimos a lo largo de la historia, sobradamente probados y escasamente punidos) intervienen en la vida democrática, persiguen o amenazan. Si un artículo periodístico puede apelar a la ñoñez de sus lectores para inquietarlos con la invitación a una conferencia titulada “Cómo cambiar el mundo” es porque el correlato de la disponibilidad tecnológica para comunicarnos es un retroceso a lo más mezquino del comportamiento provinciano: miro el ataque terrorista en París y me estremezco con la existencia de ambientalistas en el Cerro. La aldea global será un villorrio, pero por suerte tenemos quién nos cuide.