Diego Acosta es doctor en Derecho Europeo por la Kings College London e investigador en la Universidad de Bristol, Reino Unido. Es experto en legislación migratoria europea y actualmente está haciendo una investigación sobre políticas públicas y legislación migratoria en América del Sur. Estuvo en Uruguay hace algunos días y presentó en la Facultad de Ciencias Sociales los avances de su próximo libro, El extranjero y el nacional: dos siglos de legislación migratoria en América del Sur.
Conversó con la diaria sobre algunos aspectos de su investigación y las peculiaridades de la normativa uruguaya en relación con la construcción de la figura del extranjero; aunque en los últimos años prevalece un discurso oficial abierto a la migración, en Uruguay no se han modificado los requisitos para ser ciudadano desde su fundación, en 1830.
Contanos más sobre Dos siglos de legislación migratoria en América del Sur. ¿Qué te propusiste frente a un proyecto de investigación tan ambicioso?
–Lo que intento hacer en el libro es analizar cómo se ha construido jurídicamente la figura del extranjero en Sudamérica, desde la independencia hasta la actualidad. Es decir, cuando surgieron las nuevas repúblicas, los nuevos estados en Sudamérica, tenían que responderse tres preguntas: ¿cuál es mi territorio?, ¿cómo me gobierno? y ¿cuál es mi población? Quién es nacional y quién es extranjero, y cuáles son los derechos de cada uno de los habitantes de mi territorio, dependiendo de si son nacionales o extranjeros. Hago un análisis de 200 años de ciudadanía y de extranjería en toda la región, en los diez países –todos menos Surinam y Guyana–: cómo se han respondido esas preguntas a lo largo de 200 años.
En el caso uruguayo, ¿cuáles son los hallazgos a partir de tu investigación?
–El caso de Uruguay es muy parecido al resto de la región. En el siglo XIX hay una gran apertura hacia los extranjeros, porque principalmente se intenta atraer inmigrantes. Los inmigrantes a los que se intenta atraer son claramente los que tienen determinadas características: europeos, con capital, que traigan industria, que aporten a los nuevos países. Entonces el proyecto de apertura de fronteras en el siglo XIX no es que sea un proyecto de apertura humanista, sino que es un proyecto de carácter económico, de carácter “civilizatorio”; es un proyecto demográfico, porque se quiere poblar territorios que se presentan como vacíos, a veces excluyendo a poblaciones que están en esos territorios, y es un proyecto de carácter racial, porque se intenta blanquear poblaciones. En ese sentido, Uruguay no difiere del resto de los países sudamericanos. Desde finales del siglo XIX, y durante todo el siglo XX, lo que se da es una serie de exclusiones de determinadas categorías de extranjeros, es decir, una vez que empiezan a llegar extranjeros en números importantes –Uruguay es el tercer país sudamericano en recibir inmigración, después de Argentina y Brasil–, pues es ahí cuando se empieza a excluir a determinadas categorías de extranjeros, dependiendo de diversas configuraciones. Por ejemplo, por motivos de raza, por motivos de etnia, por motivos políticos, por motivos morales, por motivos de clase. Todas esas restricciones se van dando durante todo el siglo XX y derivan como restricción máxima en las leyes migratorias de la época de las dictaduras militares. De nuevo, Uruguay no es excepcional, porque el resto de los países sudamericanos, o casi todos los países sudamericanos que han tenido dictaduras militares en las décadas de los 60, 70 y parte de los 80, han tenido leyes migratorias muy restrictivas.
Tu análisis es histórico pero, sobre todo, jurídico. Analizás los textos constitucionales y las leyes de migración que se elaboraron durante los períodos analizados.
