El parlamentario Le Chapelier habría votado esta reforma complacido si hubiese sido brasileño y contemporáneo, pero era francés e integraba la Asamblea Constituyente de 1791 cuando elaboró el proyecto que se convirtió en ley y pasó a identificarse con su nombre como el paradigma del liberalismo a ultranza aplicado a las relaciones entre patronos y trabajadores. En el artículo 4°, por ejemplo, prescribe que “si contra los principios de la libertad y la constitución algunos ciudadanos [...] tomasen deliberaciones [...] tendientes a rechazar concertadamente o a no aceptar la prestación de su industria sino a un precio determinado [...] dichas deliberaciones son declaradas [...] atentatorias contra la libertad y carentes de todo efecto”. La cadencia misma del texto, que despoja a la idea de libertad de toda consideración a las condiciones materiales de los trabajadores, tiene un aire de familia con la ley recientemente aprobada en el país vecino.
El propósito de flexibilizar la legislación laboral acude a dos recursos conocidos y ya experimentados en el decenio de los años 90 del siglo pasado, que no impidieron crisis alguna y que impactaron negativamente en la protección social.
Por un lado, se habilita la disposición del tiempo de trabajo íntegramente en favor del interés del empleador mediante un reforzamiento de su posición contractual, en tanto se permite la negociación de las condiciones de trabajo por acuerdo individual con el trabajador. Esa apertura a la “libertad” del intercambio entre desiguales puede dar lugar, por ejemplo, al corrimiento del límite diario de duración del trabajo hasta 12 horas sin pago de horas extras, a la legitimidad del trabajo intermitente (ruptura de la continuidad de la prestación laboral para quedar por períodos de hasta meses a la espera de la convocatoria para acudir al trabajo), y aun a la eliminación de toda demarcación temporal como el caso del teletrabajo y del trabajo autónomo, que quedan absolutamente desregulados.
El otro paradigma del pensamiento laboral en clave neoliberal (con lo relativo que es el prefijo “neo” aplicado a ideas amasadas en el siglo XVIII) incluido en la ley brasileña es el fomento a la representación del personal por fuera de las estructuras sindicales para “promover el entendimiento directo con los empleadores” (artículo 510-A) o el caso de la “prevalencia” del convenio colectivo sobre la ley, previsto para generar nuevas oportunidades de abatimiento de los límites en materia de horario, remuneración, descansos, etcétera, sin necesidad de contrapartidas y privilegiando el acuerdo de empresa por sobre el de actividad (artículo 620).
Algunos voceros empresariales locales, encandilados por la eficacia de sus pares en Brasil, proponen invitar a los ideólogos de la reforma para que vengan a decir y enseñarnos cómo se hacen las cosas. Desconfío de que puedan aportar algo significativo; seguramente no sea necesario entrar en agasajos costosos y gastos de pasajes, viáticos y honorarios, en tanto no hay novedad alguna en la reforma, sino la vulgata liberal y la vieja monserga de siempre. En una nota editorial de la semana pasada, el diario argentino La Nación no disimula y subtitula: “Los cambios hechos en la legislación se proponen dar más competitividad al país vecino”. Sustitúyase el término “competitividad” por “empleo”, por “modernidad” o por “innovación” y el resultado será el mismo: travestidos de una u otra manera, el resultado es el sometimiento del trabajo a las solas exigencias de la producción.
Ese bamboleo del trabajo y su abandono a las fuerzas del mercado no se parece en nada al otro discurso empresarial y de algunos gobiernos en la Organización Internacional del Trabajo, que propugnan el concepto de “empresa sostenible”, como aquella que cumple con los estándares del desarrollo económico con el desarrollo social y el cuidado ambiental. Para hacer creíble ese discurso –y no meramente una búsqueda marketinera, como muchos sospechan–, una reforma laboral no debería sesgarse atribuyendo todos los problemas de la competitividad empresarial a los derechos de las personas que trabajan. Si el gozo del ciempiés es la encrucijada, como observaba un escritor hace años, significando así la pluralidad de rumbos posibles, la multiplicidad de instrumentos de política económica se reducen siembre en la cosmovisión neoliberal y empresarial a la única opción, consistente en desmontar el derecho del trabajo, casualmente la disciplina jurídica dirigida a limitar su poder y su deriva arbitraria.
En el caso uruguayo, se ha querido ver en el cierre de una fábrica de pinturas un efecto de la reforma laboral brasileña, en lo que parece un enfoque efectista dirigido a demostrar la necesidad de ir a una mayor flexibilidad laboral. Lo artificial del argumento se desvela cuando consideramos que la ley brasileña entra en vigor dentro de 120 días, lo que no amerita urgencia alguna en cerrar emprendimientos de un día para otro. El doctor Lacalle (h) no ha podido tampoco disimular su entusiasmo y ha dicho que el Estado no puede “ser juez y parte” en la negociación, lo que es un inequívoco mensaje de terminar con los Consejos de Salarios e ir a una negociación por empresa o individual, al estilo que impuso su homónimo en los años 90 del siglo pasado. Aires de familia.
La obstinación neoliberal obligará nuevamente a recordar que la legislación uruguaya es de por sí flexible, ya que, por ejemplo, la indemnización por despido es la más barata de todo el continente y no requiere preavisos ni autorizaciones; que la negociación colectiva es libre, puesto que nada impide que se desarrolle por empresa y aun que se sitúe por debajo de los mínimos del Consejo de Salarios merced al mecanismo del “descuelgue”; que el fraccionamiento de la licencia, una de las “conquistas” de la liberal reforma brasileña, lo tenemos en nuestra legislación desde 1958.
Ciertamente, una especie de déjà vu, pero no habrá más remedio que hacerlo.