Vivo la militancia por los derechos humanos entre el desencanto y la resistencia.

No me gusta el término nueva agenda de derechos, ni cómo se reducen algunas discusiones a la inclusión forzosa de un las y los, ni la forma acrítica en que parte de la militancia social y política se ha plegado a la agenda 2030. No me conformo con la retórica onuista, la militancia impostada, el recorrido monocorde, panfletario, proveniente de las burocracias internacionales; no me convence la subordinación de las reivindicaciones de los derechos humanos al núcleo blando del multilateralismo ni la doble moral de algunos funcionarios que viven de esta institucionalidad.

Sin embargo, tampoco les creo a quienes se proclaman afectados por la colonización de la agenda de derechos, aquellos que describen un mundo que no existe, partiendo de la idea de que las demandas de igualdad de ciertos “grupos de interés” han invadido los sentidos comunes, conquistado el lenguaje y la libertad individual. Muchos de estos “incorrectos” desdibujan las fronteras tradicionales entre el progresismo y el conservadurismo, aducen que la lucha a favor de la incorrección política es una “batalla civilizatoria”. Su demanda ética es evitar que los “poderes del norte” destruyan ciertos valores y nos convirtamos en seres literales y sin sentido del humor.

Mi generación nació y se formó en plena revolución global de los derechos humanos, en las luchas por la identidad y por el reconocimiento del otro, en el vórtice de la construcción de nuevas alternativas ante la bancarrota de otras utopías políticas, pero es mentira que el pensamiento por la igualdad, por la no discriminación, haya conquistado el campo popular.

No soy la primera ni la última en decir que por ahora no hemos logrado consolidar una hegemonía de izquierda. Veo la injusticia instalada como una costra en las heridas que dejaron los 90. Es evidente y lacerante cómo se sostienen jurídica y políticamente las estructuras que mantienen intactos los privilegios y las impunidades de un puñado, la persistencia de las defensas pseudobiológicas de los privilegios de género y clase, y cómo la injuria es defendida animosamente como una forma de libertad de expresión y alimentada intergeneracionalmente como reivindicación valiosa.

Desde la izquierda, no hemos logrado salir ilesos de la falsa alternativa que se nos impone entre lucha de clases –el antagonismo de clases, la producción de mercancías– y posmodernismo –el mundo de múltiples identidades dispersas, de contingencia radical, de una irreductible pluralidad lúdica de luchas–.

Sin embargo, en el medio de la discusión sobre la redistribución y el reconocimiento, la justicia social debería seguir siendo el elemento aglutinante de la construcción colectiva, la aspiración sin naufragios, sin tiempo, contemporánea y porfiada ante la evidencia más atroz.

Aun en la contradicción y en la pérdida de radicalidad, el lenguaje de derechos en nuestro continente ha aportado herramientas para resistir ante prácticas opresivas, tanto de empresas trasnacionales como de estados, y ha habilitado espacios de encuentro y estrategias de articulación trasnacional con otros movimientos. Con una especie de doble conciencia, el uso estratégico de los mecanismos de protección supranacionales ha logrado dislocar algunos parámetros “universalistas” del derecho internacional de los derechos humanos.

Movimientos sociales, feministas, indígenas, grupos organizados en torno a la defensa de los derechos han encontrado en algunos espacios internacionales una válvula de escape ante la opacidad de los estados. Algunos ejemplos de estas apuestas por replegarse al mástil de la protección internacional son las demandas hechas por organizaciones contra acciones y omisiones de los estados ante sistemas de Justicia inefectivos, devastados o manipulados, leyes discriminatorias, distintas formas de represión, violencia institucional y la complacencia con entidades privadas ante acciones extractivas o megaemprendimientos, sistemas policiales y penitenciarios violentos, etcétera.

La experiencia muestra que los derechos humanos han creado un espacio político de resistencia mediante un lenguaje específico sobre determinados estándares, han promovido ideas de autonomía individual, igualdad, libertad de elección y secularismo, más allá de las normas y prácticas culturales prevalecientes.

Si bien ciertos contextos internacionales y latinoamericanos han permitido amplificar los espectros de resistencia, es innegable que existe fragilidad en los sistemas de protección que impulsan estas agendas: no van a la médula de las problemáticas que ocasionan las desigualdades, no cuestionan las reglas del juego entre el mercado, la sociedad y los estados. En la coyuntura democrática actual, existe una tendencia a considerar que la forma de ejercer los derechos humanos no debe ser “contenciosa” ni incidir en planos más estructurales, en transformaciones sociales más profundas. Un ejemplo de ello es la apuesta de Naciones Unidas por generar acuerdos en torno a los Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS-Agenda 2030), y no por fortalecer los mecanismos de exigibilidad de los estándares internacionales desarrollados en los últimos 60 años.