–Exactamente. Analizo todas las leyes de migración de todos los países y todos los textos constitucionales de todos los países durante un período de 200 años; voy analizando cómo se construye jurídicamente la figura del extranjero. Quién es nacional y quién es extranjero es una respuesta política; los nacionales y los extranjeros no surgen de la naturaleza, sino que se trata de una determinación política. ¿Por qué una persona que nace en el territorio es nacional, por ejemplo, de Uruguay y, sin embargo, si nace en territorio de Alemania no es nacional? Esta es una decisión política.
En este sentido, es una decisión política –y, por ende, artificial– que el lugar de nacimiento y los vínculos filiales determinan el origen nacional. En las reflexiones que se hacen en Uruguay en materia migratoria, en general, nunca está presente el análisis sobre los significados que les damos a la ciudadanía y a la nacionalidad. De alguna manera, por ejemplo, cuando se habla de inmigración generalmente se piensa en el migrante temporal y no en el migrante que se radica y tiene pretensiones de formar parte de la comunidad. ¿Cuáles son las razones en Uruguay para que un extranjero sólo pueda acceder a la ciudadanía legal y no a la naturalización plena como nacional uruguayo?
–Es una construcción jurídica muy peculiar en Uruguay. En todos los países de Sudamérica se discrimina entre naturales –es decir, los nacionales desde el nacimiento (por lugar de nacimiento o por consanguinidad)– y los que se naturalizan después, es decir, extranjeros que adquieren la nacionalidad del país. En todos los países sudamericanos hay determinadas cosas a las que un naturalizado no va a poder a acceder –por ejemplo, a determinados cargos ejecutivos, legislativos o judiciales–. Esto supone una peculiaridad, dado que en Europa si tú te naturalizas, por ejemplo, española, puedes ser presidente del gobierno, es decir, puedes ser exactamente igual que uno que haya nacido español. En el caso uruguayo se da una peculiaridad adicional, que es que hay una diferencia entre naturales y ciudadanos legales. El ciudadano legal va a tener prácticamente los mismos derechos que el natural, pero nunca va a poder ser considerado nacional. Entonces se permite que exista una serie de residentes que son ciudadanos, pero que no serán nunca nacionales. Todo esto viene de una construcción jurídica en la que en Uruguay se ha diferenciado entre nacionalidad y ciudadanía. En otros países no se ha hecho esa distinción, y los conceptos de nacionalidad y de ciudadanía han significado lo mismo. Sin embargo, en el caso uruguayo se ha hecho esa construcción jurídica: una cosa es la nacionalidad y otra cosa es la ciudadanía. Para cambiar eso haría falta una reforma constitucional, y no sé si este es un tema que esté en la agenda como para poder incorporarlo en una posible reforma.
Es frecuente escuchar aquel mito fundacional de que en Uruguay todos provienen de los barcos y que es un país de puertas abiertas. ¿Cuál era el contexto de esa etapa que alimenta el mito? ¿Cuáles eran las restricciones establecidas en la época del auge migratorio que dan contenido a ese mito? ¿Cuáles eran las características del migrante soñado de esa época?
–Diría dos cosas. La primera, respecto de que los inmigrantes en Uruguay provienen de los barcos, es una cuestión que también se suele decir en Argentina, pero siempre ha habido cierta inmigración regional hacia Uruguay, y en el caso argentino, también hacia Argentina, con lo cual no todos venían en los barcos. Algunos de los que provenían de los barcos también fueron forzados a venir en dichos barcos, como es el caso de los esclavos. Pero no todos provenían de los barcos. Respecto del mito del país de puertas abiertas, es algo que intento romper también en mi análisis, sobre todo para el siglo XX, en el que se dan restricciones claras respecto de determinadas categorías de extranjeros a los que no se quiere admitir o que se quiere expulsar. Como te digo, en la ley uruguaya de fomento a la inmigración, de 1890, se prohíbe la entrada a africanos, asiáticos y, básicamente, a ciudadanos de etnia gitana, a los que se denominaban “húngaros” y “bohemios”. Es curioso cómo la raza se construye. En 1906 hubo un lobby de ciudadanos sirios que reclamaban que ellos no eran asiáticos, por lo que en 1906 se aprobó una ley por la cual se excluye a los sirios de la categoría de asiáticos. Así que los sirios, que en ese momento provenían del Imperio Otomano, dejan de tener prohibida su entrada en Uruguay. Todo ese tipo de restricciones, insisto, son muy similares a las que había en el resto de Sudamérica. La ley anterior a la de 2008 era la de 1936, que incluía muchas exclusiones para ciertas categorías. Entonces sí, por una parte, existían fronteras abiertas, pero para determinadas categorías de extranjeros. La del siglo XX no fue una política de fronteras abiertas, y esas categorías de extranjeros excluidos fueron aumentando con el paso de las décadas.
