El Estado es ineficiente; el Estado no tiene plata

Dos fantasmas recorren Uruguay: el fantasma del Estado ineficiente y el fantasma del Estado sin plata. El primero, elegante, moderno, técnico, conciliador, de traje y corbata, ha ido ajustando su personalidad, y si bien tuvo épocas más gloriosas -¡qué década la de 1990!-, sigue presente circulando en las discusiones, integrándose al sentido común y llevando su mensaje como un mantra único y poderoso: “El Estado es menos eficiente que el sector privado”.

El segundo fantasma, muy amigo del primero, tiene perfil más bajo pero es igual o más poderoso. Parco, de pocas palabras, gris, con camisa a cuadros y chaleco de oficinista, saca su libreta y mirándonos por encima de los lentes nos recuerda constantemente: “El Estado no tiene plata”.

Estos dos fantasmas suelen aparecer en las discusiones sobre infraestructura, y corresponden a los dos axiomas fundamentales que sostienen, a nivel político y del sentido común, el andamiaje conceptual de las modalidades alternativas de inversión pública y los contratos de participación público-privada (PPP). Son, por lo tanto, dos fantasmas con los que vale la pena conversar.

El fantasma del Estado ineficiente

Este primer fantasma, que debe reconocerse que ha sido bien alimentado por los recientes e importantes episodios de empresas estatales fundidas y recapitalizadas, se encuentra muy presente en un país que, a pesar de su arraigado batllismo -o, más bien, como su contracara- tiene la extraña patología de reflexionar siempre en relación al Estado: ante la caída de una empresa pública, la reflexión es sobre la gestión pública; ante la caída de una empresa privada, la reflexión es sobre la política macroeconómica.

¿Es más eficiente desarrollar proyectos productivos por medio del sector privado? Para buscar respuestas a esta pregunta se pueden considerar varios elementos, pero hay una distinción que me resulta particularmente destacable: la relación entre costos de inversión y costos de operación y mantenimiento. Por un lado, existen proyectos en los que lo más importante es la gestión (una heladería, una pizzería, una peluquería); por otro lado, existen proyectos en los que lo más caro es la inversión (un parque eólico, una carretera, una represa). En este segundo tipo de proyectos, la eficiencia se juega en la cancha de la inversión y, por ende, en el costo del financiamiento. Ramón Méndez, ex director de Energía, ejemplifica con claridad este modelo de negocio para el caso eólico: “Uno tiene que entender que el negocio eólico es básicamente financiero. ¿Qué quiero decir con esto? ¿Cuál es el costo del combustible? Es gratis, básicamente. ¿Cuál es el costo de operación y mantenimiento? Muy bajito. ¿Cuál es, entonces, el costo de la energía? Repagar la inversión inicial. Esto significa dos cosas: primero, conseguir el mejor precio; segundo, conseguir la mejor tasa de interés”.

De esta forma, si el problema central radica en la financiación, la estrategia más eficiente será aquella que consiga financiamiento a menor costo. Y un hecho de consenso en la literatura económica es que, entre el Estado y el sector privado, el primero es el que tiene capacidad de conseguir financiamiento más barato. En este sentido, resulta elocuente lo que plantea un informe del Parlamento británico sobre las PPP desarrolladas en su país: “El costo del financiamiento es significativamente mayor en una PPP. Por lo tanto, el costo financiero del repago de la inversión es considerablemente mayor que el costo de amortización de un préstamo gubernamental. No hemos visto evidencia que sugiera que este ineficiente método de financiamiento haya sido compensado por los beneficios de la transferencia de riesgos de la PPP. Por el contrario, hay evidencia de lo opuesto”.