En el ámbito de la Organización de Estados Americanos, también puede verse una transición hacia “la promoción y educación en los derechos humanos”, en detrimento del fortalecimiento de las acciones de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos y la Corte Interamericana de Derechos Humanos dirigidas a proteger y reparar a las víctimas de violaciones.

Empresas, y no ciudadanos, circulan en la zona gris de la regulación y la protección internacional. Los sistemas internacionales en materia de derechos humanos son insuficientes para abordar problemáticas fuera de la lógica de los estados nacionales. Existen blindajes jurídicos y una clara falta de voluntad política para adoptar estrategias efectivas de control, monitoreo, regulación y denuncia de las acciones de agentes privados, especialmente empresas trasnacionales, y sus efectos en el mantenimiento de patrones estructurales de violencia y desigualdad.

...

El paradigma de la “nueva” agenda de derechos, que le ha valido a Uruguay el reconocimiento en otras latitudes, radica básicamente en tres leyes de alcances imperfectos: la de interrupción voluntaria del embarazo (18.987), la de matrimonio igualitario (19.075) y la de regulación del uso de la marihuana (19.172).

El reconocimiento normativo es sin duda un paso muy significativo, pero no deja de ser una aspiración trunca en la medida en que no existan mecanismos que garanticen su ejercicio. Sumado a lo anterior, la expresión de demandas radicales y su reconocimiento normativo por parte de los estados se enfrenta al mismo tiempo a la resistencia y la presión de sectores muy poderosos en términos materiales y simbólicos.

Esta agenda política se encuentra atrapada en la crisis y la contradicción de la institucionalidad internacional que la sostiene. En el caso de las primeras dos leyes mencionadas, los avances en materia de igualdad y autonomía incomodan a los poderes eclesiales y a los sectores conservadores y de ultraderecha aglutinados a nivel global bajo la bandera del combate a la “ideología de género”; la regulación del uso del cannabis “inquieta” al sector financiero, cuyo modelo de negocio no es ajeno a los flujos de capital provenientes del narcotráfico, como hemos podido ver en los últimos días con la presión recibida ante la implementación de la venta de marihuana en las farmacias.

Con estos ejemplos queda en evidencia la dimensión local y trasnacional de las luchas políticas por estas reivindicaciones. Los límites de los estados en el cumplimiento de obligaciones de protección trascienden sus propias dinámicas, sus voluntades y capacidades de acción y articulación.

...

Muchas de las discusiones sobre “corrección política” han ensombrecido las reflexiones más sustantivas sobre la llamada “agenda de derechos”. Los detractores de los “derechos humanos”, quienes denuncian el “extremismo progresista de la corrección política”, hacen parecer que lo que se persigue es únicamente apurar un todas y todos, vecinos y vecinas y complacer al auditorio.

¿Qué hay detrás del insulto, de la palabra hiriente que enuncia los despojos justificados por la inercia, el agravio contra los desposeídos, contra los radicalmente no representados por la voluntad general, aquellos a quienes “lo universal” no los nombra?

Lo que intenta el lenguaje basado en derechos es desnaturalizar un orden impuesto, remover y transformar relaciones desiguales de poder. Tal como lo ha señalado Didier Eribon, el orden social precisa el vínculo del lenguaje, uno de cuyos síntomas más agudos es la injuria, que señala, da a conocer y recuerda la jerarquía entre identidades, las jerarquías impuestas.

Costas Douzinas ha afirmado que la lucha por los derechos humanos es simbólica y política. Su campo de batalla inmediato es el significado que les damos a las palabras, pero si se “triunfa” en el ámbito retórico, se producen consecuencias ontológicas, transformaciones políticas que cambian radicalmente la constitución de los sujetos e inciden directamente en la vida de los pueblos.

...

Hablar de derechos humanos en los tiempos que corren no tiene por qué ser la crónica de una derrota. Sin embargo, ante las urgencias actuales, el programa de derechos humanos debe enfrentar un cambio trascendental para no quedar atrapado entre la ineficacia y la insuficiencia de su alcance, y poder así expandir sus horizontes políticos de manera más honesta.

Abogada, socia fundadora del Centro de Promoción y Defensa de Derechos Humanos