Debate programático | A un año de las elecciones nacionales, este mes Dínamo propone centrar el debate en aspectos programáticos. En las próximas semanas incluiremos columnas sobre educación, producción y seguridad, entre otros temas, pensando en los desafíos y las discusiones pendientes que tiene el país.

***

Se ha dicho, con justicia, que puede evaluarse la calidad de una sociedad por la forma en que trata a las nuevas generaciones. Una mirada a Uruguay nos muestra que en este ámbito aún quedan varias tareas por hacer.

Miremos, por ejemplo, los niveles de pobreza e indigencia de la sociedad uruguaya, medidos según la Metodología 2006 del Instituto Nacional de Estadística (INE). Según datos correspondientes a 2017, publicados por el INE en abril de 2018, 0,1% de la población uruguaya vive en situación de indigencia o pobreza extrema. Esto significa que 1 de cada 1.000 uruguayos se encuentra en esa situación. Cualquier observador podrá apreciar lo mucho que ha avanzado el país en esta materia. Para apreciarlo basta tener en cuenta que ese valor en 2004 se ubicaba en 4,6%.

No obstante, si relevamos el nivel de indigencia entre los niños menores de seis años, nos encontraremos con la no grata novedad de que en ese tramo etario es cuatro veces mayor que el promedio: se ubica en 0,4%. Esto implica que cuatro de cada 1.000 niños uruguayos vive en situación de indigencia o pobreza extrema.

Si nos detenemos a observar los datos con relación al nivel de pobreza, podremos apreciar que 7,9% de los uruguayos se encuentra por debajo de la línea de pobreza. Esto también supone un cambio notable con respecto al dato de 2004, que se ubicaba en 39,7%. De todos modos, si miramos exclusivamente a los menores de seis años podremos apreciar que aquellos que viven por debajo del nivel de pobreza son 17,4%. En el tramo de seis a 12 años tenemos 15%, y en el estrato de 13 a 17 años el porcentaje es de 13,5. Al contrario, si fijamos nuestra atención en la población de más de 65 años, apreciaremos que quienes viven por debajo de la línea de pobreza son solamente 1,3%.

A partir de estos datos podríamos señalar que es tan cierto que Uruguay ha desarrollado una notable tarea de combate a la indigencia y a la pobreza en los últimos 15 años como que estos fenómenos siguen teniendo en el país fundamentalmente rostro de niño y niña. Teniendo esto en cuenta, no tengo la más mínima duda de que la primera de todas las prioridades a encarar por el país es la más decidida y frontal lucha contra la infantilización de la pobreza. No puede haber otra prioridad si lo que pretendemos es profundizar la calidad democrática de la sociedad uruguaya. En este sentido, deberíamos tener muy claro que instrumentos como las Asignaciones Familiares, u otros que se puedan proponer, no suponen privilegios ni medios para lograr otros fines (como la permanencia en la escuela, por ejemplo), sino directamente acciones que buscan combatir el fenómeno de la pobreza infantil.

Me he detenido en el tema de la asistencia a las instituciones educativas porque aprecio que es en relación con este que se ubica una de las grandes confusiones a las que hemos asistido en los últimos años. Para decirlo claramente: se ha pretendido que el acceso a una prestación como las Asignaciones Familiares se condicionara al hecho de que se comprobara que sus beneficiarios efectivamente estuvieran asistiendo a un centro educativo. Con esto se ha ahondado un equívoco: aquel que define a la educación como una política social de combate a la pobreza. Doble equívoco, en realidad, ya que desconoce que la base en la que se produce la pobreza es económica y distrae al sistema educativo de su tarea prioritaria, que sí es de un orden distributivo, pero no económico sino cultural.

Entiendo que una forma de superar el equívoco debería tener que ver con distinguir los mecanismos de combate a la pobreza, en su faceta económica, de otros que buscan otros fines. No se trata, claro está, de escatimar esfuerzos para que niñas y niños asistan a la escuela, pero penalizar doblemente a estos no parece un camino adecuado.

La educación básica tiene como función prioritaria favorecer la inserción de las nuevas generaciones en una cultura común, permitiendo el acceso a saberes, valores y habilidades que son necesarios tanto para la conformación de un sujeto plenamente humano como para la progresiva inserción en los diversos espacios sociales. Se trata de un derecho que asiste a todos los miembros de las nuevas generaciones, que no debería ser retaceado por consideraciones de ningún tipo. El Estado debe garantizar la más plena satisfacción de este derecho, ya que de su efectivo cumplimiento depende en buena medida la calidad de la vida democrática que se construye en una sociedad.

Ahora, es muy claro que crecer en situaciones de pobreza constituye una dificultad de primer orden a los efectos de lograr satisfacer el derecho a la educación de todos y todas quienes integran las nuevas generaciones. Nuestra realidad educativa es un claro ejemplo de esta afirmación. Las diversas evaluaciones, internacionales o locales, que se desarrollan sobre nuestra educación no cesan de confirmar fenómenos como los de “distribución inequitativa de los aprendizajes” o la influencia de las “desiguladades de origen de los individuos” en los resultados educativos. Tal parece que nos hemos acostumbrado a repetir periódicamente estos mantras, de la mano del más novedoso informe que se haya producido. También parece que de tanto repetir estas afirmaciones hemos terminado por acostumbrarnos a ellas, creyendo que definen una realidad natural e imposible de cambiar. También parece que nos hemos acostumbrado a cargar toda la responsabilidad por los fracasos educativos en aquellos que fracasan, del mismo modo que entendemos que debemos sancionar a las familias pobres con el retiro de las Asignaciones Familiares si no envían a sus niños a la escuela. Finalmente, niñas, niños y adolescentes sufren ese doble castigo.

