La marcha del 3 de junio fue originalmente convocada en 2015 en Argentina y replicada en 2016 bajo la consigna de #vivasnosqueremos. Este junio la convocatoria siguió la consigna “Basta de violencia machista y complicidad estatal” y buscó un alcance internacional pensado en torno a la consolidación de una red de feminismos en América Latina. Desde 2015 hasta ahora es indudable que el movimiento feminista creció y ganó visibilidad; en parte, esto se debe a manifestaciones como la del 19 de octubre de 2016, la gigantesca marcha de mujeres en Estados Unidos en enero pasado,* el paro internacional de mujeres, las movilizaciones mundiales del 8 de marzo** y los impulsos feministas dentro del sistema político. Pero también viene siendo acompañado por un extraño y triste crecimiento en el número de femicidios en diferentes países.

Ni Una Menos es la organización tras esta marcha, y también el hashtag que convoca actualmente a organizaciones feministas de países como Argentina, Chile, Uruguay, Perú y México. Con diferentes características en cada uno, el movimiento tiene en común las Alertas Feministas (manifestaciones cada vez que asesinan a una mujer por violencia machista) y el trabajo en torno a la violencia y su expresión extrema: el femicidio. Ni Una Menos emerge de asambleas feministas y mediactivismo. Nace en un poema de Susana Chávez –ella misma víctima de femicidio unos años después– en el que exige “ni una muerte más” al abordar la realidad de mujeres asesinadas en Juárez, México; nace de activistas asesinadas por sus parejas; nace de anónimas olvidadas; nace de Higui, presa hasta el día de hoy por matar a quienes intentaban abusar sexualmente de ella; nace de la indiferencia hacia la causa o de la apropiación oportunista y cínica de parte de políticos dispuestos a rápidamente cagarse de nuevo en ella; nace de un “entre mujeres” que explora en las herramientas que pueden emerger de una comunidad combativa en femenino.

En Uruguay se marchó el sábado en ocho departamentos, a partir del llamado de la Coordinadora de Feminismos, un colectivo que por su desidentificación y radicalismo ha despertado fuertes adhesiones y fuertes rechazos, incluso en ambientes feministas. Las movilizaciones quizá no hayan sido de cientos de miles de personas, pero dan cuenta de que en muchos departamentos y rincones de Uruguay el movimiento feminista se está despertando, más allá de grupos y partidos, y tiene, ciertamente, sus formas singulares de moverse.

Pasos del movimiento

“Que el dolor se vuelva rabia, la rabia se vuelva lucha y nuestra voz, grito”. La consigna de este año le parece más que pertinente a mi garganta, que se ahoga cada vez que quiere responder “tocan a todas”. Me percibo frágil y chiquita al lado de mis compañeras de marcha que llevan el “tocan a una” con el grito firme, de caras pintadas, prendiendo fogatas, girando en círculo, mirando a los ojos, relatando los 18 casos de femicidio ocurridos este año.

“El femicidio es una categoría política”, dice la proclama cuya primera palabra es “porfiadas”. Porfiadas y todo, un par de días antes, en la conferencia de prensa, la Coordinadora propuso debatir la figura penal de femicidio. Y es que impulsar una figura legal punitivista entra en contradicción con el rechazo a la violencia y también con el “es el Estado” que denuncia la proclama. Y es que es contradictorio reconocer en el Estado el motor de la máquina de poder patriarcal y, al mismo tiempo, llamarlo a intervenir. Estas contradicciones no le son ajenas al feminismo, y necesitan ser leídas en el contexto de una lucha en proceso. Soy la retaguardia de este movimiento, pero estoy, pienso y miro de atrás a las decenas de carteles, con estas ganas de llorar que me ahogan y me hacen entender que no son suficientes ni teorías ni títulos para lo que esta lucha necesita. Démosle. Qué suerte que somos muchas y muchos.

