El domingo de noche, en el transcurso de una rapiña a una pizzería, fue asesinado un agente policial que estaba haciendo una “extra” como seguridad privada del negocio. Estaba armado, pero no estaba en condiciones de hacer uso del arma. Muchos lo vimos morir, porque los hechos fueron registrados por las cámaras de seguridad del local y reproducidos hasta el hartazgo primero por la televisión y enseguida por las redes sociales. No sabemos, sin embargo, qué diálogo mantuvo con el hombre que acabaría matándolo, ni qué posibilidades consideró antes de quedar así, expuesto y solo, frente a su asesino. Lo que sí podemos saber es que en realidad no tenía opciones. Podía, supongamos, haber sido más rápido que el ladrón. Podía haber decidido que el que iba a morir era el otro, y disparar primero. Pero es obvio que iba a tener que responder ante la Justicia por esa decisión, tomada, además, fuera del ejercicio de sus tareas oficiales como policía. Pudo haber sopesado ese riesgo, pudo haber temido un intercambio de disparos que se cobrara la vida de algún cliente, pudo haber sentido que podía disuadir al ladrón sin apuntarle con el arma. Pudo haber creído que su presencia y su palabra serían suficientes para impedir el robo, o, por lo menos, el derramamiento de sangre. O pudo no haber tenido tiempo de calcular nada de eso, porque los hechos se precipitaron y seguramente no es fácil evaluar posibilidades en una situación semejante. Lo cierto es que el hombre terminó muerto y la sociedad salió, una vez más, a reclamar seguridad y respuestas en serio.

La primera indignación masiva cayó sobre el ministro interino del Interior, Jorge Vázquez, por su falta de tacto al decir que el agente estaba trabajando en forma irregular para un privado. Esa aclaración (de algún modo, inevitable, porque de no hacerla habría tenido que responder por las nulas condiciones de seguridad en las que el policía desempeñaba la tarea) distrajo a la opinión pública por un rato, hasta que un objetivo más jugoso asomó en el horizonte: el presunto homicida. Un pibe que hizo pública, en Facebook, su alegría por haber ganado 10.000 pesos en una noche, y que terminó no sólo acusado del crimen (del que terminó absuelto luego de que se comprobó que, efectivamente, había estado trabajando esa noche) sino hostigado y acosado por los justicieros que asumieron –sin más razón que la coincidencia entre los 10.000 pesos que él había ganado y los 10.000 que habían sido robados de la pizzería– que estaban ante el asesino.

Lo que no está en discusión es que Wilson Coronel, el policía asesinado, estaba esa noche trabajando en negro para ganar unos pesos más. Su salario es más alto, comparativamente, que el que solían cobrar los policías hace años (según el Ministerio del Interior, se multiplicó por ocho desde 2000 hasta hoy), y es también más alto que demasiados salarios de trabajadores de distintos rubros, pero que muchos cobren una miseria no debería hacernos olvidar que 30.000 pesos es muy poco para hacer frente a gastos de vivienda y alimentación. Estaba trabajando en negro para llevarse, como dijo el vicepresidente de CAMBADU, “plata fresca y viva” en el bolsillo. Y como la ley no permite que los efectivos policiales realicen tareas de seguridad fuera de las que corresponden a su actividad oficial, esa changa era clandestina.

Hace años, cuando era ministra, Daisy Tourné decía que cada uruguayo quería su propio policía para que lo cuidara. La fantasía de que un efectivo armado puede protegernos en cualquier circunstancia es semejante a la que nos hace pensar que penas más severas o cárceles más grandes nos van a mantener lejos de la desgracia y el crimen. Es triste decirlo, pero no será así. Más personas armadas sólo pueden aumentar las probabilidades de que alguien termine herido o muerto. Efectivamente, el empresario que contrató a Coronel (y todos los que hacen lo mismo, sin que los ruborice incurrir en delito) fue, como mínimo, irresponsable. Ni hablar de los que señalaron y amenazaron a alguien porque lo que ganó en una noche coincidía con lo robado. Es siniestra la fuerza que tiene el deseo de castigar. Es increíble cómo queremos ser los buenos, liquidar a los malos, celebrar que estamos en la vereda soleada. Y si no nos cuesta nada, mucho mejor.