Hay una cuestión muy debatida por la crítica literaria feminista y por las escritoras mujeres: ¿existe algo que pudiera llamarse “escritura femenina”? La experiencia de ser mujer, con todas sus implicaciones subjetivas y culturales, y además ser una “escritora mujer”, ¿afectaría de alguna manera la sustancia misma del lenguaje, generando una forma de decir propiamente “femenina”?
La pregunta no es una mera discusión bizantina limitada a preferencias estéticas. Es un problema estratégico, común a toda reivindicación subalterna o minoritaria, hacia la literatura o hacia cualquier otro campo social. Insistir en las particularidades del “habla mujer” que definió Julia Kristeva implicaría un intento de ganar un lugar desde lo específicamente “femenino” y, a la vez, un riesgo de terminar escribiendo “para el gueto”. Lo contrario, es decir, abocarse a lograr un dominio de los géneros y el lenguaje literario tal cual los heredamos luego de siglos de tradición patriarcal y heteronormada, posibilitaría una mayor proyección de la obra, pero también un riesgo importante de perder identidad y, a su vez, de legitimar sin quererlo los estándares de “genialidad” o “excelencia” moldeados desde un canon que fue concebido sin contemplarnos.
Los dos libros que analizamos aquí parten de lugares de enunciación exactamente opuestos. Cristina Peri Rossi, a esta altura, es una escritora mujer que no tiene nada que envidiarles a sus colegas varones en cuanto a la legitimación de su obra, al menos dentro del canon literario hispanohablante. Por el otro lado, Inés Bortagaray escribe desde una muy autoconsciente periferia, no solamente desde su condición de mujer que escribe, sino también como escribiente no legitimada dentro lo que llamamos “literatura”. En un “prólogo” que en realidad es un relato autobiográfico salpicado de fragmentos de novelas inconclusas, la autora comienza narrando la imposibilidad de terminar una novela. Esta imposibilidad, una más de las tantas pequeñas desgracias domésticas que se cuentan en todo el libro, se encuentra determinada por el impedimento de obtener una legitimación como “escritora”, manifestada con un muy eficaz y sarcástico guiño en la desazón de su ex tallerista Felipe Polleri, introducido fugazmente como personaje.
Cuántas aventuras nos aguardan es una obra difícilmente clasificable. No llega a ser ni una novela ni una colección de cuentos. Las secuencias narrativas carecen de jerarquización, y muchas veces no tienen demasiada pertinencia. En lo narrado se encuentra la explicación de esta suerte de aberración formal: la narradora es una mujer casada y con dos hijos varones, residente en un complejo habitacional de la calle Camacuá, cuyos requerimientos domésticos la mantienen alejada de toda aspiración a la trascendencia. Las preguntas existenciales sobre problemas trascendentales de los que debería hacerse cargo la “literatura” son pensamientos fugaces en los que no cabe detenerse, a riesgo de incumplir sus obligaciones como madre, esposa y vecina. No obstante, una mención a Mario Levrero, de quien sabemos que la autora fue discípula, visibiliza un parentesco con las últimas obras del maestro, en base al cual podríamos preguntarnos si esa exasperante cotidianeidad que consideramos tan “femenina” no aparece en autores hombres. Podríamos aventurar una similitud vivencial entre el confinamiento doméstico de un ama de casa y el de un anciano (que probablemente nos llevaría a Malone muere, de Samuel Beckett). De todos modos, en el prólogo la autora consigna la ligazón entre sus elecciones formales y su experiencia de la feminidad: “[...] Un crítico ensayó una especie de mapa con categorías que más o menos aglutinaban a los que estábamos escribiendo durante la primera década del 2000. Estaban los egoístas, los pop y los serios. Era evidente que los que el crítico consideraba buenos de verdad eran los serios, [...] conscientes de ser parte de una tradición, ocupados en probar los géneros [...] con reconocimientos en varios concursos. Los serios eran todos hombres. Los egoístas, creo recordar, eran casi todas mujeres, y se ocupaban con una parsimonia satánica en mirarse el ombligo y recorrer lentamente todos los vericuetos de sus días chiquitos para hacer una literatura de diario íntimo”.
Para este crítico, Peri Rossi hubiera representado un problema o, al menos, una excepción, ya que reúne todos los requerimientos para ser una escritora “seria”, y los reunía a la edad promedio actual de los escritores pos 2000. Además de tratar problemas “universales” y profundos, relacionados mayormente con el amor, el deseo y la ausencia, explorar tópicos ampliamente legitimados por la tradición literaria occidental y utilizar con eficacia narradores omniscientes y monólogos interiores de personajes masculinos, a nivel de la normatividad de los géneros literarios su obra es, por lo menos, irreprochable. Pero en cuanto a la normativa de género en su otra acepción, referida a ese constructo social que nos hace mujeres u hombres, presenta un poder cuestionador envidiable.
En Todo lo que no te pude decir la deconstrucción de los roles de género parte de un cuestionamiento a otra categorización basada en lo biológico, el lugar de lo humano y de lo animal. La fuga de una pareja de chimpancés de un zoológico, y luego el vínculo entre un encargado del zoo y una joven gorila huérfana a su cuidado –vínculo que evolucionará hacia la abierta zoofilia–, servirán para mostrarnos la zona fronteriza entre el deseo crudo, puramente biológico, y su tránsito hacia el amor trascendente y humano. En esta frontera se traza la línea evolutiva que llevará del macho al hombre y de la hembra a la mujer. Más tarde, en la relación lésbica entre una uruguaya exiliada en España y su pareja, se mostrará el último nivel de lo humano, planteado también desde el título: el lenguaje, como vehículo hacia la verdad del otro-amado.
En esta línea evolutiva, los humanos-hombres parecen más reticentes o torpes para abandonar su lado animal-macho. La vocación dominante del macho alfa se muestra desde lo más instintivo hasta lo más individual y cotidiano, llegando a su punto máximo de civilización, el poder del Estado, a través de las torturas y violaciones a prisioneras políticas durante las dictaduras latinoamericanas en los 70. Pero su crítica dista de ser panfletaria o maniquea. La violencia y la dominación no son producto de la voluntad de varones opresores sobre mujeres oprimidas, sino parte de complejos condicionamientos que preexisten a los individuos.
Salvando distancias en cuanto a ambiciones y concreciones, de los dos textos podríamos llegar a conclusiones parecidas, ya que en la aparente puerilidad en las anécdotas del libro de Bortagaray también se reflejan asimetrías de poder más universales y ancestrales.
Cuántas aventuras nos aguardan. Inés Bortagaray. Montevideo, Criatura, 2018. 216 páginas. Todo lo que no te pude decir. Cristina Peri Rossi. Montevideo, Hum, 2018. 168 páginas.
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