Digámoslo de una vez: producimos una sociedad en la que la pobreza se concentra en los más jóvenes y nos hemos acostumbrado a entender que su propia situación es la que explica, entre otras cosas, sus fracasos educativos. Ubicados en ese lugar, falta muy poco para que, además, comencemos a unirnos al coro de los preocupados por la amenaza a la seguridad ciudadana que podrían constituir estos niños o adolescentes pobres y sin educación.

Entiendo que priorizar a niños, niñas y adolescentes supone necesariamente un cambio de mentalidad en función del cual comencemos a descreer del carácter natural de las desigualdades, a la vez que desmontamos las biografías futuras que ya tenemos prefiguradas para una porción importante de nuestras nuevas generaciones.

Priorizar a niñas, niños y adolescentes supone, sin duda, la generación de políticas que trasladen recursos materiales hacia ellos y sus familias, introduciendo una noción de justicia que desmonte un orden de cosas que siempre parece favorecer a las generaciones mayores.

En términos de la educación, priorizarlos implica que nuestra primera responsabilidad es garantizar el cuidado de sus trayectorias educativas. Asegurar el efectivo cumplimiento del derecho a la educación no quiere decir otra cosa sino que toda propuesta educativa debe enfocarse fundamentalmente en asegurar aprendizajes. Del mismo modo que debemos dejar de naturalizar la pobreza de niños, niñas y adolescentes, también debemos dejar de naturalizar su fracaso en la educación. Sencillamente no es aceptable que un tercio de nuestros adolescentes no logren culminar la enseñanza media básica y que otro tercio quede por el camino sin culminar la enseñanza media superior. No lo es.

Quizá una forma de avanzar en esta desnaturalización sea comenzar a mirar críticamente los dispositivos y regímenes académicos en el marco de los cuales se produce el fracaso educativo. ¿Será tan complejo que a nivel de la educación inicial y primaria podamos generar mecanismos de acompañamiento de aquellos educandos que no logran aprender a los ritmos establecidos en los programas escolares? ¿No será acaso mucho más productivo disponer de estos espacios que obligar a un niño o niña de primer año a repetir un curso, haciéndole creer en su incapacidad para aprender ya desde el comienzo de su escolarización? ¿Será tan complejo ubicar formas de transición entre enseñanza primaria y media que no obliguen a nuestros adolescentes a navegar entre dos mundos que parecen incompatibles entre sí? ¿Será que no es posible construir formas de organización institucional y curricular que sean hospitalarias para quienes transcurren por la enseñanza media? ¿Será que no podremos, de una buena vez, organizar nuestra educación en función de nuestros niños, niñas, adolescentes y jóvenes, en lugar de concebirla a la medida de nosotros, los adultos?

Soy un convencido de que es posible priorizar a las nuevas generaciones. Creo que la sociedad uruguaya tiene reservas como para plantearse este desafío.

En muchas instituciones educativas públicas, diversos colectivos docentes ya están ensayando cambios en las prácticas cotidianas que van en esta dirección. No cabe duda de que una buena política educativa sería aquella que generara las condiciones para que estas experiencias puedan avanzar. Las experiencias de descentralización e integración en territorios socioeducativos actualmente en marcha parecen ir en esa dirección. Sería buena cosa profundizarlas.

Se me dirá: ¡todo lo que usted sugiere supone más recursos para la educación! Es verdad. Antes de los recursos, seguramente sería necesario asumir la necesidad de algunos cambios de fondo como los sugeridos en las preguntas formuladas más arriba. Luego, dotación de recursos que reconozcan el trabajo profesional de los docentes por la vía de su remuneración y provean todos los insumos necesarios para el desarrollo de las prácticas educativas. ¿Alguien podría dudar del carácter estratégico que tendría destinar esos recursos a la educación?

Para terminar me gustaría recordar que el Tercer Congreso Nacional de Educación, cuyo plenario final se llevó a cabo en la ciudad de Maldonado en diciembre de 2017, estableció como una de sus recomendaciones fundamentales que Uruguay se abocara a la construcción de un Plan Nacional de Educación. Pensar en términos de plan supone trabajar en un horizonte de desarrollo educativo a 20 años, estableciendo los caminos a transitar para llegar a él. Entiendo que trabajar en esa dirección, colocando en el centro de nuestros desvelos el más estricto y completo cumplimiento del derecho a una educación valiosa para nuestros niños, niñas y adolescentes será una buena forma de lanzarnos a un futuro más igualitario, que en términos democráticos no sólo es posible sino imprescindible. Recordemos que el futuro es del orden de lo que se produce por medio de la acción política y que renunciar a pensarlo y construirlo desde nuestros sueños desata, siempre, a los peores monstruos.

Pablo Martinis es Educador. Docente de la Universidad de la República.