El mismo informe plantea que “el costo de capital de un proyecto PPP típico está por encima de 8%, el doble que la tasa de interés de largo plazo a la que el gobierno puede endeudarse, aproximadamente 4%”. ¿Es mucho o es poco este 4% de diferencia? Para que se haga una idea, suponga que usted va al Banco Hipotecario a pedir un préstamo de 100.000 dólares a 25 años para comprar su casa. Si el banco le presta a un interés de 4%, va a pagar una cuota de 15.000 pesos por mes; si el banco le presta a 8%, pagará una cuota de 22.000 pesos. O sea, 7.000 pesos de diferencia por mes, casi 50% más de cuota todos los meses. Multiplique esta idea por miles de millones de dólares, y tendrá una dimensión del sobrecosto financiero del que hablan los ingleses.

En este marco, serviría apelar a un camino privado sólo si esta modalidad es tanto más eficiente en la construcción y desarrollo del proyecto que pueda compensar el encarecimiento del crédito. Si bien es cierto que en Uruguay el marco normativo de las PPP contempla esto y obliga a hacer una comparación, la lógica secuencial por la que se toman las decisiones (en la que las alternativas reales son hacer el proyecto vía PPP o no hacerlo) terminan viciando el proceso y sesgándolo fuertemente hacia la aprobación de la PPP.

(Paradoja fantasmal 1: el auge de las PPP, apoyado en la retórica del fantasma del Estado ineficiente, florece en el terreno de la infraestructura, en el que en general los proyectos son de alta inversión y bajos costos de operación y mantenimiento, y por lo tanto la variable clave es el costo del financiamiento).

El fantasma del Estado sin plata

El segundo fantasma, que plantea que “el Estado no tiene plata” (o, en la versión que nos gusta a los economistas, “no hay espacio fiscal”), es muy frecuentemente escuchado, y es bastante difícil de rebatir. Si el Estado no tiene plata, bueno, pues, no tiene plata, qué se le va a hacer, una pena. El problema es que la derivación de esta afirmación debería ser que, si no hay plata, entonces que no se realice el proyecto de inversión. Pero no. La derivación actual de este “hecho” es: entonces el proyecto lo debe llevar a cabo un privado.

Y allí viene el privado con sus recursos y hace el proyecto de infraestructura. Y el modelo cerraría, por lo menos para mí, desde el punto de vista lógico, si el privado hace el proyecto y cobra al público un precio por su uso, y con eso repaga la inversión, sin que el Estado (ese que no tenía plata) tenga que poner plata (porque no tenía). Pero lo que en general sucede es que el que termina pagando la infraestructura es… el Estado. Por ejemplo, mediante un contrato a largo plazo llamado PPP. Ese Estado que no tenía plata para financiar la obra termina siendo posteriormente el que asegura el flujo de dinero para financiar la obra.

Más extraño aun resulta el proceso cuando el Estado invierte pero mediante modalidades alternativas de inversión (usted debe de haber escuchado estas palabras: “fideicomiso”, “leasing”, “sociedad anónima”). En este escenario, el proceso lógico actual es el siguiente: el Estado no tiene plata –> el Estado no puede invertir –> pero el Estado debe invertir –> entonces armemos algo raro, por ejemplo... un fideicomiso –> ahora sí, el Estado (que no podía invertir porque no tenía plata) ahora puede invertir (porque ahora puede).

Es importante recordar, para reflexionar sobre este segundo axioma, que para realizar cualquier proyecto de infraestructura lo que hace el Estado es pedir un préstamo, igual que lo hace un privado. Cuando hablamos de inversiones, el problema no es si el Estado tiene plata o no en una cajita para pagar una inversión, sino si tiene capacidad de pedir un préstamo para financiarla. Tanto tomando la opción de hacerla directamente y pidiendo un préstamo, como haciéndola por intermedio de otra entidad (que va a pedir un préstamo) y asegurándole a esta un flujo de fondos a futuro (para repagar ese préstamo), lo que está haciendo es endeudarse. O se endeuda comercialmente, o se endeuda financieramente, pero siempre se endeuda.

