El Senado de la República está trabajando en la armonización del Código de la Niñez y la Adolescencia a las nuevas realidades que exigirá el nuevo Código del Proceso Penal. Es un asunto complejo que demanda precisión.

La adaptación del sistema para adolescentes al nuevo sistema acusatorio previsto para adultos no sólo tiene que ser una adecuación específica teniendo en cuenta los principios generales en materia de adolescencia, sino que nunca puede significar un régimen menos garantista que el anterior, o menos garantista que el de adultos. Pero corremos el riesgo de que esto pase si mantenemos vigente la Ley 19.055 o algunos de sus artículos.

Según los organismos internacionales, los procesos penales previstos para adolescentes deben garantizar todos los derechos reconocidos para los adultos, pero, además, deben garantizarles la protección especial debido a su edad y etapa de crecimiento, velando por su formación como prioridad.

Nuestro país hace años que incumple la Convención del Niño y la Adolescencia, específicamente sus artículos 37 y 40, en los que se establece que la privación de libertad en adolescentes se aplicará sólo como último recurso y durante el período más breve que proceda.

Desde 2012 la Ley 19.055 es la encargada de consagrar estas violaciones en nuestro ordenamiento jurídico, ya que prevé la privación de libertad como medida cautelar preceptiva para delitos gravísimos cometidos por adolescentes (aquí la rapiña es el objetivo fundamental), además de la pena mínima de un año.

Esta ley, desde su discusión inicial, generó el rechazo del Instituto del Niño y Adolescente del Uruguay, de los organismos internacionales (UNICEF, entre otros), de las organizaciones de la sociedad civil, y fue intensamente discutida dentro del Frente Amplio. Dado su carácter tan controvertido, la norma previó en su articulado que el Poder Judicial presentara a la Asamblea General un informe cuatrimestral del impacto de estas nuevas medidas (entre las cuales contaba la de la superpoblación en el actual Instituto Nacional de Inclusión Social Adolescente, con dificultades para hacer cualquier rehabilitación, en condiciones de hacinamiento y restricciones presupuestales). Pero esta disposición no fue cumplida y, a cinco años de que entrara en vigencia, aún no contamos con evaluaciones serias sobre su aplicación.

El nuevo Código del Proceso Penal es una gran oportunidad para avanzar en una lógica totalmente diferente. Entre otras cosas, establece que la prisión preventiva en ningún caso será preceptiva, asunto decisivo para revertir una tendencia nefasta del funcionamiento de nuestra Justicia penal, que ha estado en la base de la incontenible inflación de la población penitenciaria en Uruguay.

Resulta incomprensible que, ante este horizonte de cambio, el proceso penal para los adolescentes siga manteniendo las medidas dispuestas por la Ley 19.055. Se necesita dar una discusión seria y profunda, y apostar a las medidas no privativas de libertad, que son aplicadas en forma minimalista.

Debemos comprender que los estímulos recibidos en la etapa de desarrollo y el contexto en el que se encuentra el adolescente son fundamentales para la conformación de su personalidad. Si de verdad queremos su alejamiento del mundo del delito es necesario entender que los contextos de encierro sólo significan vínculos delictivos y violencia.

Mientras se siga viendo al encierro como la única solución a los problemas de los adolescentes y la seguridad, es difícil no caer en simplismos que justifiquen la violencia.

Hace años que el país transita por el camino fácil del aumento de penas y del encierro como la clave para regular complejos procesos sociales que están en la base del delito y las distintas formas de violencia. Estamos construyendo de forma suicida una estrategia que no nos llevará a ningún lado, desaprovechando las pocas oportunidades que se nos presentan y perdiendo un enorme caudal de energía política para encarar políticas, programas y acciones alternativas, en sintonía con una visión de izquierda sobre los problemas de la seguridad.

La izquierda debe asumir que una estrategia punitiva es, a la corta o a la larga, una abdicación en materia de derechos humanos. La terca realidad, todos los días, nos da testimonio de ello.