El horror, el horror... Mire: hay un fascista fanático a las puertas de Planalto. La política criolla pone, ante esa irrealidad, la misma cara lacrimosa de desconcierto que había puesto cuando Donald Trump ganó las elecciones en Estados Unidos. Mientras la superficialidad de la izquierda institucional uruguaya teatraliza el malestar, gime y se lamenta, y hace esa cosa de arrepentimiento infantil que llama “autocrítica”, llena de mohínes y pucheros, como si no hubiera un lenguaje capaz de decir ese terror, esa depresión y esa culpa, los campeones de la mediocridad liberal del pensamiento se llenan de locuacidad y cargan el síntoma Jair Bolsonaro a la cuenta de la corrupción de la democracia brasileña y del Partido de los Trabajadores, así como se ha cargado la catástrofe de Mauricio Macri a la corrupción y a la insinceridad económica del período K. Y la verdad, si la entendemos como simple adecuación del lenguaje a la realidad, está más cerca de los liberales, sin dudas. Su lenguaje está activo y erizado, porque ellos corren o flotan en el sentido de la realidad, o mejor, del principio de realidad. No parece animarlos ninguna ideología, ninguna doctrina, ningún credo: sencillamente una ecuanimidad pragmática, una técnica, un grado cero, un punto medio glacial, a salvo de los extremos patológicos primitivos del alma social que nunca parece estar a la altura del don tecnológico. El problema entonces no es la ideología, el retorno del fascismo reprimido: el asunto es la propia realidad como principio de realidad. En realidad, las clásicas relaciones político-sociales han ido siendo barridas y vaciadas, y en realidad, se han levantado en su lugar múltiples mecanismos técnico-económicos, microscópicos, objetivos, cuantificables y evaluables. Y todas estas micromáquinas convergen técnicamente, en realidad, en una única gran máquina. La máquina se llama capital, y la lógica de esa máquina se ha convertido en nuestro principio de realidad.

Un gobierno hoy, para poner sólo un ejemplo, no tiene nada que ver con la política. Es un desempeño técnico-empresarial que se evalúa, se puntúa y se cuantifica en las cifras de la gestión y la administración de la economía, de la salud y de la seguridad, que luego se vuelve a cuantificar en las cifras del electorado, de los votos, de los índices y de las preferencias. Y así como en la circulación del capital, la fórmula dinero-mercancía-dinero es un enloquecimiento circulatorio en el que la mercancía es la forma sustancial transitoria que asume el flujo abstracto de cantidad (el dinero) para producir más cantidad, el gobierno es la forma sustancial transitoria que adopta el flujo de votos (el dinero electoral) para producir más votos. O la forma transitoria que adopta el flujo burocrático de evaluaciones económicas externas (calificadoras, posibilidades de inversores, organismos multilaterales, posibilidades de crédito y deuda) o electorales internas (la oposición política jugando siempre el juego oportunista de la sospecha de corrupción, de negligencia o de impericia, de la mano de una violenta judicialización de todo acto político, etcétera), para producir más burocracia, más controles objetivos, más dispositivos técnicos de evaluación. La corrección ética debe correr por el mismo andarivel que el expertise técnico. Y la economía y la técnica son lo que subsume a todo el artefacto.