El análisis de la normativa que hacés pone en evidencia que lo que sostiene las características o las definiciones que se hacen sobre el ciudadano en Uruguay data de 1830, mientras que la legislación migratoria no se quedó en 1890, sino que fue evolucionando hasta reconocer, con la Ley 18.250, el derecho a migrar. ¿Identificás alguna tensión entre el desarrollo de la normativa migratoria en Uruguay, las bases que existen hoy para una política migratoria y, por otro lado, la normativa vigente en materia de ciudadanía, que alberga concepciones decimonónicas?
–Ese es uno de los grandes problemas en Sudamérica. Una política migratoria tiene que tener en cuenta no sólo lo que es una ley de migraciones, sino también el proceso de transformación entre el extranjero y el nacional. Cuando ese proceso de transformación de extranjero a nacional es muy difícil, o imposible, eso quiere decir que hay algo que falla en tu política migratoria, porque el residente extranjero nunca va a poder adquirir los mismos derechos que el nacional. Ese es un problema grave. Un extranjero se enfrenta a dos barreras jurídicas: la primera determina si puede residir en el país de destino o no; la segunda decide si el residente extranjero puede nacionalizarse y si, una vez nacionalizado, tiene los mismos derechos que los que son nacionales desde la cuna. Hay países con leyes de migración más restrictivas que, sin embargo, facilitan mucho la transición entre extranjero y nacional. Un ejemplo de esto podría ser Suecia, un país con una política clara de facilitar el acceso a la nacionalidad sueca para los extranjeros residentes. Por lo tanto, hay que analizar las leyes de inmigración y de nacionalidad en su conjunto, para determinar hasta qué punto una política migratoria es realmente abierta o no.
Llevás varios días en Uruguay y has tenido oportunidad de conversar con representantes que trabajan el tema migratorio y el tema de la ciudadanía. ¿Cuál es tu lectura de las posturas oficiales que prevalecen en estos temas?
–Me parece que hay un gran esfuerzo jurídico y político por tener una apertura y facilitar el acceso a derechos para el extranjero. Es una impresión que me llevo a partir del diálogo con todos los actores con los que me he reunido. A veces hay mayores discrepancias en otros países, dependiendo del tipo de actor con el que estás hablando, pero en el caso de Uruguay veo una apertura real, no sólo discursiva, hacia el extranjero y hacia intentar facilitar el acceso a derechos y el acceso a residencia de los ciudadanos extranjeros.
Uruguay se enfrenta al desafío de ser el único país de Sudamérica con una postura no tan restrictiva, no tan permeable a los discursos de xenofobia que prevalecen actualmente en la región. Argentina, con el gobierno de Mauricio Macri, tuvo una regresión muy importante en materia migratoria, mientras que en el caso de Brasil, si bien se aprobó recientemente la Ley de Migración, que está por ser reglamentada, sin duda el gobierno de Michel Temer tampoco es un buen augurio para una adecuada implementación de esa normativa. ¿Cuál es tu mirada sobre la situación en la región y los desafíos que tiene Uruguay al formar parte de un bloque regional con estas particularidades?
