En 1971, al inaugurar el Foro Internacional sobre la Vigencia de los Derechos Humanos en América Latina, el rector de la Universidad de la República Óscar Maggiolo decía que “tortura, represión, terror y muerte” eran “cada vez más el principal instrumento de poder de las oligarquías gobernantes. Son ellas las responsables de que sea imposible imponer la vigencia de los derechos humanos; ello no se conseguirá hasta que la oligarquía [...] desaparezca”. Y reivindicaba “el derecho a la rebelión como un derecho humano si el estado no protege al individuo para que pueda gozar de la justicia y el bienestar”.
En 1989, luego de la dictadura, Servicio Paz y Justicia publicaba Uruguay nunca más, donde se proponía denunciar “[l]a tortura, la prisión por razones ideológicas, la desaparición forzada, la coordinación represiva y tantas otras maneras de conculcar derechos elementales que se dieron en el marco de la doctrina de la Seguridad Nacional”. El libro procuraba ser una herramienta que contribuyera a conocer la verdad de lo ocurrido, promover la justicia con los victimarios y asegurar garantías de no repetición. Ambos ejemplos muestran las enormes diferencias entre las maneras de concebir lo que entendemos por derechos humanos en diferentes momentos de la sociedad uruguaya durante la segunda mitad del siglo XX. Las diferencias radican en la forma en que conceptualizamos, definimos y proponemos soluciones para las violaciones a los derechos humanos.
En términos generales, podemos decir que hoy el término derechos humanos todavía está asociado con las prácticas de violencia estatal denunciadas en Uruguay nunca más. En esos procesos, los movimientos sociales tuvieron un particular protagonismo: ejercieron sus reclamos frente al Estado, pero también frente a una serie de organismos internacionales que desde los 70, gradualmente, han estado prestando especial atención a estos asuntos.
Como el trabajo de Vania Markarian ha mostrado, la noción de derechos humanos llegó a Uruguay en la década del 70, como consecuencia del encuentro de la izquierda uruguaya en el exilio con diversas organizaciones de solidaridad internacional que se expandieron en la segunda mitad de esa década, cuando el gobierno norteamericano de Jimmy Carter puso especial atención en la violación de derechos humanos cometidos por gobiernos autoritarios en diferentes zonas del mundo.
Dicho momento debe ser entendido en el contexto de la Guerra Fría. La política de Carter implicó una renovación del discurso estadounidense luego del ciclo que se cerraba con Watergate y la derrota imperial en Vietnam. El Cono Sur y la Europa comunista fueron los principales destinatarios de esta renovación de la política exterior estadounidense. Estados Unidos promovió sanciones y cuestionamientos por medio de diversos organismos internacionales, como la Organización de los Estados Americanos en alianza con organizaciones como Amnistía Internacional y Human Rights Watch, y en diálogo con las organizaciones de víctimas en los países. Dicha política tuvo sus resultados en el corto y mediano plazo en el mundo comunista y en el Cono Sur. Las transiciones de los años 80 y 90 en ambas zonas del mundo tuvieron que ver, entre otras cosas, con estas políticas.
En ese encuentro entre estados, organismos internacionales y organizaciones de solidaridad, se construyó un lenguaje de los derechos humanos que fue fundacional y que en cierta medida continúa hasta hoy. Por un lado, dicho lenguaje tuvo una fuerte dimensión emocional que buscaba construir una empatía con la víctima por medio de campañas de solidaridad. Por otro lado, existió un énfasis en las violaciones a los derechos humanos relativas a las violaciones a los derechos políticos; otras formas de violencia estatal, social o cultural quedaron eclipsadas por esta lectura liberal de inspiración anglosajona. Por último, los derechos humanos quedaron asociados con la lucha por la libertad y contra el autoritarismo y adquirieron una fuerte dimensión ética que posicionaba a los defensores de dicha causa en un lugar que resultaba imposible de interpelar. Un paradigma moral que se transformó en “la última utopía”, en palabras de Samuel Moyn, en un contexto de creciente crisis de los paradigmas emancipatorios del siglo XX. Pero, como el mismo Moyn sugiere, dicho programa fue minimalista y tuvo una muy limitada capacidad de incidencia en el futuro.
Sin embargo, en el caso del Cono Sur las denuncias internacionales lograron que las dictaduras por primera vez se vieran cuestionadas por el mundo occidental, que inicialmente permitió, y en algunos casos alentó, los golpes de Estado. Los derechos humanos sirvieron para contener el avance represivo y ambientaron nuevas alianzas en los sectores opositores que se podían unir en este lenguaje frente a las discrepancias previas entre centros e izquierdas.