Cuando se les llama “marchas” a las manifestaciones de Ni Una Menos habría que, por lo menos, aclarar que no siguen la fórmula clásica. En ellas un tipo de performatividad ritual y espiritual se observa y se percibe más allá de lo visible. La típica modalidad de juntarse, marchar hacia el frente y dispersarse en el punto de llegada es reemplazada por otras prácticas, unas que dejan ver que esta lucha no es sólo contra sino entre. Si pensamos en el feminismo como una nueva configuración de viejas luchas de clase, no es para reemplazar en la misma estructura de la anterior a los nuevos actores en pugna, sino para comprender que el “opresores” y “oprimidos” requiere nuevas sensibilidades y estrategias. Es decir, si la lucha anticapitalista es una lucha contra los efectos subjetivos (y objetivos) de desigualdades materiales, el feminismo es una lucha que pone énfasis en su contracara: desigualdades materiales causadas por efectos subjetivos. Empezando por la vida. Esto implica que el feminismo se da cuenta –e invita a que lo hagamos– de que las luchas por un mundo más justo no consisten únicamente en la expropiación y redistribución de bienes materiales (aunque, claramente, la cuestión feminista se superpone inevitablemente con la cuestión de clase en el sentido más econométrico del término), sino que se hace sobre los cuerpos, sobre los afectos. Y esto tiene consecuencias sobre la relación entre medios y fines o, en otras palabras, sobre formas y contenidos de la lucha, sus tácticas, sus subjetividades, sus formas de acción.

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Esta vez comienza en la plaza Libertad, con una concentración llena de carteles y mensajes, hiperpoblada de frases y de nombres de mujeres asesinadas. La tarde fría va cayendo y el colectivo que liderará, cual maestras de ceremonia chamánica, las diferentes etapas de la marcha, convoca a un círculo. Son mujeres de diferentes edades y apariencias, no llevan carteles de organizaciones ni son famosas. Y nos guían. Entramos en la ronda, espacialidad de la comunidad de iguales; en el centro se enciende una hoguera y se inicia una performance en la que el sonido viene de todas partes menos del foco de atención central: “la mató con el arma de reglamento”, “se lo buscó”, “andaba sola y volvió del baile sin nadie”, “la mató de dos tiros en la cabeza y les dijo a sus hijos: ‘mamá se portó mal’”. Las voces de mujeres –y de otras mujeres a las que ya no escuchamos– circulan entre nosotros y sobre esta vereda para la que, seguramente, estas palabras no son novedad. En el centro, de a poco ocupado por las performers, una cadena de cuerpos empieza a formarse, y la representación sugiere esta posibilidad alquímica de unión femenina y feminista: transformar las cadenas de opresión en cadenas de solidaridad. El fuego empieza a dispersarse y el orden de la marcha a establecerse: pancartas y carteles, adelante; todo lo demás, atrás. La caminata comienza a un paso agilizado por los aplausos, el bombo y los cantos que se suceden unos a otros durante el trayecto: “tocan a una, tocan a todas”; “mujer, escucha, únete a la lucha”, “ni una mujer menos, ni una muerta más”, “la lucha feminista por América Latina”, “este sistema es opresor y patriarcal”, “muerte al falocentrismo sindical”, “somos las nietas de todas las brujas que nunca pudieron quemar”. Aullidos. Se canta hacia afuera, pero también se canta juntas, y esto no es nada secundario. Tampoco lo es lo que se siente al gritar “tocan a una” y escuchar los cientos de “tocan a todas”. Una hermandad bastante poderosa radica en esto que parece una consigna más. El dolor hace temblar el estómago y las rodillas, pero cantamos, o aplaudimos, o estamos ahí, como podemos, mujeres, hombres, niños. De a poco, guantes violetas empiezan a esparcirse entre las manifestantes y sus puños en alto. La marcha llega al destino anunciado, pero sigue un poco más; ojalá esto nos pase como movimiento, pienso. Y ojalá que no dejemos que nos transformen el amor en odio.

