De la saga El señor de los anillos, de JRR Tolkien, quiero evocar un pasaje que no recuerdo que apareciera en las películas que luego se hicieron sobre ella. Entre los personajes hay dos magos; uno fundamentalmente bueno, Gandalf, y uno esencialmente malo, Saruman. En la novela no hay buenos absolutos pero sí algunos malos totales, con distintos grados de poder. Gandalf y Saruman tienen poderes similares y pertenecen a la misma especie, entre las tantas que pueblan el relato, pero están en posiciones opuestas en la lucha por el poder encarnada en el anillo.

Saruman es largamente anunciado antes de su aparición, creando suspenso y aprensión. Cuando les leía a mis hijos esa novela, por suerte iba algo adelantada en mi lectura personal, pues podría haberme equivocado feo con la voz de Saruman, haciéndole voz de malo, cuando la característica que lo hace más peligroso es su capacidad de seducción, y sus mejores armas son su voz y su discurso.

La estrategia de Gandalf, que viene conduciendo una marcha multitudinaria, es crear una situación en la que Saruman tiene que asomarse a una torre –uno lo puede imaginar como en un balcón presidencial– y hablarle a una gigantesca asamblea compuesta por hobbits, enanos, ents, elfos, hombres y todos los pobladores del mundo de Tolkien. Entonces Saruman no puede ser tan seductor. Cuando adula a unos, otros se sienten despreciados; cuando algunos podrían creerle, otros saben que miente. La exposición pública disminuye drásticamente su poder de convencimiento.

Hay una inesperada analogía con los medios públicos y las llamadas redes sociales. Las tecnologías no son en sí mismas buenas o malas, pero son susceptibles de usos buenos o malos. Los grandes medios, a los que también cuestionamos, al menos tienen que salir a la intemperie y confrontar con una multitud y responder si se les prueba que mienten. No es fácil: las protestas pueden ser ignoradas, los desmentidos son chiquitos y extemporáneos, pero al menos cada uno sabe qué les dicen a sus vecinos o conciudadanos. Cuando unos no saben qué información reciben otros, la mentira no puede ser cuestionada, ni tampoco pueden serlo los mensajes irracionales, ni contrarios a los derechos fundamentales.

Internet, que no es más que una red de transmisión de información, nacida de comunicaciones dentro de colectivos como las universidades o el ejército, se volvió red pública y sobre ella se asientan múltiples formas de comunicación parcelada, de autoexposición voluntaria o inconsciente, de espejismo constante, porque cada uno cree estar viendo el mundo y en realidad tiene contactos o “amigos” parecidos a sí mismo. Lo que se veía como democratización –nunca me gustó la palabra– se convierte en una fragmentación con ilusión de universalidad. Y en una fuente de información que puede ser explotada, con técnicas de manejo de datos, inteligencia artificial y todos sus parientes, para dirigir mensajes certeros a distintos destinatarios.

Se refuerza la equivocación de creer que nuestra aldea es el mundo, con aldeas que no están próximas geográficamente sino de otras maneras. Se repite la paradoja de los enanos o hadas de jardín. Uno le pregunta a alguien si le gustan; en general, contesta que no. Si a sus amigos y conocidos les gustan, tampoco. Pero hay fábricas de figuras de jardín, así que hay que reconocer que los amigos y parientes de uno no son un conjunto estadísticamente significativo y las visiones parciales son engañosas.

Se refuerza la formación de opinión en forma acrítica y el poder del rumor, que es como la hidra de Lerna, a la que le nacían varias cabezas cuando se le cortaba una. No sirven las armas del mundo de lo público, y no queremos entrar en el contrarrumor, igualmente irracional.

María Simon fue presidenta de Antel y ministra de Educación y Cultura.