A las 16.00, hora pautada para el inicio de Montevideo tropical, nadie que no sepa que en la Rural habrá un festival puede imaginar siquiera que está abierta. El único indicador de que allí va a pasar algo son unas vallas que guían a los concurrentes a las boleterías correctas, y un par de guardias de seguridad que cumplen con las tareas de ser el primer control de ingreso. No hay nadie sacando entradas, nadie que se divise a lo lejos cuando llega. Cae mucha agua.

Cuando termina de tocar Mestizo, la segunda orquesta del festival, habrá unas 200 o 300 personas, contando a los vendedores, los técnicos de sonido y los obreros que, ataviados con chalecos anaranjados y cascos, esperan órdenes para armar y desarmar. Contra el escenario, quizá unas 30 personas aplauden a la banda, que toca cumbia al estilo colombiano; el resto se guarece debajo de las araucarias gigantes que hay alrededor del ruedo. Todos, tanto los pocos que están cerca del escenario como los que esperan debajo de los árboles, tienen buena onda. Saben que recién comenzó, que quizá lo más bravo ya lo superaron, y tienen la esperanza de que en algún momento pare la lluvia. Entonces el milagro sucede.

Mientras arma Sonido Cotopaxi, y la presentadora Dulce Polly entrevista al tecladista, de nombre Gervasio, que le dice que hace 51 años que está en la orquesta y que cree que su primera actuación fue en un baile en el Tala, la lluvia cesa. Como si fuera un gol, se siente un grito en distintas partes del predio, que en esta situación parece más enorme que nunca. De a poco, los grupos provenientes de las distintas araucarias salen de su refugio y se acercan al escenario. Todos creemos que ganamos, que vencimos a la lluvia. Encima, Cotopaxi, una de las charangas más importantes y longevas de Uruguay, hace un show bárbaro, lleno de clásicos que, te guste o no la charanga, conocés: “Que no quede huella”, “Con una lágrima en la garganta”; extrañamente, no tocan “La lluvia mojó”. Todos bailamos, se despliegan sillas playeras, salen a la luz tuppers de Crufi de donde brotan tortas de fiambre o pizzas caseras, pasa el churrero y vende todo. Termina el show, el cantante, luego de un riff con pose de Slash, agradece por el aguante y dice que acaba de sonar la cumbia de ayer y la de hoy. Se van. Vuelve a salir Dulce Polly. Comienza a armar la orquesta de Javier Pacheco. Empieza a llover otra vez.

De nuevo, jóvenes, adultos mayores, cochecitos de bebé, niños, todos corren a guarecerse debajo de las araucarias. La organización empieza a repartir pilots descartables para niños, embarazadas y señoras mayores. Queda poca gente cerca del escenario. Pacheco y su banda dan un show muy bueno, y los escasos bailarines que permanecen en la pista lo retribuyen con mucha actitud, sobre todo en el enganchado de éxitos de Nietos del Futuro, que explotó incluso debajo de los árboles.

Terminó Pacheco y empezó a armar Banda Zeta. En ese momento empezaron a irse los primeros. Iban indignados porque el espectáculo no se había suspendido, pero a pesar de todo se lo tomaban con humor. “Por lo menos salimos un poco, ¿no?”, “Bueno, ahora un mate y lo vemos por la tele”, fueron algunos de los comentarios escuchados.

Cuando subió La Cumana, el público se había estabilizado. Es decir, el que estaba bajo agua ya se había resignado a mojarse, y quienes estaban bajo los árboles sabían que por un buen rato estarían ahí, viendo de lejos el espectáculo pero intentando disfrutar a pesar de todo. Un padre joven, remera de Peñarol, cerveza en una mano e hija pequeña, de unos cuatro años, de la otra, baila “Temo decírselo todo”; un pibe de camisa a cuadros y buzo atado a la cintura, fuma un porro paraguayo, baila, se ríe, gira sobre su eje mientras suena “Civilización”; dos jóvenes, amigas o familiares, se sacan una selfie mientras la orquesta le dedica su actuación a Martín Quiroga, ex cantante de La Cumana, baleado la noche anterior en un altercado con su suegro.

Paraguas amarillos, azules, negros, rosados, verdes, bordó, se agitan para despedir a La Cumana y aguantan mientras arma La Sabrosura. Un pibe de campera blanca con flores blancas en relieve baila con su pareja; una pareja de veteranos cantan las canciones mientras toman, uno tras otro, vasos cargados de cerveza; el pibe del porro de hace un rato mira la orquesta y se ríe. Termina La Sabrosura y hay cambio de presentadores: se va Dulce Polly y vienen Fernando Serra y Daiana Abracinskas, que dicen que ya va a parar. “La intendencia no te arregla un pozo y te va a arreglar un festival”, dice un joven que, junto a sus amigas, vino a guarecerse bajo el árbol.

Suena La Carátula. Pasa la cuadrilla de obreros rumbo a la trastienda del escenario. Van bailando. Unas promotoras de Antel reparten stickers que dicen “Montevideo tropical”.

Para un poco la lluvia. Suena Sonido Cristal. Una chica baila jugando en un charco gigante. Empieza a llegar más gente. Se pueblan los árboles de familias con niños y cochecitos, el ruedo se llena de jóvenes y paraguas. El cantante agradece. “Por estar acá, bajo lluvia, cada banda tendría que tocar dos horas para ustedes”, dice, y después pide que la gente haga el pasito parabrisas con sus brazos. Pide que bailen los obreros. Terminan una gran actuación.

Vuelve a llover fuerte, suena El Super Hobby. Los que se mojaron siguen como si nada, mientras que los de debajo de los árboles aguantan como pueden. Es impresionante lo que cubre una araucaria. Quienes esperan para ir al baño bailan; quienes venden cerveza, chorizos o churros bailan.

Con Vanessa Britos se larga la lluvia más fuerte, pero la gente le hace frente bailando. Salen dos chicas del carrito, con camisetas de Ottonello, y bailan bajo el agua. Algunos se refugian debajo de la plataforma montada para las personas en sillas de ruedas, pero hoy no hay ninguna: no habría podido llegar siquiera a la plataforma.

Llueve mucho, no para. No va a parar. Sobre el final, va a achicar un poco y los que aguantaron van a poder disfrutar con históricos de la movida como Karibe con K, Marihel Barboza, Los Fatales, van a gozar con Los Negroni y con el cierre de Marcos da Costa, o a enojarse con el gesto de Majo de mandar a las chicas a bailar para que las disfruten los chicos. Se habían vendido 6.000 entradas previamente; los cálculos más optimistas hablaban de 3.000 personas esa noche. De esas 3.000, algunas disfrutaron bajo lluvia, no les importó nada y agitaron sin parar. La gran mayoría vio a las orquestas que escuchan siempre, en una pantalla gigante, desde debajo de la copa de un árbol. No es lo ideal, pero por lo menos salimos un poco, ¿no?