–Este año han pasado varias cosas positivas en la región, y una negativa. Las positivas son las nuevas leyes de inmigración en Ecuador, en Perú, en Brasil y el proyecto de ley en Chile, que tal vez no sea aprobado antes de las próximas elecciones, pero que es un proyecto interesante. Evidentemente, se puede entrar en detalle y observar que en Brasil algunos artículos que iban en la dirección de generar derechos o de apertura fueron vetados por el presidente. Pero aun así, es evidentemente que la ley brasileña actual es muy superadora de la ley anterior, que se dictó durante la dictadura. Claro que el que haya una ley no quiere decir que vayan a cambiar mentalidades muy enraizadas de discriminación frente a determinados colectivos extranjeros, pero la ley es un avance. El aspecto más negativo es el decreto emitido en enero en Argentina, que supone una gran regresión no sólo en materia de derechos de los migrantes, sino del Estado de derecho en el país, dado que las garantías judiciales y el derecho humano a un debido proceso no son respetados, con el acicate de que esto se hace con la intención de criminalizar o estigmatizar a las personas no nacionales en Argentina.
Volviendo a Uruguay, en los últimos años el tema del derecho al voto de los uruguayos en el exterior no ha dejado de estar en la agenda. Esto habilitó discusiones sobre si es la residencia o es la nacionalidad la que tiene más peso para el ejercicio de los derechos políticos. En ese marco, el hecho de que las personas migrantes no puedan ejercer sus derechos civiles y políticos de forma plena está totalmente ausente del debate. ¿Tenés alguna postura en relación con el ejercicio de derechos civiles y políticos de emigrantes e inmigrantes que pueda aportar al debate en Uruguay?
–Lo que se puede mirar es lo que ocurre en el resto de los países de la región desde la década de 1990. En los últimos 25 años prácticamente la mayoría de los países ha decidido dos cosas. La primera es aceptar la doble nacionalidad; en el caso de Uruguay es aceptada desde 1934. ¿Por qué? Porque el colombiano que está afuera, o el brasileño, o el ciudadano de la región que estuviese fuera, si se quería naturalizar en otro país, a lo mejor no quería perder su ciudadanía de origen y, por lo tanto, los países de la región empezaron a aceptar la doble nacionalidad. La segunda cosa que han hecho es empezar a aceptar el voto desde el extranjero. Ahí hay un debate no saldado, porque hay países que entienden que la residencia es más importante. Por ejemplo, en Reino Unido un británico que haya residido fuera de su país por más de 15 años pierde su derecho a votar en las elecciones nacionales. ¿Es eso coherente? Bueno, este es un punto debatible que supone decidir hasta qué punto alguien que ha decidido irse durante más de 15 años mantiene un vínculo con su país o no. Claro, uno podría entrar en el análisis individual de cada caso: si esa persona viaja a su país varias veces al año, si tiene propiedades en el país, si tiene familia en el país, ¿cuándo uno podría decir que efectivamente mantiene un vínculo? Lo que ocurre normalmente –eso sí es una tendencia muy clara– es que se acepta que los extranjeros tienen derecho a votar en las elecciones municipales, es decir, en las elecciones de cada ciudad. Esa es una tendencia tanto en Europa como en Sudamérica. Y en segundo lugar, se acepta que los nacionales que residen en el extranjero tienen derecho a votar en las elecciones nacionales de su país, pero no en las municipales. Un ejemplo personal: yo puedo votar en las elecciones de España –y, de hecho, voto siempre en las elecciones de España–, pero no puedo votar en las elecciones de Madrid. ¿Por qué? Porque no resido en Madrid. ¿Es eso justo? Ese es un debate que tiene que resolver cada país. Insisto: si la pregunta es cuál es la tendencia general, la tendencia general de Europa y Sudamérica es que cada vez en más países es aceptado que sus nacionales en el extranjero puedan votar en las elecciones nacionales y que los extranjeros puedan votar en las elecciones municipales.
