Esta semana, con dolor, con asombro, con renovada indignación, nos enteramos de que un capataz curtió a lazos a un peón arisco que le protestó porque lo hacían trabajar muchas horas, dormir en un colchón sucio y comer basura. El hombre demoró un poco en denunciar la agresión (probablemente no habría denunciado si no le hubieran dolido tanto las costillas), pero todavía eran claras, cuando llegó al puesto de salud, las marcas del rebenque. Lo que sigue es conocido: la imagen de la espalda flagelada circuló rápidamente por las redes sociales, hubo intervención de la Justicia y del Ministerio de Trabajo y Seguridad Social, el capataz y el patrón tuvieron que declarar y la investigación siguió –y sigue– su curso por los carriles correspondientes.
Por supuesto, la Asociación Rural del Uruguay (ARU) se apresuró a desmarcarse del oprobio mediante un comunicado en el que manifiesta repudiar “absolutamente y con total severidad” cualquier “acto de violencia” y exhortar al cumplimiento de las normas laborales vigentes. También dice confiar en que este asunto se resolverá en los tribunales competentes, y recuerda su compromiso con el “respeto de la persona del trabajador rural y sus derechos”. Menos mal.
Menos terminante es, en cambio, el editorial de El País de este jueves, en el que con chispeante estilo se nos recuerda que la indignación que provocó este “episodio puntual de violencia privada” no es otra cosa que un automatismo oportunista de “revolucionarios del teclado”, “marxistas resentidos” e “intelectuales de esa bohemia impostada de cómic montevideano”. Sin embargo, en algo no se equivoca el editorial: lo importante es menos determinar si el capataz violento tiene problemas psiquiátricos, o si hubo insultos antes de los golpes, que reconocer “la fuerza simbólica del tema”. Y es que la fuerza simbólica de los hechos no es poca cosa, y sobre todo en tiempos de dispersión y amontonamiento de datos parciales e indignaciones volátiles.
Lo que el editorial de El País pone en negro sobre blanco, con la claridad de las ideas sostenidas con convicción y orgullo, es la posición de los patrones del campo. En el campo, explica El País, “se trabaja de acuerdo al clima y a los ciclos naturales”, así que esa bobada de las ocho horas no tiene sentido; es un empecinamiento de cajetillas de ciudad que insisten en aplicarle al mundo rural las reglas de la vida urbana. Dice, además, que no es infrecuente que el trabajador rural realice sus tareas solo, “sin supervisión de nadie que pueda comprobar la cantidad de horas efectivas trabajadas”. De repente por eso mismo fue que Hugo Leites, el peón de la estancia Flor de Ceibo, tuvo que decirle al capataz, una vez más, que sus ocho horas ya habían terminado.
Es un error, ante este hecho, poner el acento en el castigo físico o en la violencia arbitraria del capataz. Es terrible, sin duda, que un capataz crea que puede manejar a rebencazos al personal, pero la gravedad de esa circunstancia – que todos se apresuran a calificar de excepcional– no debería opacar lo que el episodio tiene de normal y naturalizado: jornadas de 14 horas sin pago de extras, en condiciones infames de alojamiento y con una alimentación deficiente, sin días libres y sin respeto alguno por la dignidad del trabajador.
Este año, como es tradicional, la ARU cerró la Exposición del Prado con un discurso de su presidente. Enérgico, seguro, convencido, Pablo Zerbino Vanrell se lamentó una vez más de que el gobierno no haya ahorrado en tiempos de vacas gordas para tener recursos en días de vacas flacas, observó que será difícil deshacerse del lastre que significan las políticas sociales (esas agigantadoras del Estado) y aseguró que el principal problema que atraviesan los sectores productivos (ellos) es “el peso salarial” que, para colmo de males, viene acompañado por las “rigideces” de la “elevada regulación laboral”. El campo, motor de la economía nacional, siempre termina pagando los costos de la demagogia del Estado. Un repaso de los últimos diez discursos de la ARU en el Prado muestra que las demandas de la aristocracia novillera vernácula son más o menos siempre las mismas: menos impuestos, salarios más bajos, regulación más flexible, subsidios para esto o aquello. Menos distribución de la riqueza, dijo Zerbino, y más “combate a la pobreza”. Y aunque lamentablemente no explicó qué entiende por combatir a la pobreza, dejó muy claro que debe hacerse sin tocar la rentabilidad del campo. El campo, señor, señora, no se toca. En el campo no hay horarios, no hay caprichos de leguleyos, no hay lugar para tilinguerías demagógicas.
Lo importante del caso de Leites, entonces, no es tanto la circunstancia puntual de la golpiza, sino la situación completamente naturalizada que deja en evidencia. Y el editorial de El País es exquisito en su transparencia, en la energía puesta en hacer pasar el incidente de la estancia salteña como un caso policial, un “episodio puntual de violencia privada” aprovechado por los resentidos de siempre para socavar las bases de la patria ganadera y poner en duda la fraternal y respetuosa relación entre los hombres de campo. En marzo de este año, en cambio, cuando se cumplía un año del asesinato de David Fremd, ultimado en Paysandú por un hombre con trastornos mentales, el editorial de El País decía que, lejos de haber sido el acto de un enajenado, el crimen debía atribuirse al “radicalismo islámico”. No siempre la violencia es sólo violencia.
El País reclama, en su editorial del miércoles, “agentes de opinión potentes que salgan a confrontar esta visión fantasiosa e irreal” según la cual el mundo se divide entre los que ponen el lomo y los que manejan la fusta. Mi reclamo es un poco más ambicioso: quisiera que discutiéramos de una vez por todas en qué principio irrenunciable se sostiene la propiedad de la tierra y qué razones hay para proteger tanto la renta agropecuaria.