Soledad Platero
» Fractura, de Andrés Neuman. Yoshie Watanabe, un hibakusha que tuvo la dudosa suerte de sobrevivir a las dos bombas atómicas lanzadas sobre Japón en 1945, es el protagonista de esta novela atravesada por todo el siglo XX, por las dificultades del amor y por los límites del lenguaje, y escrita, además, con una delicadeza y una precisión que sólo pueden recibirse como una gracia.
» Declaración, de Susan Sontag. Una colección de relatos diversos que es, también, una danza y un juego con la literatura. Si Sontag fue una ensayista vigorosa e implacable y una novelista ambiciosa, como cuentista tampoco habría pasado desapercibida.
» Yo por dentro, de Sam Shepard. Un texto que se parece más a la visión fragmentaria de un paisaje interior que a una estructura narrativa convencional con desarrollo hacia adelante. Bellísimo libro despedida de uno de los autores estadounidenses más representativos del siglo XX, escrito cuando el siglo XXI se le presentaba ajeno y distante como el cielo estrellado de las noches del desierto.
Ramiro Sanchiz
» Mil de fiebre, de Juan Andrés Ferreira. En más de un sentido, un libro sin igual en el contexto local reciente. Aventura del exceso cuidadosamente ordenada: enciclopedia neuroquímica de un mundo ligeramente paralelo.
» Oktubre, de Carolina Bello. Los fantasmas de Chernóbil y el destino de las décadas terminales del siglo XX. El gran estilo siniestro al servicio de un ensayo narrado; novela sobre ese álbum fundamental del rock argentino.
» Kentukis, de Samanta Schweblin. Podrá no ser el mejor libro de su autora, pero sin lugar a dudas esta novela es de lo más interesante entre lo publicado en 2018. Ciencia ficción para quienes no leen ciencia ficción y una versión más inteligente de uno de esos pocos capítulos que valen la pena de Black Mirror.
Francisco Álvez Francese
» El corazón disuelto de la selva, de Teresa Amy. Este año, en materia poética, tuvo sus particularidades. Por un lado se publicó el libro de Amy, un cuaderno de viaje por el sudeste asiático que la confirma como una de las poetas más singulares de los últimos años, lo que hace de esta edición póstuma un evento agridulce; por otro lado El tobogán solitario, de Edgarda Cadenazzi, significó el rescate y la primera edición en libro de una poeta muy personal, que escribió su obra entre 1925 y 1932; por último, la aparición de Los límites del control marcó el feliz retorno de Roberto Appratto a la poesía, tras un silencio de cuatro años.
» El hijo judío, de Daniel Guebel. En el caso de Appratto el regreso fue doble, porque este año publicó también La carta perdida, una novela en cuyo centro hay un padre y un hijo que buscan reconstruir la historia familiar, como hace el narrador de El hijo judío, de Daniel Guebel, libro que, como el de Appratto (y, en otra clave, La expansión del universo, de Ramiro Sanchiz), pone en cuestión las ideas de memoria y de identidad. En este camino, por su parte, se encuentra también la ambiciosa y logradísima novela Lincoln en el Bardo, de George Saunders, que se detiene en la relación entre el presidente y su hijo muerto prematuramente.
» Correo literario, de Wislawa Szymborska. Un libro único que recoge las por momentos divertidísimas respuestas de la poeta polaca a los autores que enviaban sus obras a la revista literaria de cuyo consejo de redacción formaba parte. Sirva en este caso la mención como incentivo para que el libro llegue pronto a las librerías uruguayas, donde lo acompañará la bella antología ilustrada Saltaré sobre el fuego.
José Gabriel Lagos
» Herodes, de Damián González Bertolino. La historia de un millonario argentino en Punta del Este contada con un manejo del punto de vista que no abunda en estos tiempos y lugares. Una novela que mantiene la tensión sin necesidad de una trama detectivesca, sino a pura maestría narrativa.
» Alberto Nin Frías: una tumba en busca de sus deudos, de José Assandri. Auténtica biografía intelectual que rescata una figura aún olvidada. Nin fue un precursor latinoamericano de las teorías queer y la extensa investigación de Assandri transmite la complejidad del hombre y su obra.
» Q, de Santiago Musetti. Como hizo David Cronenberg con la literatura y la vida de William Burroughs en la película Naked Lunch (1991), aquí algunos episodios biográficos de Horacio Quiroga son finamente intersectados con su obra para producir un relato a la vez nuevo y familiar. El juego entre el trazo y el guion es un punto alto de la novela gráfica local.
Débora Quiring
» El zambullidor, de Luis do Santos. Una novela ensamblada al vaivén esquivo e imprevisible del río, y protagonizada por personajes a la intemperie, que van trazando su camino entre cañaverales, chalanas y secretos del monte. Un mundo proletario desde el que se compone un conmovedor discurrir del silencio, que logra condensar el miedo, las preguntas, los afectos.
» Cuantas aventuras nos aguardan, de Inés Bortagaray. Una exquisita ficción que logra retener el ronroneo cotidiano e insignificante del transcurso de una vida: casamientos, separaciones, almuerzos familiares, crianza de los hijos. Una escritura despojada que instala una estructura nueva e imprevisible, mediada por la angustia de no ir hacia ninguna parte y por la necesidad de buscar la felicidad pese a todo. “Podemos agudizar la voz y decir que estamos contentos hundiendo la cabeza entre los hombros, fingiendo modestia y chillando un poquito. Podemos ser atroces. Lo somos, de hecho”.
» El salto de papá, de Martín Sivak. Este año, desde Argentina llegaron dos libros signados por la caída: junto con Nueve formas de caer, una serie de cuentos en los que Manuel Soriano continúa explorando su logradísimo extrañamiento cotidiano, Martín Sivak volvió al trauma incierto de cuando su padre (un banquero comunista) se despidió de la clase obrera argentina y se lanzó de un piso 16: casi 30 años después, cinceló el golpe, la memoria y el quiebre de su historia, y emprendió la escritura de esta pérdida, con la que volvió a confirmar el triunfo de la escritura, su vibración exacta y dignísima.