Una pregunta que me quedó pendiente: ¿cuáles son las implicaciones de la imposibilidad que tiene un migrante que se siente parte de una comunidad política, que tiene familia constituida, que trabaja, que vive en ese lugar, pero no puede acceder a la nacionalidad?
–Desde el punto de vista jurídico, las implicaciones no deberían ser muchas, porque el ciudadano legal, después del ejercicio de tres años de ciudadanía legal, tiene los mismos derechos políticos. Otra cosa son las implicaciones de carácter identitario y de pertenencia, que también son importantes: la sensación de sentirse tal vez como un “ciudadano de segunda” por no poder ser nunca natural. La inmigración y las leyes de inmigración tienen todo que ver con la identidad y con cómo se construye la identidad en determinado territorio.
¿Una persona puede quedar atrapada, digamos, al contar con una nacionalidad? Por ejemplo, si por muchos años fuera ciudadano legal en Uruguay y perdiese la nacionalidad de origen, ¿quedaría sin nacionalidad porque Uruguay nunca se la va a otorgar? ¿Qué riesgos podrían existir?
–En ese caso el riesgo principal sería que no pudiera ejercer el derecho como uruguayo en el exterior; por ejemplo, si para entrar a otro país precisara un visado que no se les pide a los uruguayos y que, sin embargo, en otro país digan: “Como usted no es nacional uruguayo, sino sólo ciudadano uruguayo, necesita un visado por su nacionalidad de origen”. Ese sería, tal vez, el principal problema. El Estado uruguayo tendría que defender de la misma forma tanto al nacional como al ciudadano legal.
Porque tampoco entra en la categoría de apátrida.
–Exactamente. Es un problema jurídico muy complejo. Desde mi punto de vista, una vez que alguien es ciudadano legal uruguayo, esa ciudadanía tendría que tener efectos jurídicos válidos para el resto de los países. En caso contrario, se correría el riesgo de que, si esa persona ha perdido su nacionalidad de origen y sólo tiene la ciudadanía legal uruguaya, quede en una suerte de apatridia para ciertas interacciones con terceros estados.
En determinado momento la región discutía la posibilidad de pensar una ciudadanía sudamericana; ahora, evidentemente, en el contexto político de la región es inviable. Pero sería interesante saber cuáles han sido las experiencias en relación a la ciudadanía europea, a la integración regional y a las medidas que están tomando los países europeos ante los discursos del odio y del miedo a los inmigrantes y a los refugiados.
–Es muy difícil comparar entre regiones, porque realmente Europa es heredera de una circunstancia muy peculiar y muy terrible: una Segunda Guerra Mundial en la que murieron millones de personas. Una vez que termina la guerra, empieza un proceso de integración regional que acepta desde el inicio un mayor componente de supranacionalidad. Es decir, los estados ceden ciertas competencias soberanas a un ente supranacional que es la Unión Europea [UE]. Es difícil comparar esta experiencia con la que se pueda dar en otras regiones. De todas formas, cuando se habla de ciudadanía europea hay que entender que ha sido un proceso de muchas décadas. La primera regulación sobre trabajadores europeos es de 1961. Sin embargo, la ley actual, que regula los derechos de los ciudadanos europeos, es de 2004. Por lo tanto, tenemos un proceso de más de cuatro décadas en el que hay avances y retrocesos, pero principalmente se va avanzando en dirección positiva. El retroceso más significativo ha sido, obviamente, el brexit. Con respecto al tema sudamericano, creo que los dos organismos regionales que estaban impulsando con mayor fuerza el tema de una ciudadanía común eran, por un lado, la Unasur [Unión de Naciones Suramericanas], que creo que ahora está en una situación de parálisis, y, por otro lado, el Mercosur, que dado el nuevo decreto de migraciones de Argentina de este año, no veo que pueda alcanzar una “ciudadanía mercosuriana” para 2021, que era algo que en su momento se había propuesto, coincidiendo con el 30º aniversario del bloque.
