El graznido de los cuervos, el grito feliz de niños a los lejos, el viento agitando las ramas y el paso ocasional de los turistas –clics de cámaras y gestos apurados– son la banda de sonido de Père-Lachaise, el cementerio más importante de París y uno de los más conocidos del mundo. Acá están los ilustres restos de Amedeo Modigliani, Yves Montand, Jim Morrison y Édith Piaf.

En su inmensa extensión uno bien puede perderse entre los altos panteones y las esculturas de ángeles, caballos, vasijas, flores y cruces. La parte más antigua, de hecho, parece una pequeña ciudad perdida en la selva. Verde de musgo y sombría, resguarda las tumbas vecinas de Jean de La Fontaine y de Molière, casi lo opuesto a la clara elegancia de la esfinge que custodia al eternamente exiliado Oscar Wilde, protegido por una pared de plexiglás cubierta de besos y frases escritas con labial rojo.

Pero cada división tiene algo de barrio, y si uno se distrae puede ver en esas callejuelas que se pierden en curvas y senderos las fachadas de lúgubres casas de estilo grecorromano, abiertas hoy a los mirones y los curiosos, pero también a los deudos.

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Es difícil pensar que hay ahí muertos reales, cuando uno se deja llevar por una suerte de frenesí completista y parece tachar casilleros, llenar el álbum de tumbas famosas. Paul Éluard, visto; Alphonse Daudet y Honoré Daumier, vistos; Guillaume Apollinaire, visto; Abelardo y Eloísa, Cyrano de Bergerac, Jacques-Louis David, vistos; Sarah Bernhardt, vista; Juan José Saer, Marcel Proust, Isadora Duncan, César Vallejo, vistos...

La lista es imposible y uno termina rindiéndose, pero entonces los ve: una pareja que baja el camino de la mano, con un ramo de flores, triste de verdad.

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Mi primera experiencia auténtica en un cementerio fue en el del Norte. Ya había estado cerca de un entierro y había recorrido las duras tumbas anónimas del “campo santo” de la fortaleza de Santa Teresa, pero no me había marcado como lo haría esa visita al lugar donde reposaban, momentáneamente, los restos de mi abuelo materno.

Recuerdo que algunos nichos estaban cubiertos con nailon negro. Recuerdo pensar con horror qué pasaría si el viento lograba desprender esas tapas precarias. Recuerdo que, como no quería ni imaginármelo, me aparté de los adultos, de mi madre, mi abuela y tal vez de alguien más. Recuerdo que en un instante estaba perdido.

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Noviembre es, desde hace unos años, un mes especialmente triste para mí. Y por más que siempre miré el 2 sin simpatía, algunos hechos recientes me hacen volver a este día con cierta curiosidad, tal vez porque veo que la muerte se ha desplazado de nuestras vidas hasta ocupar un absurdo lugar marginal, pretendidamente menor.

Los velorios, si se anuncian, son cada vez más breves y las salas mortuorias (en España se usa el extraño término “tanatorio”) parecen impersonales halls de hotel o de casino, con cuadros de un infame estilo abstracto, asientos de cuero y madera o de ascético metal. En las cafeterías la gente come algo y se ríe, se olvida.

No los culpo. Cada uno hace lo que puede para sobrellevar el dolor, pero acaso ese trámite que termina con cenizas esparcidas (ese es el verbo correcto, no “desparramadas” ni “arrojadas”) o en un cementerio-parque a las afueras de la ciudad, símil campo de golf, no parece ayudar, precisamente, a enfrentar la pérdida, sino a dejarla en una suerte de pausa infinita.

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Algunas tumbas nos quedan grabadas. En general no son las más fastuosas, casi obscenas, como ese derroche de mármol y silencio subterráneo en el que reposa Artigas, sino las sencillas, como la de Shakespeare en la iglesia de su ciudad natal, la de Antonio Machado en Collioure, la de Walter Benjamin en Portbou, la de Armonía Somers en el Cementerio Británico de Montevideo...

Algunas tumbas nos quedan grabadas, pero lo que seguro no voy a olvidar es ese día en el Cementerio del Norte, perdido entre las inmensas paredes vertiginosamente cubiertas de nombres, solo a mis diez años en la casa de los muertos.

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Supongo que esa muerte y ese momento (estoy seguro de que fueron apenas unos segundos) son los que hicieron, más que cualquier otra cosa, a mi personalidad.

¿Y por qué querría yo alejarme de eso? ¿Mantenerme limpio, puro, cuando sé que en cada acto, en cada palabra está la sombra de los que me precedieron? ¿De qué se trata? ¿De olvidar por un momento que somos mortales? ¿De borrar la corporalidad, la pesada materialidad de la muerte? ¿De empezar a contar, como tras una revolución (pero sin revolución), el tiempo desde cero?

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Hace calor y tengo hambre, pero todavía hay una tumba que quiero ver. Cerca hay varias esculturas que recuerdan el holocausto, así que debo de estar por llegar, pero no la encuentro. Veo a un grupo de yanquis parados frente a una lápida y me les arrimo. Tienen bermudas caqui y sombreros y cámaras colgando en sus cuellos. Uno, un veterano calvo, parece ser el guía. Miro entre ellos y, de costado, leo en letras doradas, austeras, “GERTRUDE STEIN”. Llegué.

Los yanquis no se van, así que me pongo a mirar a distancia las pequeñas piedras que deja la gente, hermosamente dispuestas, la sobria belleza del conjunto, que se mantiene digno aun frente a estas personas insoportablemente ruidosas. Do you know where her lover is?, pregunta el que identifiqué como jefe del grupo.

Me gana la curiosidad. ¿Dónde, en efecto, está Alice B Toklas enterrada, no su amante, sino su esposa de facto durante casi 40 años? El hombre se abre paso entre las tumbas y, tras dar una vuelta, llega al reverso de la de Stein. Señala con una sonrisa, como un mago que acaba de sacar un conejo de la galera. Los otros lo siguen y acto seguido se van, por fin.

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Miro alrededor. Estoy solo. Casi en puntas de pie recorro el camino que acaban de hacer el mago y sus amigos, y ahí está.

Pienso dos cosas. Lo primero es que en 1933 Stein publicó sus memorias bajo el título Autobiografìa de Alice B Toklas, escrita desde el punto de vista de Alice. Lo otro tiene que ver con las últimas palabras de la poeta, muy debatidas. Una versión dice que la agonizante le preguntó a Toklas “¿Cuál es la respuesta?” y, como ella le contestó que no había, Stein retrucó “¡Entonces no hay pregunta!”; la segunda dice que la interrogación inicial fue “¿Cuál es la pregunta?”, a lo que siguió, tras el silencio de Toklas, “Si no hay pregunta, entonces no hay respuesta”. Tal vez de eso se trata: no de hacer de cuenta que no hay nada, sino de marcar, en lo posible, ese hueco, de hacer evidente la falta, de bordearla no para entenderla, sino para habitar precisamente ahí donde empieza.