El 29 de junio fue presentada en la Torre Ejecutiva la Política Nacional de Cambio Climático, un documento que reúne las líneas estratégicas del país en relación con el tema. Esta política surge de la necesidad de contar con un marco general, acordado por los diferentes ámbitos gubernamentales, previo a la elaboración de la primera Contribución Nacional ante la Convención de Cambio Climático de Naciones Unidas, tal como establece el Acuerdo de París aprobado en 2015.

Bajo esta premisa, a lo largo de 2016 el Sistema Nacional de Respuesta al Cambio Climático (SNRCC) –integrado por ministerios y varios organismos gubernamentales– organizó una serie de reuniones multisectoriales a fin de obtener insumos para la elaboración de esta política. Es de esperar que, sobre esta base, Uruguay pueda comenzar a elaborar su Contribución Determinada a Nivel Nacional (NDC, por sus siglas en inglés). De los 152 países que ratificaron el Acuerdo de París, 146 ya presentaron su NDC a tiempo, mientras que Uruguay es uno de los pocos que aún no lo han hecho.

La elaboración de la Contribución Nacional no es una tarea sencilla, en tanto comprende decisiones que atraviesan todos los sectores del quehacer nacional. Adaptarse a los efectos del cambio climático y pensar estrategias para reducir emisiones de gases de efecto invernadero tiene consecuencias en todas las áreas. Pero especialmente en áreas productivas, donde las consecuencias pueden tener impactos en el crecimiento económico, en el desarrollo industrial, energético y agropecuario, así como en las modalidades de consumo de la población.

La tercera es la vencida

No es la primera vez que el gobierno presenta un documento de este tipo. Con diferentes nombres y enfoques, estrategias y líneas de acción similares ya fueron presentadas en dos ocasiones anteriores. El primer documento que podría identificarse como la primera política climática del país se publicó en 2004 y se conoció como el Programa de Medidas Generales de Mitigación y Adaptación al Cambio Climático en Uruguay (Pmegema). El segundo se denominó Plan Nacional de Respuesta al Cambio Climático (PNRCC) y fue publicado en 2010.

Al igual que la actual, las anteriores versiones de política climática fueron elaboradas con la participación de actores públicos y privados de todos los ámbitos: gobierno nacional, gobiernos departamentales, universidades, sector empresarial, sindicatos, etcétera. Las metodologías fueron diferentes, con mayor o menor éxito, pero en cualquier caso no dejaron de ser aportes no vinculantes. Es decir, la redacción final y la selección de propuestas quedaron en manos de los representantes del Poder Ejecutivo en todos los casos.

En general, los tres documentos presentan líneas estratégicas amplias, es decir, no hay objetivos o indicadores que permitan evaluar los alcances de las medidas en términos efectivos. Su redacción se basa en formulaciones del tipo “promover”, “fortalecer”, “fomentar” etcétera. No obstante, pueden señalarse algunas diferencias entre la nueva política climática y sus similares versiones anteriores: en estas últimas, varias de las propuestas fueron más específicas y exhaustivas.

Por ejemplo, en el caso del Pmegema algunas medidas propuestas fueron tan específicas que llegaron a evaluarse económicamente y se elaboraron rangos que las priorizaban en función de su relación costo/ beneficio. Es decir, se estimaba el costo de la medida y las emisiones que potencialmente se reducirían, y se jerarquizaban de acuerdo con la mejor relación.

El PNRCC, por su parte, era más exhaustivo en las líneas estratégicas definidas y, en algunos casos, llegaba a establecer metas cuantificadas. Por ejemplo, se consideraba cuántos MW de energía renovable debían ser instalados o porcentajes concretos de participación en la generación eléctrica y el año específico en que esto debería alcanzarse. Al contrario, en la nueva política sólo se menciona la profundización de la participación de energías renovables, sin cuantificar ni especificar plazos.

Seguramente la redacción de una política nacional no pueda compararse en sus alcances y especificidades con las de un programa de medidas (Pmegema) o un plan (PNRCC). Pero tampoco pueden desconocerse los antecedentes, y se debe reconocer que, al menos en algunos casos, la nueva política es menos exigente y precisa que sus antecesoras. Por otra parte, a la luz de aquellas experiencias anteriores vale la pena destacar que la sola existencia de una política (plan o programa) no es garantía de resultados. Habrá que esperar a ver en qué objetivos concretos se convierte y en qué plazos se espera que estos sean alcanzados, para poder evaluar su potencial primero y sus resultados después.

La quinta dimensión

La nueva Política Nacional de Cambio Climático está dividida en 27 párrafos. Sus lineamientos medulares son presentados en cinco dimensiones: gobernanza, conocimiento, social, ambiental y productiva. La primera se focaliza en la necesaria coordinación entre los distintos actores gubernamentales y no gubernamentales en el esfuerzo contra el cambio climático. La segunda, en la necesidad de contar con mayor investigación sobre el clima y el desarrollo de tecnología.

Las dimensiones social y ambiental están centradas en asuntos de adaptación. La social hace hincapié en la necesidad de prevenir los efectos del cambio climático en la salud, la población vulnerable y los riesgos ante desastres climáticos. La ambiental se enfoca en promover medidas que tiendan a reducir los riesgos de los ecosistemas ante el cambio climático.

La dimensión productiva es la que más se enfoca en la mitigación del cambio climático. Las líneas estratégicas en este sentido están orientadas a disminuir la intensidad de las emisiones agropecuarias, reducir las emisiones del sector transporte y aumentar las fuentes renovables en la matriz energética.

