La reforma laboral impuesta en Brasil lleva un tiempo cocinándose, pero acaba de explotar en la cara de los uruguayos. No hay que ser un profeta especialmente agudo para pronosticar que las cámaras empresariales van a intentar arrimarse a esa ventana de oportunidad, y que la velocidad con que lo consigan dependerá de la resistencia que puedan ofrecer los trabajadores, que son los primeros (aunque no los únicos) que serán despedazados en nombre de la productividad, el crecimiento, el desarrollo y la inmersión definitiva en el siglo XXI. El presidente de la Cámara de Industrias del Uruguay, el empresario Washington Corallo, no vaciló en ejercer como punta de lanza de la avanzada modernizadora de las relaciones laborales cuando explicó, en una entrevista reciente con Suena tremendo, en la radio El Espectador, que “el único derecho adquirido que tenemos” es “el derecho a morir”. Con esa disparatada sentencia Corallo no sólo expone lo poco que le importa la precisión de los conceptos (morir es, justamente, lo contrario de un derecho; es algo inevitable que se desprende del hecho de estar vivo, una consecuencia inexorable de la vida, y, por lo tanto, no es ni derecho ni adquirido), sino que imprime un matiz de necesidad e inevitabilidad a cualquier claudicación y a cualquier renuncia. La vida y la productividad, la vida y la renta, la vida y las utilidades del patrón (nunca se menciona al patrón: en su lugar se dice “el país”, “la economía”, “el futuro”) son una misma fuerza natural a la que no es sensato resistirse. Abandonarse, entonces, al flujo del mundo y de la vida requiere condiciones de plasticidad, flexibilidad, ductilidad y adaptabilidad, todas características saludables que se oponen a la rígida y vetusta idea de que los vínculos laborales deben estar protegidos por las leyes.

Como siempre, la amenaza que se agita para invocar la necesidad de “flexibilizar” las relaciones laborales es la del desempleo. Si los trabajadores no entienden que deben adaptarse a un mundo de competitividad incesante, lo único que van a conseguir es perder el trabajo, porque el capital siempre podrá moverse hacia donde le resulte más barato. Cuidar el trabajo, entonces, supone perderle el miedo a ser barato. Y si no me creen, vean el caso de Sherwin Williams, una empresa internacional dedicada a la fabricación de pinturas y revestimientos que acaba de resolver, en su casa matriz, en Cleveland, que no va a seguir produciendo en Uruguay. Es más barato, parece, producir en Brasil y en Argentina, así que la planta de fabricación en Uruguay es innecesaria. Seguramente querrán seguir vendiendo, sin embargo, así que las pinturas fabricadas fuera del país competirán en el mercado, en condiciones ventajosas, con las fabricadas acá, y eso significa que el sector en general se va a ver afectado por la decisión tomada en Cleveland. No debería sorprendernos que a partir de este hecho se empiece a hablar de crisis y que la situación de los trabajadores se vea resentida en las próximas negociaciones salariales.

Lo que en general no se dice (a veces lo más obvio es invisible; su transparencia misma lo oculta) es que “el crecimiento” es siempre el crecimiento del capital, y que “el desarrollo” es siempre el de las utilidades. Basta con ver que si el precio de conservar el empleo es aceptar condiciones cada vez más inconvenientes, tanto la retórica del crecimiento como la del “derrame” son mentirosas.

A fines de 2014 el PIT-CNT lanzaba la idea de que para el año siguiente había que empezar a pensar en la reducción de la jornada laboral de ocho a seis horas en todos los sectores en que fuera posible. En un mundo cada vez más tecnificado, en el que los puestos fijos parecen ser cada vez menos, lo lógico sería aspirar a trabajar menos horas. Sin embargo, todo indica que cada vez trabajamos más y que la flexibilización de los términos contractuales avanza hacia la necesidad de acumular más y más tiempo de trabajo, aunque sea incorporando obligaciones por fuera de la formalidad.

Para Corallo, para los intereses que Corallo representa, el trabajador es la variable que siempre se puede ajustar. No puede hacerse gran cosa para abaratar la materia prima, no siempre el Estado está dispuesto a bajar los costos de energía o de comunicaciones (pero hay que intentarlo), no siempre se consigue un subsidio o una exoneración (también hay que intentarlo), pero siempre se puede amenazar con el desempleo y forzar al trabajador a aceptar condiciones de mayor explotación (a la explotación nunca se le dice así: una vez más, se le dice “productividad” o “rendimiento”). La distancia entre los salarios más bajos (los de los sectores más vulnerables) y los más altos es cada vez mayor (los aumentos salariales porcentuales no hacen sino agrandar esa brecha), y a ningún patrón se le ocurre considerar que la propiedad o la renta no son derechos naturales inalienables. La despiadada lógica de las utilidades se transforma en sentido común, y hasta el más miserable de los explotados es capaz de defender la meritocracia y la fantasía del crecimiento individual. Las situaciones, como ha dicho Mauricio Macri sin que le tiemble un músculo, se van sincerando.

Así las cosas, y para ser sinceros, sería tiempo de volver a hablar de explotación.