Para cualquier persona alcanzar la autonomía es un proceso que se inicia en la niñez temprana. Empezamos a construir nuestra autonomía cuando salimos de una situación en la que nos sentimos cómodos y protegidos, hacia a otra en la que, medianamente, podemos valernos por nosotros mismos, más allá del miedo que genera dar ese pequeño gran salto.
El niño comienza a ser autónomo una vez que deja la casa de sus padres por unas horas para comenzar su formación escolar. Pero si hablamos de una persona en situación de discapacidad (PESD) las experiencias cambian radicalmente. En principio, porque acceder a los ámbitos formales de educación no resulta muy fácil y, también, porque una PESD, primero que todo, necesita elaborar autonomía con su propio cuerpo e intelecto. Necesita hacerse de sus primeras armas para enfrentar el mundo real fuera de casa y sentirse con la fortaleza necesaria para hacerlo. En mi opinión, esa fortaleza se consigue únicamente asistiendo a un centro de rehabilitación.
Esto último cambia completamente cuando hablamos de una persona que adquirió la discapacidad por un accidente, una enfermedad o una mala praxis del equipo de salud. El individuo siente que ha perdido parte de su dignidad al no poder realizar con autonomía ni siquiera las actividades de la vida diaria (aseo personal, comer sin asistencia, transitar dentro de los ámbitos conocidos con naturalidad, etcétera).
Aquí es donde el centro de rehabilitación juega un papel central y se hace vitalmente imprescindible.
Lo vivimos de forma muy dolorosa junto a los compañeros ciegos y con baja visión cuando nos enfrentamos al cierre del centro Tiburcio Cachón. Los usuarios que allí se estaban rehabilitando quedaron con las "manos vacías". Ocuparon estoicamente el centro, mientras su "segunda casa" se desmantelaba lentamente ante sus ojos y oídos.
A nivel estatal está prevista la inauguración de un centro nacional integral de rehabilitación. Para ello necesitamos tener presente, por ejemplo, que no todas las discapacidades motrices son iguales. Es más, dentro de una discapacidad que lleva el mismo rótulo, las personas podemos reaccionar de manera de manera muy distinta. Vale decir: un tratamiento o método de rehabilitación que funciona perfectamente para mí, puede no servir para otra persona. Por lo tanto, un plan de rehabilitación tiene que ser diseñado minuciosamente y ajustarse a los requerimientos del usuario, y fundamentalmente debe llevarse adelante con su participación.
Voy a contar mi experiencia. Tuve un accidente por zambullida en la playa en enero de 1990. Me fracturé la columna y, en consecuencia, se produjo una compresión de médula espinal. La secuela es una cuadriparesia de nivel cervical 5–6, lo cual me impide mover las piernas y contar con equilibrio de tronco, entre otras cosas.
Los primeros tiempos fueron realmente difíciles, me resultaba imposible adaptarme a mi nueva realidad física. La pérdida de independencia me atormentaba. Me costó muchísimo entender que la única manera de acceder al ámbito exterior a mi casa era mediante el uso de una silla de ruedas.
En aquella época, la idea de realizar una rehabilitación en Uruguay resultaba imposible. Pero era algo que yo necesitaba imperiosamente.
Mi padre realizó gestiones para acceder a un centro en San Pablo. Se consiguió en la AACD (Assistance Association for Disabled Children), pero el ingreso no fue gratuito, hubo que pagar una abultada suma mensual de dinero. La situación socioeconómica es un obstáculo que dejó, y sigue dejando, a muchos uruguayos sin posibilidad acceder a rehabilitación.
Asistir a un centro de rehabilitación cambió ampliamente mi mirada: dejé de autocompadecerme por lo ocurrido y volví a asumirme como persona. Recuperé mi dignidad al aprender a ser autónoma más allá de la severa discapacidad. Una de las cosas que más me ayudó fue asistir al curso del lesionado medular.
