Es un lugar común constatar que el vínculo de la izquierda con el futuro y con los horizontes utópicos se ha desdibujado en las últimas décadas. La izquierda se constituye asumiendo la herencia de la Modernidad y la Ilustración. La crítica a la realidad existente, la razón como herramienta para elaborar un saber orientador y emancipatorio, prerrequisito y anticipo de la propia emancipación individual y colectiva. Un proyecto de sociedad acorde con ese ideal emancipatorio, la utopía en la que se desplegarían todas las potencialidades humanas y la idea del progreso ínsita en la marcha de la historia hacia ese ideal. Para hacer posible todo eso, la izquierda va a jerarquizar el valor de la igualdad: la libertad será posible si todos pueden acceder a una igual libertad.
El socialismo sumó la crítica al capitalismo y la superación de la propiedad privada de los medios de producción, y el marxismo quiso fundamentar en la ciencia el inevitable colapso del capitalismo y el acceso a una nueva sociedad. La salida del capitalismo a la crisis de 1973 pasa por la tercera revolución industrial, y, en el plano de las superestructuras, por el pensamiento posmoderno, que pone en tela de juicio todo lo anterior, especialmente a las cosmovisiones omniabarcativas y a la inevitabilidad del progreso en la historia.
A esto se suma que, por medio de un proceso complejo, implosionaron las sociedades del llamado socialismo real. En rigor, no llegaron al socialismo, sino que, como fruto de sus contradicciones, estaban trabadas en la transición del capitalismo al socialismo. La principal de ellas oponía el dominio de la burocracia reinante a las amplias masas de trabajadores. Esto frenaba el desarrollo de las fuerzas productivas, dificultaba el acceso a la tercera revolución industrial, ahogaba a la democracia y, en definitiva, llevó al colapso del modelo.
La caída del socialismo real es el fracaso de una vía autoritaria de construcción del socialismo y deja la lección de que sin democracia no hay socialismo. Fracasa también un modelo que se propone la desaparición del mercado y la concentración de la propiedad en el Estado. Y fracasa el marxismo-leninismo en tanto construcción ideológica que justificaba el dominio y las políticas de la burocracia.
A mi juicio, el colapso de estas sociedades, cuya realidad era invocada como la prueba de la validez científica de estas concepciones, no significa el fracaso del marxismo ni del ideal socialista. Pero era el paradigma ideológico más extendido en la izquierda mundial, lleno de certezas, coherente, compacto, omniabarcativo, con supuestas respuestas para todas las cuestiones, que idealizaba lo propio, ponía todo lo malo afuera, promovía en forma inconsciente la autocensura. Su caída dejó un gran vacío en el lugar de la utopía y del proyecto, y esto fue agravado por varias razones.
Hubo que enfrentar inmediatamente la ofensiva ideológica del neoliberalismo y eso hizo pasar a segundo plano la crítica a fondo del socialismo real y la asunción plena de su fracaso y de las causas de este, todo esto imprescindible para seguir construyendo y avanzando. Por otra parte, el socialismo democrático tampoco pudo elaborar una alternativa al mundo de la globalización neoliberal.
Ante este debilitamiento –también presente en nuestra izquierda, y una de las causas de su menor capacidad de entusiasmar y convocar–, tenemos que reconstruir el proyecto y la utopía. Sin el proyecto –con la mera referencia a la gestión– se pierden los sentidos del accionar. Al mismo tiempo, las identidades políticas y el sentido de pertenencia se logran mediante la identificación de todos los participantes con propuestas que tengan la suficiente fuerza convocante para ser colocadas en el lugar del ideal de todos ellos, que así se identifican entre sí y con el proyecto colectivo.
El horizonte
La utopía es la radicalización de la democracia, que se afirma en lo político y se expande gradualmente a lo económico-social, de tal manera que las cuestiones que hacen a la vida cotidiana de las personas no queden libradas al azar o al caos del mercado, sino que sean fruto de las opciones asumidas conscientemente por la voluntad democrática. Esto supone un largo tránsito, que nunca concluye y descarta llegar a una sociedad o a un ser humano transparente, sin contradicciones ni conflictos. Es una utopía ambiciosa, a la vez que abierta, y, en tanto proceso, supone utopías más realistas, más cercanas a nuestro presente, que son a su vez mojones en ese trayecto siempre abierto e inconcluso. Así, la utopía se encarna en lo que Immanuel Wallerstein llamaba utopística: partiendo de la realidad, avanzar experimentando caminos y diseños posibles.
La profundización y la extensión de la democracia; la articulación de democracia representativa y participativa, de la descentralización y el desarrollo de los poderes locales. La programación democrática, en un régimen de economía mixta, de fuerte peso orientador del Estado y progresiva difusión de las empresas autogestionadas. El desarrollo de la tecnología y de las fuerzas productivas, respetuoso del medioambiente, del empleo y de las opciones ético-políticas de los ciudadanos. La reducción progresiva de las desigualdades, en la dirección de la renta básica universal y las propuestas de Anthony Atkinson y Rutger Bregman. La educación y la formación permanentes para las nuevas ocupaciones y tecnologías. La difusión de un nuevo consenso cultural acerca de las bases de la vida social. La igualdad de género, el respeto a la diversidad y la superación del modelo patriarcal. Todo esto es, en su horizonte, incompatible con el capitalismo. Se trata de superarlo no desde un solo centro autoritario y concentrador de todos los poderes, sino horadándolo desde arriba y desde abajo, en una suerte de reformismo revolucionario que prioriza a la política sobre la economía, a la democracia sobre el mercado y a la ley sobre el contrato.
Si pensamos en la esfera internacional, el equivalente de todo lo anterior es la progresiva construcción de la gobernanza mundial democrática y la sustitución de la crisis mundial civilizatoria por una globalización con reglas democráticas, en la línea de las teorizaciones de Robert Cox y David Held. Si pensamos en el Uruguay del segundo centenario y en la perspectiva de los próximos dos gobiernos de la izquierda, es la propuesta al país de un nuevo pacto, que pasa por una nueva Constitución, por un proyecto de nuevo desarrollo que apunte a áreas especificas de nuestra economía, que potencie valor agregado, tecnología y empleo calificado, y se articule con una profunda reforma educativa, con una nueva matriz universal de protección social para todos los habitantes, con independencia de su ingreso u ocupación, y con la erradicación de la pobreza y el combate a las desigualdades.
Si por socialdemocracia se entiende una concepción que apuesta a las reformas y excluye la superación del capitalismo, prefiero definirme simplemente como socialista, y si hay que precisar más mi posición, me autodenomino socialista democrático, y no socialdemócrata. Me siento muy crítico con varios de los partidos así denominados, al mismo tiempo que reconozco que la experiencia concreta de los países escandinavos ha sido la más aproximada conjunción de libertad e igualdad en la historia. La experiencia soviética tuvo luces y sombras, pero su fracaso histórico no la hace un modelo. No se trata de que la socialdemocracia sea un escalón inferior y el socialismo real una meta superior. Al socialismo no se llegó ni por la vía autoritaria ni por la vía democrática.
Es otra la utopía que tenemos que proponer. Más que preguntarnos si el socialismo es posible, para hacerlo posible, no hay que repetir, sino aprender de la vida y de la historia.
Y no dejar de nombrarlo.