Hoy ya casi hemos logrado el enfriamiento global, el capitalismo técnico, glacial y sin fricciones que predica Bill Gates. Hemos liberado al capital del capitalismo. Hemos desatado definitivamente el automatismo de la lógica técnica del capital al margen de los obstáculos de las relaciones (sociales o simbólicas) de producción capitalistas, sin poder y sin hegemonías clásicas, sin ninguna forma de investidura política, jurídica, institucional o militar. Hemos ido fabricando la posthumanidad, la transhumanidad o la humanidad 2.0. Una generación pura de superhombres de una resiliencia ciega que atraviesa todas las clases y todos los estratos sociológicos clásicos: pobres, ricos, trabajadores, administrativos, feriantes, empresarios, banqueros, emprendedores, cuentapropistas, lúmpenes, delincuentes, traficantes. Todos son capital personificado, encarnaciones pasivas del axioma y de la lógica automática del capital, es decir, de la naturaleza y de la tecnología (expertise, astucia técnica, adaptación, competencia, sustentabilidad, etcétera). Todos son una masa de partículas adaptadas radicalmente, es decir, sin nada que adaptar (ninguna esencia) y sin nada a qué adaptarse: pura nube de adaptación abstracta, pura neutralidad sistémica, puro movimiento técnico de convergencia y resonancia de todo con todo. Porque si el capitalismo era aquel ambiente histórico positivo, aquel modo de producción al que eventualmente los organismos vivos o las personas se adaptan, el capital es la neutralidad de la lógica técnica misma de la adaptación. Hemos abolido toda doctrina, toda ideología, todo modo social y político del ser. Hemos sintetizado la vida en su verdad tecnológica más pura y básica –sin sociedad, sin historia y sin política–. El capital ha extremado las cosas al punto de que la famosa lucha de clases puede expresarse en términos de una guerra entre el hombre y la lógica de máquina, entre lo social y la lógica de empresa, entre la política y la economía.

Pero, por otro lado, hay una verdad también en esa depresión que la izquierda parece experimentar, y que reaparece cada vez que ocurre una mancha, un ruido o un fantasma como Bolsonaro. Pues quizá no se trata solamente de un horror genérico, de la amenaza de una figura psicótica cargada de poder y puesta en condiciones de realizar su fantasma de muerte y destrucción sobre los hombros de un electorado alegre que baila, sin saberlo, la coreografía del fin del mundo. Podría ser, quizá, la prolongación de una ideología fanática, una especie de inflación mutante y patológica de la propia política, que se cuela (y juega y gana, para el caso, aunque podría perder) en las urnas. Pues este ruido, esta mancha, este aliento sobrerreactivo de política que se descarga enfermiza y furiosamente e infecta el artefacto glacial de las elecciones, de la publicidad, de las evaluaciones, de las cifras y las encuestas, de la gestión y la gerencia, de los diseñadores de imágenes y administradores de lo visible, debería también poder revelar el sinsentido del propio artefacto. Bolsonaro debería ser entendido como un fantasma que cubre no el principio político de realidad sino la ausencia de un principio político de realidad, o mejor, el vacío dejado por la catástrofe del principio político de realidad. En la región ese vacío, ese frío, se llama Mauricio Macri.

No puedo dejar de pensar entre Bolsonaro y Macri. Uno como crecimiento espectacular y caliente de los signos convencionales de la política y del poder traducidos al mundo del circo mediático. El otro completamente huérfano de investidura política, desangelizado y hueco, una persona que transmite siempre sensación de desconcierto o de no haber leído un libro en toda su vida (dos minutos después de haber empezado alguno de sus discursos, “a uno le suena como una lata cayendo por una escalera”, como decía un periodista argentino), y que llega al gobierno como político de diseño, bailando y repitiendo los mantras insustanciales de “tenemos que estar todos unidos”, mensajes psicotizantes de voluntarismo mágico con sus “se puede” o “si todos queremos, podemos”, etcétera. ¿Cuál es más dañino o más peligroso? Cuestión de grados. Pero uno escandaliza a la izquierda y la deja helada y sin habla. El otro no. Recién cuando entendamos que la verdadera política está por fuera del actual principio (económico, técnico y natural) de realidad, y que la política institucional ya está irremediablemente infectada con el virus de la economía, de la técnica y del saber-hacer (realpolitik), entenderemos, quizá, que estos excesos hiperrealistas de política como Bolsonaro no solamente son un síntoma del agotamiento del simulacro técnico de relación social, sino que son también el producto mejor logrado del simulacro electoral.