Lucas no participará directamente en el proyecto, pero se interesó especialmente en la iniciativa y aprovechó la visita a Uruguay para seguir con el libro que está escribiendo sobre teatro en las cárceles. Además de docente en la Universidad de Michigan, en Estados Unidos, Lucas es coordinadora del trabajo cultural en 30 cárceles de su estado, una cárcel federal y cuatro centros penitenciarios de menores de edad, y asesora en estos temas para Australia, Holanda, Nueva Zelanda y Sudáfrica.
–¿Cómo es hacer teatro en las cárceles?
–[En los programas que dirijo] usamos improvisación y teatro del oprimido. Los estudiantes de Michigan realizan talleres de improvisación que duran entre una hora y media o dos, durante 15 semanas; trabajan en paralelo al curso que dictamos en la universidad, y por eso reciben créditos. Los mismos estudiantes trabajan todo el período con el mismo grupo, y eso genera un trabajo más rico. La idea principal es que compartan en comunidad actividades que no estén relacionadas con su vida en la cárcel. En Estados Unidos, los programas que están dentro de las cárceles buscan cambiar a alguien, darle lo que necesita para sobrevivir afuera. Tienen grupos para la gente con adicciones y gente religiosa; todos buscan que cambien de una forma específica, mientras que nosotros queremos compartir nuestras vidas y darles la chance de que puedan decidir lo que quieren hacer.
–¿Cuál es la respuesta de los reclusos luego de participar en estos talleres?
–Es muy buena. No hay muchas cosas divertidas para hacer en las cárceles, especialmente en las de hombres. No hay muchas actividades en las que se puedan relajar, contar sus historias y estar con otra gente en una situación común y sencilla. En Estados Unidos hay mucha violencia; ellos deben protegerse emocional y físicamente para sobrevivir. En nuestros talleres pueden relajarse, respirar, sonreír. Termina siendo un tiempo en el que no sentimos que estamos en una cárcel, ni los estudiantes ni los reclusos. Al final del curso tenemos siempre una celebración, en la que los escritores pueden leer su trabajo, hay exposiciones de arte y muestras de teatro. Van otros miembros de la universidad y otros integrantes de la cárcel, y quisiéramos que fuera la familia, pero los autoridades aún no lo autorizan.
–¿Cuál es el mayor beneficio que obtienen al participar en los talleres?
–A veces el teatro sirve para conectarlos con comunidades que las pueden ayudar después de la cárcel; otros tienen condena de por vida, y con ellos aprovechamos este espacio para mostrarles que también pueden tener una vida rica, que pueden decirles a todos, a sus compañeros y a sus familias: “Yo soy más que un preso: soy actor, escritor o pintor”, tienen una nueva identidad.
–Además de la actuación, ¿qué otras expresiones artísticas practican?
–Depende de la persona, de dónde está encarcelada y por cuánto tiempo. Los jóvenes, que con frecuencia no están por muchos años, sólo tienen tiempo para hacer cosas chicas, pueden improvisar, escribir poesía, pero no están a un nivel de hacer arte tan alto como actuación, pintura o escritura. Pero hay otros, los que tienen para más de 20 años en la cárcel, que hacen un trabajo buenísimo en escritura y pintura.
–Has recorrido muchas cárceles en muchos países. ¿Cómo es la comparación con Uruguay?
–Hay muchas diferencias, pero también hay mucho en común. Una cárcel es una cárcel; no tener libertad es la misma cosa en cualquier lugar: no tener su familia cerquita, no tener chance de participar en la vida más allá de la cárcel, es lo mismo. En [la cárcel de] Punta de Rieles vi a una comunidad que parece un pueblo, es algo muy diferente a cualquier otra cárcel en el mundo de las que he visto. Están con su propia ropa, hacen diferentes trabajos, pueden tomar más decisiones con respecto a su vida. En Estados Unidos ninguna cárcel es así. No he visto nada parecido a esto. En Nueva Zelanda hay cárceles que parecen pueblos, con personas indígenas y gente mayor; son cárceles que enseñan clases culturales.
–¿El modelo de la cárcel de Punta Rieles te parece para imitar?
–Sí. No sé si es algo que se pueda imitar en muchos lugares, porque depende no sólo de la estructura de la cárcel, sino también de las actitudes de las autoridades de la cárcel y del país. La gente tiene que creer en los principios que está practicando. En muchos lugares la gente no quiere que los presos tengan libertad, se enoja porque piensa que no es justo que los encarcelados tengan programas de educación y de cultura. En Estados Unidos la mayoría de la gente va a reingresar a las comunidades, pero el deseo general es que no salgan. Si los tratamos así, ¿qué posibilidad tienen de tener otra vida? Cuando salgan no van a tener casa ni familia porque estuvieron mucho tiempo lejos, sin verse.
–¿Qué rol debería tener el Estado en este proceso de rehabilitación?
–Es posible que el gobierno adopte una actitud de ver al arte como un derecho humano y, con esa bandera, hacer que haya programas en todas las cárceles, no obligatorios pero sí plantear la opción.
–Si no es por intermedio del Estado, ¿cómo se financian estos proyectos?
–Otra forma es con universidades que enseñan teatro y que ayudan a hacer programas así. La universidad me paga para enseñar, y utilizo mis clases para enseñar teatro dentro de las cárceles.