En el contexto de las transiciones, el de los derechos humanos se transformó en un tema de desavenencias dentro del bloque democratizador. Todos estaban de acuerdo en culminar con las violaciones cometidas por la dictadura, pero el tema de la justicia y la reparación abrió fuertes debates que en última instancia tenían que ver con cuál sería el lugar de los victimarios en las nuevas democracias. Algunas derechas civiles lograron un aprendizaje en dicho proceso y no continuaron reivindicando las violaciones a los derechos humanos justificadas en el discurso anticomunista de la Guerra Fría. Asimismo, para las izquierdas implicó una reevaluación de sus propias experiencias y prácticas.
En el caso de Uruguay, la interpelación que el clima de los derechos humanos hizo a los partidos políticos no se expresó en una autocrítica explícita sobre el pasado. El Partido Colorado nunca se autocriticó por las prácticas autoritarias desarrolladas en el período previo al golpe. En la izquierda el panorama fue más matizado. A lo largo de estas décadas, hemos presenciado una crisis política e ideológica vinculada con la caída del socialismo real y con cierta evaluación de la experiencia armada de los 60, cuando el autoritarismo estatal de izquierda y la violencia revolucionaria fueron interpelados desde el paradigma de los derechos humanos. Aunque el tema no se ha saldado y renace cíclicamente, como ocurre hoy con la discusión sobre Venezuela.
A diferencia de lo ocurrido con el movimiento global, una de las características peculiares del movimiento de derechos humanos del Cono Sur es que mantuvo cierta familiaridad con las izquierdas. Es así que en las últimas décadas el avance del movimiento de derechos humanos en verdad, justicia y memoria estuvo asociado con el avance de los gobiernos progresistas. Aunque no siempre sin conflictos, ambos movimientos resultaron complementarios en la reducción de los enclaves autoritarios y las prácticas autoritarias que quedaban de las dictaduras, y en la reivindicación de las memorias de los pasados predictatoriales, quitando los estigmas sobre la izquierda y los movimientos populares que las dictaduras plantearon.
Otra de las peculiaridades que el debate sobre los derechos humanos tuvo en el Cono Sur fue que, a diferencia de la perspectiva minimalista a nivel global, aquí se ambientó una ampliación de la noción. A partir de los 80 comenzamos a ver cómo un conjunto de colectivos comenzó a tomar el paradigma de los derechos humanos para reivindicar su propia dignidad, al denunciar décadas de discriminación y violencia estatal. Entre otros, podemos nombrar los movimientos de diversidad sexual, de género, afro, de salud mental, de menores recluidos, que se ampararon en ese paradigma para desarrollar sus reclamos. Sin embargo, el lenguaje de los derechos humanos no pareció extenderse a temáticas vinculadas con la desigualdad social y los procesos de fragmentación social y estigmatización de los sectores más pobres.
Simultáneamente, el lenguaje de los derechos humanos se fue instalando como un marco del sistema internacional. Dentro de este se han dado múltiples tensiones entre activistas que han reclamado una visión internacionalista que aspiraba a una suerte de justicia global y el secuestro de los derechos humanos como una causa política asociada con los intereses de diversas potencias. Fue así que hechos tan diferentes como el encarcelamiento de Augusto Pinochet en Londres y la caída y posterior ejecución de Saddam Hussein en Irak fueron justificados con el argumento de la defensa de los derechos humanos. La guerra contra el terrorismo y la ausencia de Estados Unidos en las principales iniciativas que procuraban internacionalizar la justicia, y el escenario presente de la administración Trump, hacen que el sueño de una justicia global independiente del interés de las potencias parezca cada vez más alejado.
Aquella experiencia desarrollada en los 70, que se concentró en ciertos derechos individuales y se fortaleció en la globalización de la pos Guerra Fría, hoy parece interpelada por un orden internacional cada vez más adverso. Asimismo, corre el riesgo de quedarse en una mera institucionalidad desligada de las movilizaciones de varios sectores desposeídos en múltiples sentidos. En este sentido, la pregunta de qué derechos humanos para qué tiempo histórico parece pertinente. Esto no implica abandonar las luchas que importantes sectores del pueblo uruguayo dieron. Por el contrario, se trata de cómo integrar aquellas luchas a nuevos procesos que amplíen la idea de derecho humano, que en última instancia es un reclamo por la igualdad y la dignidad humanas.
Doctor en Historia