(Paradoja fantasmal 2: El fantasma del Estado sin plata habita plácidamente los terrenos de los proyectos de infraestructura, que por sus características económicas no suelen nacer espontáneamente del mercado, y suelen necesitar al Estado como financiador en un extremo de la cadena de pagos).

El alma de los fantasmas: la economía y la contabilidad

El mensaje del primer fantasma es, esencialmente, ideológico, político, económico. Confluyen en su construcción miles de trabajos, libros, artículos, experiencias concretas y siglos de gente pensando una de las preguntas centrales de la economía: cómo organizar la producción. ¿Qué es más eficiente, organizar la producción de forma privada o pública? ¿Para qué casos es mejor una opción, para qué casos es mejor la otra? Ambas opciones -y el abanico intermedio que existe entre ellas- tienen pros y contras, y la discusión de cuál es más apropiada es una de las más interesantes de la economía, y siempre estará abierta.

La esencia del planteo del segundo fantasma es, sin embargo, un poco más escurridiza. El hecho de plantear que el Estado no tiene plata para hacer una inversión, para acto seguido proponer una forma alternativa de canalizarla por la que, a fin de cuentas, el que paga es el Estado, es más difícil de comprender.

¿Por qué el desarrollo de la generación eólica se basó fundamentalmente en contratos con privados, que consiguen financiamiento a mayores costos? ¿Por qué está tan de moda el avance de las PPP como solución a los problemas de infraestructura, aunque salgan más caras? ¿Por qué el complejo Antel Arena se realizará como fideicomiso, si por esta modalidad costará ocho millones de dólares más? ¿Por qué UTE decidió alquilar una línea de trasmisión (mediante la modalidad de leasing), o empezar a alquilar medidores, en lugar de comprarlos directamente?

Entiendo que la respuesta madre a estas cuestiones radica en la contabilidad pública y en cómo esta relaciona inversión pública con déficit fiscal (disculpe si en algún momento ya me escuchó decir esto, lo que pasa es que es mi núcleo delirante...). La diferencia fundamental es que si el Estado invierte directamente, toda esa inversión impacta en el déficit fiscal, pero si lo hace mediante modalidades alternativas o mediante contratos con privados, ese impacto se diluye a lo largo del tiempo. De esta forma, “inversión pública = déficit fiscal más alto”, e “inversión por otros caminos = déficit fiscal más bajo”. Para ejemplificar, en un trabajo reciente calculamos que haber realizado una mayor proporción de parques eólicos directamente por UTE habría sido más eficiente, por lo menos en términos de costo de financiamiento y ahorro de exoneraciones tributarias, pero también habría hecho saltar al déficit fiscal a valores superiores a 5%.

Como contrapartida de encarecer los proyectos de inversión, el camino escogido nos permite ir a las calificadoras de riesgo para, bien peinaditos, mostrarles que nuestras cuentas fiscales están equilibradas, que nuestro déficit fiscal no es tan alto, y decirles que nos mantengan el investment grade, para luego ir, nuevamente bien peinaditos, a los inversores y mostrarles que tenemos un sote, que somos confiables, que traigan su dinero a este bendito país. Y es verdad, son las reglas de juego, y en un país como Uruguay, fuertemente dependiente de la inversión externa, es muy difícil escapar de estas reglas. Pero aceptemos que estamos jugando a este juego, en lugar de plantear en la presentación de cada proyecto de infraestructura que las decisiones tomadas siempre se basan en que “el Estado es ineficiente” o que “el Estado no tiene plata”.

El esquema en el que actualmente tomamos decisiones de inversión se basa en una regla contable que tiene un fuerte sesgo anti inversión pública, restringe la inversión en infraestructura y es una de las principales y menos nombradas causas de ineficiencia económica. Resulta imprescindible rediscutir este esquema, con la esperanza de alcanzar un punto más razonable en donde el centro de la discusión de las inversiones públicas vuelva a ser, más que la apuesta a esconderlas contablemente, la real búsqueda de eficiencia económica.

Una versión previa de esta nota fue publicada en Razones y personas.