Pasó ya una semana desde que Brecha, en un intento de democratizar y transparentar la información en su poder que prueba el espionaje en democracia, puso a disposición de quien quiera consultarlas las copias de 14.000 archivos contenidos en rollos microfilmados que son parte de lo que se conoce como “archivo Berrutti”. Desde que esa documentación se hizo pública, pocas han sido las repercusiones institucionales y muchas las discusiones más o menos privadas entre interesados en el tema. Y así como algunos celebraron el gesto de Brecha, otros observaron la inconveniencia de ofrecer a todo público un material que compromete aspectos íntimos de la vida de las personas espiadas y no identifica a los espías.

El ejercicio de asomarse a los documentos no es sencillo, y no me refiero a las dificultades propias de un agrupamiento sin índice, sin buscador y sin descriptores. Hablo de las dificultades anímicas, por así decirlo. Lo primero es la tristeza de ver esa presentación burocrática de la vida y las actividades de tantos militantes y tantas organizaciones. El registro de cuándo y dónde se procedió a la microfilmación, el nombre del operario, detalles técnicos, responsables del control, firmas de las autoridades, sello del ministerio. Después, la devastación de descubrir, por ejemplo, que el informante pide 100 dólares para hacer frente a gastos imprevistos (la mujer con cáncer; el padre muerto, al que hay que reducir) y entender que ese tráfico, esa venta de información se hace por monedas, por un puñado de pesos que se suman a los del trabajo que seguramente no se puede abandonar, porque el de informante tampoco es un oficio tan lucrativo. La indignación y el asombro de descubrir la nimiedad política de tantos datos entregados (hábitos personales, relaciones de parentesco, amancebamientos, rupturas, traiciones, enfermedades) y su potencial destructivo, su enorme capacidad de daño. Descubrir, de pronto, a la persona que está informando. Recordarla en vida, saber que fue un compañero en el que muchos confiaron, preguntarse cómo llegó hasta ahí, qué vientos lo empujaron a ese corral (entender que seguramente todo siga igual, y que los espías no son oscuros agentes del mal: son el vecino, el compañero de trabajo, el amigo). Leer los diálogos entre informantes y “manipuladores” (que así se llaman a sí mismos los agentes que reciben la información) y ver que mientras que algunos son típicos mercenarios del dato y otros son eficaces agentes encubiertos (buchones de oficio, más o menos profesionales), también están los que llegaron a esa posición por debilidad, porque fueron chantajeados, porque sus necesidades y carencias estaban expuestas, porque creyeron, vaya uno a saber mediante qué razonamiento retorcido, que estaban ayudando a alguien.

La pregunta obligada frente a todo este material es si tiene sentido hacerlo público. Y para responder a eso es importante aclarar que no va a surgir de acá ningún dato que lleve a la verdad sobre los desaparecidos o sobre ningún crimen de la dictadura. Los documentos del archivo Berrutti son de espionaje en democracia, y los datos son de las víctimas, no de los victimarios. En el mejor de los casos se puede descubrir quién se esconde tras algún alias, pero eso al precio de enterarse, con detalles, de cómo alguien fue abusado, otro alguien fue traicionado y algún otro sufre la humillación de la enfermedad. Lo que buscan los manipuladores, siempre, es lo más abyecto, lo más vergonzante, lo que cualquiera querría mantener en secreto. Lo que más les sirve, lo que registran con la aplicada paciencia de los burócratas, es lo que puede servir para chantajear, para presionar, para quebrar al otro.

¿Es necesario ver estos archivos para entender el concepto “espionaje militar en democracia”? ¿Es necesario bucear caso a caso, hundirse en la chatura de esos reportes, en el clima pueblerino de intimidades desnudadas, para saber que los servicios de inteligencia operan infiltrando, presionando y comprando a los más débiles? Suponiendo que sí, que fuera necesario, por amor de lo concreto, ver los rollos microfilmados para asimilar la existencia del delito, ¿no debería ser preocupante la indiferencia con que fueron recibidos? Ninguna autoridad de la época salió a decir nada. Tampoco las autoridades actuales se manifestaron, como si fuera posible pensar que las actividades ilegítimas de los servicios de inteligencia pararon automáticamente cuando el Frente Amplio llegó al poder.

En principio, los documentos no prueban nada más que su existencia (que es la existencia del espionaje como método). Lo que un informante le dice a un manipulador no puede ser tomado como verdad hasta no ser comprobado; alguien que intercambia datos por monedas no tiene por qué tener especial apego a los hechos. Y aun lo verdadero suele ser trivial desde el punto de vista de su interés público. Lo trivial, sin embargo, no es inocente, y puede causar daño.

La voluntad de transparencia de Brecha, después de tanto tiempo de arar en el mar, es comprensible. Las consecuencias del gesto, sin embargo, todavía están por verse.