Vengo a traer y traducir las voces de esos “otros”, jóvenes que alguna vez fueron estudiantes. Jóvenes que nos hablan del sinsentido o el vacío de sentido de la educación formal, de una educación que les es ajena. Jóvenes que han sido históricamente estigmatizados, discriminados, que viven en territorios “inhabitables” para “nosotros”, habitados y experienciales para ellos. Jóvenes que viven en los restos sociales y palpan en el día a día las desigualdades sociales. Ellos son de nuestro medio y han sido silenciados por los medios, las instituciones. O mejor dicho, sus vidas han sido silenciadas, su situación de clase social ha sido negada. Los antagonismos de clase que, socialmente, hoy siguen operando en un contexto fragmentado, apenas se nombran. Jóvenes que viven en situación de pobreza y que son representados por “nosotros” como pertenecientes a “la clase peligrosa”, al decir de Castel (2004).

Vengo a traer las voces de esos “otros” que no somos “nosotros”. “Otros” a quienes tememos cuando pasan a nuestro lado, cuando se nos arriman, cuando nos miran, cuando nos rozan o tocan, cuando nos hablan, cuando irrumpen en nuestras vidas. Esos “otros” que son “nosotros”, humanos.

Uno de ellos nos cuenta: “La gente anda con miedo en la calle. A mí a veces me pasa que va una señora caminando y empieza a mirar para atrás y le tengo que decir: ‘Quédese tranquila, señora, que no la voy a robar’. Y ta, yo también ando con miedo” (Camilo). Camilo cuenta y pone en común el miedo. Quizá diciendo que en nuestra ciudad lo que nos liga, a unos y otros, es el miedo. Lo público es el miedo.

Pero vayamos más adelante en este primer artículo. Quiero traer la voz, el relato de Kevin, para luego, en un próximo artículo posible, traer otras voces y otras historias educativas. Kevin nos habla de su experiencia y trayecto educativo. Este trayecto abarca su trayecto vital y social, al igual que el de toda persona. No están separados. Se ligan y desligan, se entrecruzan en la dinámica de la vida cotidiana, para luego abrirse y volver a entrecruzarse.

Kevin cuenta: “Siempre ayudé, pero después en el resto soy un bandolero. Muchas cosas no me gustan. No capto reglas de nadie, no me gustan las órdenes. Yo mismo me pongo mis reglas. Yo hablo de que mi vida es un basurero. Me arrepiento de nacer […] porque estoy podrido de estar vivo […] muchas cosas malas me pasaron […] estuve pila de veces para matarme. Supuestamente, a los 25 me muero. ¿Pensas qué voy a llegar a los 27? voy a estar dentro de un cajón, porque a los 25 años me muero, estoy seguro de eso”.

Kevin tiene 16 años, en poco tiempo cumple 17. Repite el discurso oficial, hegemónico, “él es un bandolero”, y lo amplía. A la vez, lo oímos salir de ese discurso y decir que “siempre ayuda”, ayuda al otro del “cante”. El otro que es otro Kevin. Aquel con quien comparte tiempos y espacios, cultura, experiencias y “destinos” (Langón, 2016).

Piensa en un “destino” marcado a fuego, en la certeza de que a los 25 años estará muerto. Se sitúa en la agonía y finitud de su vida. “No hice fuerza para nacer, hice fuerza para no nacer”. Su relato entrama la vida y la muerte en el comienzo de su vida y la certeza de una muerte temprana inminente. Encarna, imaginariamente, una vida que no es “vida buena”, una vida que no merece ser vivida y una vida que amenaza a otras vidas. Encarna los efectos tanáticos y perversos de las categorizaciones sociales y la homogeneización o normalización de las vidas (Bertollini, 2017).

A poco de nacer, estuvo en dos momentos a punto de morir, “que te morís y después no te morís”. Su abuelo materno lo cuidaba cuando estaba grave y lo seguiría cuidando durante su niñez. Su madre se quedó un tiempito con él en la internación y enseguida volvió a Melo. Su padre murió a los 20 años por sobredosis de droga (“se inyectaba, tomaba alcohol, corría carreras de moto”). Y cuenta que su abuelo lo quería: “Yo vendría a ser el primer nieto, fue como que agarró más cariño conmigo”.

Así irá narrando sus recuerdos y sus olvidos, su sufrimiento social y sus amores, la calle y su relación con el saber.

Cuando su abuelo (que le hizo tomar vino a los seis años para enseñarle que “nunca bebiera eso”) murió de cirrosis, Kevin volvió a vivir con su madre, quien ya estaba radicada en Montevideo junto a su padrastro y hermanas, en el mismo “cante”. Kevin creía que su padrastro era su padre, pero a los 11 años se enteró de que no lo era, en una discusión. De allí en más, no quiso saber nada de su madre. Cuenta que siempre se llevó mal con su padrastro, y que su madre “ni lo conoce”. Se fue de la casa de su madre.