Me llamaba la atención cómo se aprovechaban las horas del día en el centro de rehabilitación. Un viernes a la tarde nos comunicaron que estábamos en la lista para asistir al curso del lesionado medular. Con mi madre nos dirigimos hacia un salón donde había otras personas – algunas en silla de ruedas y otras no– además de alguno de los fisioterapeutas que veía a diario en el gimnasio. Cuando parecía que todos los convocados estábamos presentes, comenzó a hablar un chico que estaba en silla de ruedas. Se llamaba Sergio, pero todos lo llamaban Serginho. Tenía unos 19 años y hablaba con mucha seguridad. Había sufrido un accidente mientras surfeaba. Se golpeó contra un banco de arena y se fracturó la sexta vértebra cervical; como consecuencia, su estado era el de cuadriplejia. Él se encargaría de impartirnos el curso cada viernes por la tarde. A mí, que no me simpatizaba tener contacto con quienes hacían uso de la silla para su traslado, me encantó escuchar a Serginho. Me quedé obnubilada también al verlo moverse con tanta naturalidad desde la silla. Me enganché con todo al curso y a su instructor. Nos dividimos en grupos y a mamá y a mí nos tocó estar en diferentes. En el mío estaba Serginho y más me gustó verlo de cerca. Con mamá extrañábamos Uruguay y quizás por eso nuestras expresiones no eran simpáticas ni de muchos amigos. Al finalizar ese encuentro, me quedé con ganas de más y aguardé ansiosa que transcurriera otra semana. Fui de las primeras en salir y me quedé observando a quienes salían. Me embargó una emoción extraña, comenzaron a caer lágrimas hacia mis mejillas. Mi corazón había sido tomado por una sensación de empatía hacia mis colegas de ruta, hacia quienes como yo habían tropezado con la amargura de la lesión medular. Me seguía pareciendo injusto eso de accidentarnos, pero me di cuenta de que no estaba sola en ese mundo espinado y eso me conmovió hasta el llanto. Definitivamente no estaba sola.
Una vez rehabilitados, la vida fuera del centro dependerá de cómo queramos encararla. Mi decisión fue seguir estudiando, terminé bachillerato y luego hice facultad. El acceso a la educación de las PESD será tema de próximos suplementos, imagino.
Me propuse terminar los estudios con la meta de insertarme en el mercado laboral. Durante mi último año de facultad, tuve un profesor que nos hizo ver la cruda realidad a la que nos enfrentaríamos en la "jungla" de la búsqueda de trabajo. Nos dijo que lo más importante era tener contactos, tan simple como eso. ¿Para qué me esforcé estudiando tanto si no se van a basar en mis capacidades para acceder al empleo? Terminé la carrera en 1999; en aquel momento lo habitual era que una PESD sólo percibiera una pensión por discapacidad. La excepción a la regla era trabajar como cualquier persona.
Considero que, dentro de aquel contexto, fui afortunada. Yo tenía un contacto, a quien conocía desde pequeña, que siguió con atención mi carrera terciaria. Cuando supo que había terminado facultad, me planteó la posibilidad de ingresar a trabajar en una empresa muy conocida en nuestro país. No lo dudé, accedí ante esa oportunidad. En setiembre de 2000, empecé a trabajar haciendo una suplencia mediante un contrato vía INJU. Sin dudas, haberme formado estudiando hizo su parte. Luego de reiteradas evaluaciones satisfactorias de mis jefes, obtuve la titularidad.
En la actualidad soplan otros vientos en lo que refiere a las PESD, sobre todo porque hemos decidido tomar la posta en nuestra lucha. De todas maneras, el acceso al empleo sigue estando plagado de obstáculos. A pesar de las leyes que imponen cuotas a las empresas, éstas se cumplen muy parcialmente. Los cuellos de botella, debido a tratarse de una PESD, siguen existiendo por parte de los empleadores. Es difícil tener que demostrar todos los días que somos capaces de... tantas cosas.
Por lo genuino de nuestros derechos, no debemos permitirnos abandonar la lucha. Ya es tiempo de decir: ¡La dignidad no se resigna!
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