Si bien los sectores y las estrategias contenidas en la nueva política de cambio climático son similares a los que aparecen en los documentos antecesores, el nuevo documento tiene dos características diferenciales. Por un lado, está más orientado a la adaptación que a la mitigación, es decir –siguiendo la terminología climática–, está más enfocada en las medidas tendientes a reducir los impactos del cambio climático (adaptación) que en aquellas que procuran reducir las emisiones de gases causantes del calentamiento global (mitigación). Por otro lado, esta nueva política es más “productivista” que sus análogas anteriores; es decir, está más preocupada por no detener el crecimiento económico y no afectar el desarrollo productivo que sus antecesoras.

Alimentos vs. emisiones

Una característica muy particular de Uruguay es su matriz de emisiones. A diferencia de lo que ocurre en la mayoría de los países del mundo, la principal fuente emisora de gases de efecto invernadero en Uruguay no es el sector de la energía sino el de la actividad agropecuaria. En todo el mundo, 75% de las emisiones proviene de la quema de combustibles fósiles (gas, petróleo y carbón) que se utilizan en la industria, los hogares, el transporte, etcétera. En cambio, en Uruguay 80% de las emisiones provienen de la cría de ganado y la producción agrícola.

En la nueva política de cambio climático aparece, con una fuerza inexistente en las anteriores, la idea de que el país no debe enfocarse en reducir emisiones en la agropecuaria, sino reducirlas en términos relativos. Es decir, disminuir la cantidad de gases de efecto invernadero por kilo de carne, grano o cereal producido, lo que se conoce como “intensidad de carbono”.

Esta perspectiva ya había quedado de manifiesto cuando Uruguay presentó su propuesta antes de la firma del Acuerdo de París. En aquel momento todos los países habían sido invitados a expresar cuál sería su contribución a un eventual acuerdo climático global que incluyera cierto tipo de compromisos con la reducción de emisiones global (Contribución Prevista y Determinada a Nivel Nacional, o INDC por sus siglas en inglés). El documento que elevó Uruguay contenía varias metas, pero casi todas estaban redactadas en términos de “intensidad”. Se comprometía a reducir sus emisiones por kilovatio de energía generada, por kilo de carne producido o por dólares en su Producto Interno Bruto (PIB). Es decir, no incluía metas de reducción en términos absolutos, sino relativos, dejando claro que no iba a fijarse un techo de emisiones. Si la producción aumenta proporcionalmente más de lo que se reduce su intensidad de carbono, las emisiones aumentarán.

Esta visión fue claramente expuesta por el ministro de Ganadería, Agricultura y Pesca, Tabaré Aguerre, al momento de la presentación de la política climática, cuando dijo que Uruguay “tiene la responsabilidad de producir alimentos para el mundo, trabaja para reducir las emisiones de gases de efecto invernadero no en términos absolutos, pero sí en intensidad, o sea, por unidad de producto”.

El país se ve a sí mismo como un productor mundial de alimentos y, consecuentemente, considera que esto es un atenuante respecto de otros países cuyas emisiones provienen mayormente del consumo de combustibles fósiles. Esta es una posición que Uruguay viene defendiendo con fuerza en los foros internacionales en los últimos años, y ha tenido éxito: en el artículo 2º del Acuerdo de París ha quedado plasmado el objetivo de lograr un “desarrollo con bajas emisiones de gases de efecto invernadero, de un modo que no comprometa la producción de alimentos”.

Más temprano que tarde

La Política Nacional sobre Cambio Climático parece un buen marco para enfocar los temas de adaptación en el país, pero es muy avara para enfrentar la necesaria reducción de emisiones.

El Acuerdo de París no fue un buen acuerdo. No, al menos, para lograr el objetivo que la Convención se trazó en 1992: estabilizar los gases de efecto invernadero en la atmósfera para evitar el cambio climático peligroso. Al igual que ocurre con nuestras políticas climáticas, el acuerdo no contiene metas ni plazos concretos. Sólo establece el objetivo de no superar los dos grados centígrados de aumento de temperatura, pero no vincula esto a una cantidad explícita de emisiones. Y mucho menos determina la cuota parte de esfuerzo exigible a cada país. Sólo se pide a cada uno de los gobiernos que haga lo mejor que pueda y lo presente a la Convención en forma de una Contribución Determinada a Nivel Nacional.

Lo que se ha conseguido hasta ahora por esta vía es absolutamente insuficiente. Según reza la propia decisión del Acuerdo de París, con las magras contribuciones presentadas por los países las emisiones de gases de efecto invernadero alcanzarán las 55 gigatoneladas en 2030, 15 gigatoneladas más del límite que nos podría mantener por debajo de los dos grados centígrados de aumento de la temperatura.

Este es el magro resultado de una negociación entre países que no están dispuestos a hacer ningún esfuerzo extra; es decir, reducir emisiones más allá de los efectos que esto tenga en su PIB. Al igual que hace Uruguay, cada uno de los gobiernos ofrece lo que la propia evolución tecnológica y económica brinda, sin ninguna ambición adicional. Producir más carne con la misma cantidad de vacas o más soja en la misma cantidad de hectáreas es algo que las empresas agropecuarias ya hacen por sí solas. De la misma manera que fabricar vehículos más eficientes o instalar aerogeneradores que ya son más económicos que las centrales térmicas.

Finalmente, a esto se reduce la nueva política de cambio climático para reducir emisiones: listar lo que, de cualquier manera, será hecho. No es una característica particular del gobierno uruguayo; todos los países hacen lo mismo. Y esto es lo terrible, cada uno se escuda en la inacción de los otros para justificar su propia falta de ambición. Así las cosas, nada se les puede achacar a los autores de la política. Nada más que reforzar este tesón mundial obnubilado por el crecimiento económico que nos llevará, más temprano que tarde, a la ruina.