Vivió, entonces, mudándose dentro del mismo “cante”. Se fue con un amigo al que salvó de un intento de suicidio. Relata con orgullo que estuvo allí cuando su amigo lo necesitó. Lo acompañó, lo escuchó. Luego, volvió a la casa de la madre y, como ella se mudó, él se quedó en el hogar de una pareja mayor, enfrente a la que era su casa; “Una familia ahí, con la que yo me crié”. Vivió con ellos, una pareja mayor, desde los 12 a los 14 años: “Esa mujer sí que me cuidó bien; me decía ‘m’hijo’ [...]. Me cuidaba más que mi madre”. A los 14 años se mudó con amigos de Aldeas Infantiles, con los que vive ahora, donde todo “está mejor, zarpado”.

En medio del duelo de su abuelo, de estas mudanzas y cambios en su corta vida, Kevin ha trabajado desde los 11 años. Trabajó en el mercado y de tarde asistía a la escuela primaria. Trabajaba con un “vecino de su cuadra”. Se “levantaban a las dos de la mañana, lo llevaba en un camión, le compraba bizcochos para el camino y a la vuelta le compraba milanesas”, “volvía comiendo”. Finalizó su recorrido escolar a los 14 años. En la escuela aprendió a “no ser desubicado”, a “tener respeto por las personas mayores”, ya que “le contestaba a todo el mundo […]. Después, cuando me decían algo, yo me callaba y lo hacía, sabía que me iba a servir”. Aprendió y se situó en una estrategia de silencio y sumisión, aprendió a irse acomodando a un mundo ajeno. Aprendió a callar y obedecer. Silencio y acatamiento que son formas de defensa y sobrevivencia (Langón, 2016).

Habiendo ido a los dos años a un CAIF, más tarde a un jardín del barrio y por último a la escuela, relata que el liceo no era para él.

Llegó a asistir a secundaria, pero no le gustó. “No me gustan los profesores y los alumnos, no me gusta nada”. “Va toda la gente creída, y a mí no me gusta la gente creída. Son creídos, te das cuenta, la forma en que hablan, la forma en que miran, la forma en que se paran todos juntos, son todos creídos. Te dan ganas de […] a todos juntos, atarlos a todos y agarrarlos a cachetazos. Entonces, por eso no voy. Acá [en un programa del Estado] no hay nadie creído. Porque vienen y te hablan como que te conocen”. En la educación media se sintió segregado, vivió a sus pares como diferentes a él e iguales entre sí, “creídos”. Se diferenció de esos “otros” –que no son sus nosotros del “cante”–, los sitúa en maneras de ser, de ver, presentarse y actuar opuestas a las propias. Da cuenta de antagonismos y distancias sociales y culturales, y de su resistencia a una educación que lo rechaza.

A los 15 años recién cumplidos fue internado en el Instituto del Niño y Adolescente del Uruguay (INAU). Pasó unos meses en el hogar, donde aprendió a “hacer trucos con las cartas, nomás” y a “no hacer más cagadas”; a “escarmentar bastante”. Pasó mal y sostiene que “ta de menos”, que “odiaba a todos” los adultos que trabajaban allí, que “tuvo unos cuantos líos” y que lo sacaron en mayo. “Me hicieron un informe y un par de lugares que yo estudié, dicen que tenía buena conducta”. “Estuve todo un mes portándome bien, sin tener problemas ni nada”. En el INAU aprendió cosas irrelevantes y maneras de evadir castigos.

Fue a la escuela, a Aulas Comunitarias, a un Centro Juvenil en el que accedió a saberes puntuales. Sin embargo, narra y afirma que no aprendió “en ningún lado, que todo fue en la calle. Todo solo, sin nadie”, para luego decir que aprendió con un hermano. Con él aprendió a andar a caballo, a andar en moto. Aprendió sobre construcción, mirando, observando cómo otros construían sus casas o en sus casas. Aprendió a “ser valiente, a no tenerle miedo a nadie. Muchas cosas”. Aprendió con “el amor de su vida” y “su pesadilla”, “la dueña que tiene la marca en mi espalda”, a quien conoció “en la calle”. “Fue donde la vi”. Con ella aprendió “a escuchar”, “a aconsejar”, a no sentirse solo. Ella lo entendía, lo escuchaba, lo ayudaba, y en tanto que “con la gente me siento solo, con ella no”.

“En la calle encontrás amor, encontrás respeto, encontrás odio, amigos, encontrás enemigos. Encontrás muchas cosas, pero, a la vez, no encontrás nada. Esta es la escuela, esta es la verdadera escuela. Eso de andar estudiando, llenando cuadernos con palabras, eso no es escuela; esto es escuela”.

Kevin, dando cuenta de sus condiciones de vida y de una experiencia singular, abre sentidos del aprender distantes a la educación media, se identifica con saberes y sufrimientos que le dio la calle como escuela.

