Debate programático | A un año de las elecciones nacionales, este mes Dínamo propone centrar el debate en aspectos programáticos. En las próximas semanas incluiremos columnas sobre educación, producción y seguridad, entre otros temas, pensando en los desafíos y las discusiones pendientes que tiene el país.

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Está claro que Uruguay sigue necesitando el crecimiento económico y el desarrollo de sus fuerzas productivas. Esto se constata cada vez que nos ponemos cifras relativas al Producto Interno Bruto (PIB) como objetivos de políticas sociales y de desarrollo, ya sea para la educación, la salud, la vivienda, la investigación o la cultura, sólo para poner algunos ejemplos.

Convengamos que el crecimiento de la riqueza generada por el país por sí solo no tiene una significación si esto a la vez no redunda en una distribución con equidad en la población, y si no se generan herramientas para mejorar la sociedad, haciéndola más justa e inclusiva. Pero a esta altura no se puede negar la importancia del crecimiento económico. El problema es hasta dónde y de qué forma, y sobre todo, a qué costo.

Somos un país de producción agropecuaria. Cuando se plantea la baja incidencia del PIB agropecuario en el total se dice algo que es cierto, pero se olvida en el análisis el efecto multiplicador que tiene esta economía originalmente primaria. Y digo “originalmente” porque, como propondré a lo largo de este artículo, estamos convencidos de que el crecimiento con afectación mínima de nuestros recursos naturales y el ambiente tendrá que venir de la diferenciación de esos productos primarios, convirtiéndolos en productos con valor agregado no sólo en la fase industrial sino desde el arranque de la producción primaria.

El aumento de la producción de bienes agropecuarios indiferenciados, con un clásico comportamiento de commodity, va a requerir una intensificación en el uso de los factores de producción (más agua, más nutrientes). Esto, necesario para un salto cuantitativo, tiene varios problemas: la capacidad de usar los recursos naturales sin agotarlos, los efectos colaterales del uso de los productos en el ambiente, los costos asociados y, por lo tanto, la correcta evaluación costo-rentabilidad. No se trata sólo de producir mucho, sino de que esto valga la pena desde el punto de vista económico, de que no afecte los ecosistemas y de tener, en definitiva, un concepto de sustentabilidad, más allá de los propios plazos de la producción.

Siendo Uruguay un país chico, dependiente, tomador de precios y condiciones, jugarse exclusivamente al aumento en volumen por el correspondiente aumento de los factores de producción podría ser un error. La propuesta programática sería crecer pero hacerlo diferenciándonos en nuevos productos, en inocuidad y calidad, en seguridad y trazabilidad.

No se trata sólo de producir más carne, sino de valernos de nuestro campo natural, que aún debería admitir un crecimiento productivo como ventaja diferenciadora. Podríamos producir todavía más volumen de leche por hectárea, pero deberíamos tratar de producir sobre todo más proteína y sólidos por hectárea; una troza de pino es una troza de pino, pero si fue podada en el momento adecuado y se le puede certificar el tamaño de cilindro nudoso acotado, es otro producto y, por ello, debería esperarse que tuviera otro valor.

Hoy la agricultura de carácter puramente orgánico aún es testimonial, pero lo importante es el impacto que podemos generar en ir transformando la agricultura tradicional en una producción más integrada. Y aun más si logramos hacernos del conocimiento (técnicas, nuevos productos, semillas, etcétera), conceptos que siempre se presentan en una falsa contradicción, aunque está claro que existen fronteras de conflicto a resolver. Pero además, en algunos casos, si no lo hacemos nosotros, a la larga serán las economías hegemónicas las que se apropien de estos beneficios (especies nativas de potencialidad comercial).

Sólo para poner algunos ejemplos: hoy se puede constatar una disminución marcada de la aplicación de insecticidas en la fruticultura por la aplicación de un control por feromonas o el desarrollo de enemigos naturales para plagas del tomate.

Debemos planificar un crecimiento de la producción estrictamente ligado al conocimiento incorporado. No vamos a producir ni más carne ni más leche que las tecnologías 100% estabuladas; nunca vamos a llegar a los promedios en soja que tiene la pampa húmeda argentina. Nuestro beneficio se deberá buscar en nuestra inteligencia al servicio del aumento del valor de lo que producimos y no de la simple cantidad absoluta.

¿Cuáles han sido en estos años los aspectos de ventajas competitivas que verdaderamente nos han diferenciado? Tal vez la trazabilidad de nuestra ganadería, que nos ha permitido ingresar con valores superiores que nuestros competidores regionales a mercados con mejores precios. O el compartimento ovino, que asegura, con un paquete tecnológico asociado, una inocuidad superior del producto, que habilita a Uruguay a ingresar al mercado de Estados Unidos.

Estaría claro entonces qué hacer para resolver el crecimiento con la mejor combinación de todos los factores desde lo estrictamente productivo. Pero desde el punto de vista programático esto no alcanza.

Se podría hacer esto con una docena de empresas de alta especialización y con una capacidad de capital que permitiera una ejecución rápida. Se podría incursionar en lo innovador, lo ambiental, lo diferenciado, lo inocuo. Se podría hacer esto con un nivel de concentración propio del sistema capitalista más descarnado. Pero no sería ni justo ni inclusivo. Es ahí donde se debe pensar en llevarlo a cabo con aquellos que más viven el modelo de desarrollo rural desde la propia ruralidad: la producción familiar.

Sabemos que nos endilgarán argumentos como los de que este sector “no mueve la aguja”. Es que justamente se trata de esto. De darle las condiciones, levantarle las restricciones y limitantes para que sí pueda hacerlo. Apoyar un programa de crecimiento de la producción con diferenciación y teniendo en cuenta un paquete de tierra, financiación, asistencia técnica, un plan nacional de extensión, integración verdadera de las cadenas de valor, etcétera, para que este sector pueda expresarse productivamente en esa dirección. En definitiva, para beneficio de ellos y también buscando así la pública felicidad.

Andrés Berterreche fue ministro de Ganadería, Agricultura y Pesca, y director del Instituto Nacional de Colonización.