El cruce entre medicina y arte es, naturalmente, tan viejo como la medicina y el arte: desde las ilustraciones de los procedimientos y curas del antiguo Egipto a las operaciones voluntarias de automodificación corporal de Orlan, es de proporciones oceánicas el romance entre la forma de detectar enfermedades y traumas, tratando de detenerlos, y la representación de esos procesos simbólicamente, a nivel visual. Casi no hay cultura, en el globo, que no posea su sólido y antiguo repertorio artístico de pacientes, médicos, padecimientos, curas e incluso sondeos post mortem (en efecto, una veta extraordinaria se halla en el gran tema de la autopsia, que ha llevado a la producción de obras maestras por parte de gigantes de la talla de Rembrandt y Paul Cézanne, y que sigue vigente, como lo atestigua la película La morgue, de André Øvredal, actualmente en salas uruguayas).

Claro está que buena parte de dicha producción, sobre todo en manuscritos y, aun más, en xilografías durante la Edad Media, y en aguafuertes y litografías en épocas más recientes, ha llenado manuales y tratados de medicina de todo tipo y forma, sobre todo relacionados con el estudio de la anatomía (¿cómo no acordarse de las espléndidas láminas –de autoría poco clara– que ilustraron los libros de Andrés Vesalio a mediados del siglo XVI o, 200 años más tarde, de las de Pietro Berrettini?). Sin embargo, varios pintores se han dedicado, fuera de ese tipo de volúmenes, a ilustrar la degeneración física y su enmienda medicinal y quirúrgica: es suficiente pensar en el flamenco David Teniers el Joven, que, en pleno siglo XVII, pintó varias escenas de cirujanos operando y galenos analizando las orinas; o en Henri de Toulouse-Lautrec, que, en El Dr Péan operando, de 1892, retrató a ese médico trabajando con la famosa pinza homeostática que había inventado dos décadas antes.

Si bien el arte se ha concentrado, mayoritariamente, en los aspectos más crudos de la práctica clínica, o en síntomas tan visibles de las enfermedades que, viéndolos siglos después, permiten diagnosticarlas –con casos archifamosos: por ejemplo, el de Mona Lisa, que tendría el colesterol alto; y el de la infanta Margarita, retratada en Las meninas, que padecería el síndrome de Albright–, en la contemporaneidad los artistas han puesto gran atención en los medicamentos. Nada raro: la medicalización –con cierto salvajismo en el uso de los fármacos– de todo tipo de “desvíos” de normas y valores psicofísicos –e incluso de algunos que hasta hace poco no se consideraban enfermedades– es algo que se debate desde por lo menos la década de 1990 y que halló en el título de una novela de 1994 de Elizabeth Wurtzel, Prozac Nation, un eslogan eficaz para una época entera (ya que “nación” se puede sustituir cómodamente por “Occidente”) que busca incesantemente nuevas soluciones farmacológicas.

Huelga decir que la ayuda química para cualquier tipo de complicación física y mental está en el centro de candentes disputas y querellas, focalizadas en esa hipermedicación generalizada, que han llenado decenas de libros, reportajes y documentales: es difícil determinar con exactitud hasta qué punto la cuestión haya degenerado –más clara resulta la evidencia del enorme poder ejercido por las multinacionales farmacéuticas–, pero sin duda la relación de la población con las medicinas, sobre todo en este milenio, se ha vuelto mucho más permisiva que antes. Y los artistas han tomado nota.

Algunos ejemplos: la superestrella Damien Hirst juega con botiquines, pastillas y comprimidos, exaltando sus colores, en innumerables series de trabajos, por lo menos desde el comienzo de los años 90; Daniel Goldstein ha armado varios simulacros de personas con jeringas y frascos de medicamentos usados por él o sus amigos en el tratamiento del VIH-sida; Beverly Fishman creó en 2015 una serie de esculturas que reproducen en gran tamaño voluptuosas píldoras, con gesto tardíamente pop (pero aplicado a nuevos deseos/obsesiones: elocuentemente, no más la Coca-Cola de Andy Warhol o el apple pie de Claes Oldenburg); acá, Juan Burgos ha usado en algunos collages blisters vacíos como fondo de sus composiciones. Ahora ha llegado al Centro de Fotografía un trabajo fotográfico cuyo corazón es, justamente, la relación entre los medicamentos y sus consumidores: Vademécum, del argentino Emmanuel Borao, reúne 15 dípticos formados por el retrato de una persona, la foto de las píldoras que consume habitualmente y pocas líneas en las que el sujeto, en forma autobiográfica, describe las prescripciones médicas que ha recibido y su relación con ellas.

El joven Borao se mueve sobre un espectro amplio –hombres y mujeres, niños, adultos y ancianos– tratando quizá de dar una impresión “científica” a este sondeo que cubre fases de la vida tan diferentes; deja, sin embargo, indeterminadas muchas características sociales de sus protagonistas (salvo señalar su ocupación –o desocupación–), y esto invalida toda pretensión de encuesta. Es una buena decisión, ya que dirige al espectador hacia las personas (identificadas sólo por su nombre de pila) más que a los tipos, algo a lo que también contribuye el hecho de que todas miren directamente hacia la cámara, es decir, hacia nosotros, como si nos confesaran llanamente su estado de salud mediante los correctivos farmacéuticos que se les ha suministrado. Las piezas casi obligan, así, a imaginarnos una suerte de engañosa anamnesia de esos desconocidos que, dada la escasez de datos sobre ellos, vemos atrapados en una realidad que nos involucra a todos, generando inesperadas dosis de empatía.

Las fotos son construidas con sabia precisión: aparentemente neutras, aprovechan sobre todo los fondos, cuyos colores predominantes se encuentran también en el fondo de la foto de las pastillas correspondientes, o son directamente parte de ella (una mesada, un mantel, un sillón, etcétera). En forma similar, los elementos domésticos que están detrás de las personas (platos, adornos, muebles, paredes que forman parte de su hábitat) también evocan a las medicinas, por forma y elección cromática. Los textos sellan redondamente esa ósmosis forzosa, haciendo chocar, en algunas ocasiones, la precisión “oscura” de los altisonantes nombres de los remedios con cierto desconocimiento por parte de quienes los consumen (“para la ansiedad y la depre o para alguna de estas cosas”, “los tomo para... no sé, no me acuerdo cómo era que me dijeron”), y revelando en otros casos una total compenetración (“si me olvido de tomarla me empieza a doler la cabeza”), e incluso haciendo asomar temas trágicos (“esto refuerza lo psicológico, porque no por culpa de esto te vas a querer pegar un tiro”, “para superar la muerte de Ángel”) y cómicos (la centenaria que declara “la tomo para tomar algo”).

Es evidente, y tal vez demasiado evidente, que, como lo explica el mismo Borao, Vademécum quiere denunciar un sistema que “nos hace aceptar atenuantes químicos para cualquier dolencia”, y que cada vez es más laxo a causa de “la gran cantidad de publicidad de medicamentos en los medios de comunicación, la soltura de muchos médicos y psiquiatras para recetarlos y el excesivo uso de los mismos sin prescripción profesional”. Pero la exposición excede eso y teje, aun en su casuística limitada y voluntariamente imprecisa, un relato minimalista sobre la visión hegemónica del cuerpo –y, especialmente, de la mente– como pura química, que sería, a la postre, la visión de una sociedad más fijada en el síntoma que en la causa.

Vademécum

De Emmanuel Borao. Centro de Fotografía (18 de Julio 885), hasta el 26 de agosto.