Ha aprendido a sobrevivir, ha aprendido el “aguante”, saberes diversos en diversos escenarios socioeducativos, en encuentros intersubjetivos, en la calle. “La calle –en esa sensación de desamparo y soledad– es su educación, su modo de estarse haciendo humano” (Langón, 2016). Ha aprendido y reconoce el valor de ciertos vínculos sociales y afectivos y los alimenta; vive y conoce estigmas sociales, los lleva con y en su cuerpo. Ha construido una mirada lúcida, penetrante, sutil, paródica, sobre las circunstancias de su vida y de su entorno sociocultural, sobre nuestro entorno sociocultural.

Su vida, a la vez que conmueve y/o causa rechazo, nos interpela, nos pone a pensar (Bertollini, 2017). Nos pone a pensar el campo de la educación, otro campo posible. Nos pone a pensar el campo social, otro campo posible. Nos pone a pensar el campo del lenguaje, otro lenguaje posible. En la necesidad de desobedecer el lenguaje, en la necesidad de construir otras palabras.

Al mismo tiempo, Kevin nos habla de cómo le gustaría que fuera un lugar para aprender, si él pudiera inventarlo.“Primero, tiene que tener un patio para jugar al fútbol. Adentro, tiene que tener un taller para cocina, un taller de canto, un taller de informática, las cosas que me gustan, no tantos alumnos, más profesores […]. Un profesor que si vos te portás bien, él se porta bien. [Un profesor es bueno] cuando hace algo que otros profesores no. Ponele, un profesor te dice: ‘no hagas esto’, y viene otro profesor y te dice: ‘vamos a hacer esto’. Un lugar donde se aprenda la vida […]. Hay que aprender, aprender a caminar, aprender a ver a la gente, aprender a escucharla…”.

Hace una propuesta edilicia para el establecimiento escolar; sugiere contenidos curriculares o una estructura curricular; menciona una distribución deseable de docentes y estudiantes; procura un docente que potencie la vida en el aula y al estudiante antes que uno cuyo discurso se base en la prohibición, en el “no pueden”. El currículo de fondo que propone es un aprendizaje de encuentro, “de relaciones humanas que permitan configurar proyectos de vida, aquel para el cual –quizá– son medio o pretexto las formas y contenidos de enseñanza”. La educación debería ser “un lugar donde se aprenda la vida”. “Un lugar donde aprender a ser humano y a seguir siéndolo entre humanos. Donde continuar y profundizar los encuentros vitales de la calle, abriéndolos […] al diálogo con otros, geográfica, cultural y etariamente diferentes. La educación como encuentro, reflexión y diálogo vitales, antes que la escuela como acumulación de saberes” (Langón, 2016).

Kevin está siendo lo que desde el discurso social y hegemónico no se tiene que ser. La educación le muestra y explica que está mal ser lo que él es o está siendo. Adolescente, varón y pobre, “bandolero”, chico de la calle, de los márgenes, de lugares “invivibles”, “chico que no quiere aprender”, “que no quiere ser alguien en la vida”, que no construye proyectos a futuro, que no tiene futuro. Un fracasado en la historia escolar. Y le muestra que está bien ser aquello que no es, que no está siendo y que nunca podrá ser. Le pide que niegue su sí mismo en sus propias experiencias de ser-otro (Skliar, 2011).

Cerrando este trayecto vital y sus múltiples despliegues, quiero decir que es parte de una investigación que desarrollamos en la Universidad de la República, en el Instituto de Psicología, Educación y Desarrollo Humano, aprobada y financiada por la Comisión Sectorial de Investigación Científica. Por tanto, además de mi palabra y escritura, está compuesto por las palabras y reflexión analítica de psicólogos y sociólogos de la educación que allí trabajamos. Está compuesta y ampliada por la escucha, las miradas, diálogos y escrituras posteriores de filósofos de la educación, por las voces de cientistas de la educación y educadores sociales. Graciela, Virginia, Carina, Jorge, Diego, Pablo, Mauricio, Marisa, escucharon, releyeron y reescribieron la vida educativa y más de Kevin o aportaron un decir que hace a este trayecto, a este artículo.

Referencias

Bertollini, M. (2017): “¿Para qué educación? Pensar desde la incertidumbre”. Revista Convocación, Montevideo.

Castel, R. (2004): La inseguridad social. ¿Qué es estar protegido? Manantial, Buenos Aires.

Langón, M. (2016) “Traducciones de las experiencias educativas de los demás”. En Lobosco, Marcelo (comp.): Aspectos de la filosofía, Los estados generales de la educación filósofíca y su intervención en la vida democrática. Biblos, Buenos Aires.

Ruiz Barbot, M., y otros (2015). “Sentidos y genealogías de la experiencia educativa en adolescentes y jóvenes.” Comisión Sectorial de Investigación Científica, Facultad de Psicología, Instituto de Psicología, Educación y Desarrollo Humano. Universidad de la República, Montevideo.

Skliar, C. (2011) ¿Y si el otro no estuviera ahí? Notas para una pedagogía (improbable) de la diferencia. Marina Vilte, Buenos Aires.