Al llegar se arma un nuevo círculo y se da la palabra a una militante que habla de feminismo y de salud mental; tiene unos 50 años y la marca de muchas tristezas en la cara. Luego una activista, de 16, nos pregunta cómo reaccionar a la cercanía de la tragedia anunciada: otro asesinato, esta vez vecino. Se invita entonces a leer la proclama que fue repartida insistentemente a lo largo de la marcha, y ahora vemos para qué: leemos en colectivo, organizando las voces, haciendo el esfuerzo de coordinarlas en la polifonía de nuestros cuerpos y nuestras vidas. Hablando mientras escuchamos esa voz nuestra y otra, juntas, le ponemos cuerpo a un texto que escribimos o que quizá leemos por primera vez, coincidiendo plena o parcialmente. Quizá no coincidiendo. Como fin, una especie de caracol de manos y cuerpos en una danza ritual.

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La mujer suele aparecer en el espacio y en el imaginario público como víctima o como bruja (desde antes de la que mordió la manzana). Estas dos figuras presionan en la experiencia que esta marcha produce, sea desde la calle o desde los medios. Somos, sin embargo, personas en lucha y movidas por la pregunta sobre cómo unirnos en colectivo sintiéndonos luchadoras. ¿Cómo unirnos sin organizar nuestra identidad en torno a la categoría de víctimas? O de madres. O de suaves doncellas traicionadas. ¿Cómo pasar de víctimas a afectadas? ¿Cómo no ahogar a los procesos de transformación subjetiva durante la lucha contra un sistema que exige, para “ganar”, el uso de la violencia, el ejercicio del poder?

En estas preguntas vive un desafío enorme para un movimiento como el Ni Una Menos, y si hay que recurrir a hechizos, quizá lo hagamos. En estas preguntas también radica, quizá, el miedo que suscita el feminismo: el miedo a que queramos limitar las libertades; miedo a que seamos brujas de verdad y convirtamos en sapos a todos; miedo a la pérdida de privilegios; miedo a que esta guerra termine simplemente en un cambio de bandos que reproduzca las mismas fórmulas opresivas, pero al revés, a que abra una zanja irreparable en un suelo ya demasiado quebrado.

“No queremos gestionar el infierno”, decía hace poco Raquel Gutiérrez en una entrevista sobre feminismo, y pienso que no adhiero a un feminismo que desea un machismo pero al contrario. Y también que todo sujeto en lucha está permeado por el sistema o enemigo al que combate y que, en grados diferentes, siempre habrá colonizado alguna parte de su ser. Por eso, cuando gritamos “mujer, escucha”, nos gritamos hacia afuera y hacia adentro; les gritamos a las mujeres que viven en los hombres, a las indiferentes y a las que se creen salvadas; gritamos como un deseo de otros futuros que, sin embargo, no pueden sino imaginarse informados por el pasado y el presente. Y en este presente somos afectadas, pero construir nuestra identidad como víctimas no puede llevarnos lejos. Es por eso que si nos matan en las casas, vamos a las calles; si nos matan en privado, nos manifestamos en público; si lo político es personal, lo personal es político; y si lo público está colonizado por el patriarcado, intentaremos irrumpir en su orden, para primero desordenar y luego dispersar el poder. Y es tiempo de empezar a imaginar que podemos, por aquello de que “sin idea sustancial de lo que sería una victoria, sólo podemos ser vencidos”(Comité Invisible).

Leer juntas, caminar juntos, entender que esta lucha es de todos y nos necesita unidas, alzar los puños y darnos la mano, convertir el dolor en rabia y la rabia en lucha, convertir el amor (el que quede) en más amor, construir a partir de la fuerza que da aceptar la propia vulnerabilidad, apoyarnos mutuamente. La lucha feminista es desde los cuerpos y los afectos y es la marea que moja ahora a América Latina. Y es quizá su humedad la que puede dar vida al suelo de tantas otras luchas.

* https://ladiaria.com.uy/articulo/2017/1/la-contrarevolucion-sera-televisada/

** https://ladiaria.com.uy/articulo/2017/3/el-movimiento-de-un-paro/