¿Cuáles son las lecciones aprendidas después del brexit? Desde dispositivos no solamente jurídicos, ¿cómo se han instrumentado los discursos que buscan sembrar el miedo hacia el migrante, la reconstrucción del extranjero? ¿Cuál sería la lección aprendida del proceso en Europa –concretamente, en Reino Unido– para tratar de evitar que suceda algo similar en la región?
–Yo creo que la lección aprendida más importante es que cuando uno empieza a discriminar de manera discursiva y jurídica frente a determinados tipos de extranjeros, es muy fácil que esa discriminación se extienda a otras categorías de extranjeros. En el caso del brexit, lo que ha sucedido es que el objeto del odio de aquellos que proponían el brexit y que usaban la inmigración como herramienta para proponerlo, no eran ciudadanos de Nigeria, o de China, o de Japón, o de Estados Unidos, sino que eran otros ciudadanos europeos –por ejemplo, polacos– u otros de Europa del Este, o, incluso, de Europa del Sur, como españoles, italianos, griegos, etcétera. Desde mi punto de vista, eso ha sido consecuencia de un discurso, en Europa, que ha visto cómo las discriminaciones que se propugnaban respecto de determinadas categorías de extranjeros se han extendido, como resultado de un efecto no deseado, a otras categorías de extranjeros a los que sí se quería aceptar, como los europeos de otros países de la UE. Esta es una lección importante.
Sos ciudadano europeo y vivís en Reino Unido después de la salida del país de la UE. ¿Qué impacto tiene para los europeos que vivían o que residen y tienen su proyecto de vida ahí?
–La respuesta rápida es que no lo sabemos, porque todavía depende de la negociación entre la UE y Reino Unido. No hay que olvidar que si bien hay alrededor de tres millones de europeos en Reino Unido, también hay casi un millón y medio de británicos en el resto de la UE. Esto quiere decir que cualquier propuesta restrictiva va a afectar a un número enorme de personas. Sin embargo, Reino Unido está poniendo sobre la mesa propuestas bastante restrictivas y nada halagüeñas.
¿Por ejemplo?
–La última propuesta que están haciendo es que los migrantes europeos considerados altamente calificados van a tener una serie de permisos que se van a extender hasta tres o cinco años. Sin embargo, los europeos que sean considerados de baja cualificación van a tener permisos mucho más restrictivos. Por ejemplo, el sector de la agricultura inglés está exigiendo soluciones al gobierno. ¿Por qué? Porque los que trabajan en la agricultura en Reino Unido no son ingleses, no son británicos, porque los británicos no quieren trabajar en ese sector. Son ciudadanos europeos que vienen del resto de la UE. Al tener fronteras abiertas dentro de la UE, pueden salir y entrar sin problemas y trabajar en estos sectores estacionales como la agricultura. Desde el momento en que esto ya no sea posible, se va a generar una serie de problemas enormes para el empleador. De todas formas, el gobierno británico está siendo muy incoherente en sus propuestas, pega muchos bandazos y se contradice en muchas ocasiones. Todavía queda mucho tiempo de negociación, y la UE ha sido muy clara en decir que el estatuto de los ciudadanos europeos en Reino Unido es un aspecto básico e innegociable, por lo que es difícil predecir el futuro.
Podés ampliar un poco sobre el proceso de “regularización migratoria” que se impone ante esta coyuntura.
–La situación documental es bastante compleja, porque hasta ahora los ciudadanos europeos no han necesitado ningún documento para residir en Reino Unido. Es decir, un ciudadano alemán, pongamos por caso, tiene el mismo derecho a residir en Berlín que en Londres. Con el brexit es muy posible que esto cambie, lo cual, insisto, afectará a millones de personas en Europa y, dependiendo de las negociaciones, supondrá una gran regresión para el proyecto regional en el continente.