El clima político español está enrarecido. La confusión se mezcla con el hastío y la desesperanza con la reacción… En fin, lo ya habitual en el llamado Mundo Libre de la Pos Guerra Fría. Este Mundo Libre atraviesa una profunda crisis existencial que hunde sus raíces en el siglo XIX: el Estado, la educación, el periodismo, el capitalismo industrial y financiero y, en definitiva, el positivismo como ideología del progreso, del desarrollo consumista y del descubrimiento de las realidades objetivas que se imponen disciplinando las sensibilidades subjetivas. Es la crisis de la verdad o, en otras palabras, una crisis de fe. Esta crisis existencial busca adversarios –o enemigos– a los que excluir de la comunidad política, ya sean inmigrantes, “terroristas”, pichis u oligarcas. Y no se trata tanto de excluir al enemigo en sí, sino sus conductas cotidianas: ya sea delinquir o amasar plata (ambas cosas no están tan lejos). Los votos –esperemos que sean los votos– decidirán qué conductas quedan fuera y cuáles dentro, y espero que se hable seriamente de las consecuencias que aparejará una u otra exclusión. Lo que parece impensable es la inclusión total. De hecho, la inclusión total es totalitarismo. La democracia está hecha precisamente para poder disentir al extremo que se crea oportuno. El problema de la democracia no son los extremos sino la materialidad de los derechos a la vivienda, al trabajo digno, a la salud, etcétera. Esa seguridad permite pensar, reflexionar y convivir en lugar de competir por recursos (falsamente) escasos y detonarse en una espiral de alienante hedonismo inmediato.

En este sentido, en España la primera exclusión llegó con Podemos y la impugnación de los privilegios de la “casta”, integrada por los viejos políticos manijeros, el gran capital y la Unión Europea (UE) como epítome de ambas cosas. La segunda impugnación excluyente salió a la luz en las pasadas elecciones autonómicas andaluzas y se construye, por un lado, sobre la base de polarizar con los inmigrantes explotados en las agrociudades andaluzas en tiempo de cosecha. Y por otro lado, de polarizar con el enemigo interno sedicioso, catalán e independentista junto a sus aliados bolivarianos y comunistas –esto es, Unidos Podemos–. Todo ello con el rey como punta de lanza y la Constitución como Biblia. La masiva inmigración andaluza en Cataluña –siempre vista con recelo por la derecha independentista– crea una suerte de vasos comunicantes entre ambas regiones de España.

El poder judicial

En otro artículo para la diaria expresaba el desasosiego que sentía al ver cómo la nación española se estaba reconstruyendo sobre las bases de un enemigo interno en el discurso del Partido Popular (PP) y Ciudadanos, los partidos de la derecha. En la misma lógica, también expresaba la preocupación que me provocaba la criminalización de demandas democráticas como un referéndum de independencia en Cataluña o, al menos, un referéndum sobre la República. La consecuencia directa de esta criminalización propia de un trasnochado comandante de cuartel ha derivado en la normalización de la conducta de los trasnochados comandantes y, por tanto, en la normalización del discurso de la extrema derecha, es decir, del nuevo partido de moda en España: Vox. En una competición para ver quién es más español y quién vocifera más alto “¡Viva el rey!”, siempre ganan los que llevan más años practicando.

Diversos tribunales europeos ya se han pronunciado contra la extradición de los políticos independentistas; no hallaron pruebas concluyentes de rebelión ni de sedición. Ya se han visto correos electrónicos enviados entre jueces en los que se comparaba el independentismo con el nazismo; se hablaba del “virus del odio inoculado en la sociedad” catalana; o directamente se decía que “con los golpistas ni se negocia ni se dialoga”. Y es que el nuevo apelativo para referirse a los independentistas es el de golpistas de Estado. Se dice pues, indirectamente, que son presos políticos, ya que se admite que los independentistas ponen en peligro real la integridad del Estado. Sin embargo, a pesar de todo lo visto, el Tribunal Supremo sigue adelante con la causa por sedición y rebelión. El alto Poder Judicial español sigue siendo el verdadero núcleo duro del franquismo más elitista. Es el “Estado profundo” que se revela como la última trinchera del orden existente y no como un poder guardián, espíritu con el que fue pensado el Poder Judicial. Es lo que pasa cuando la magistratura es nombrada por políticos; cuando es esencialmente elitista; y cuando no tiene un mínimo control plebeyo.

Es cierto que los independentistas declararon una seudoindependencia en una obra de teatro vodevil. Y es cierto que se les podría juzgar por malversación de fondos públicos. No así por rebelión. Es más sofisticada la cuestión de la sedición que castiga, según el Código Penal, a quienes “se alcen pública y tumultuariamente” para “impedir, por la fuerza o fuera de las vías legales, la aplicación de las Leyes”, o para “impedir a cualquier autoridad, corporación oficial o funcionario público, el legítimo ejercicio de sus funciones o el cumplimiento de sus acuerdos, o de las resoluciones administrativas o judiciales”. De esta manera, los hechos que se produjeron a lo largo de estos años de procés independentista encajan con la descripción del delito. Sin embargo, hay que tomar en cuenta la proporcionalidad a la hora de juzgar. Pongamos un ejemplo: la reunión de 50 personas en la puerta de una casa para impedir que entre la Policía a desalojar a sus moradores por impago, podría encajar también en el delito de sedición. No obstante, cualquier persona con mínimo de sentido común y humanidad no juzgaría a esas 50 personas por sedición. Volvemos así al punto clave: la peligrosidad para la integridad del Estado como criterio “real” para juzgar este tipo de delitos. Esa peligrosidad nunca se produjo, sólo hay sed de darles su merecido. Como rezaba el refrán franquista: “España, Una; España, Grande; España, Libre. ¡Arriba España!”.

La coyuntura española

Por su parte, los partidos de las derechas siguen caldeando el ambiente después de que más de la mitad del Parlamento de Madrid se “confabulase” contra Mariano Rajoy, de quien ahora reniegan por haber sido demasiado blandito. Este interregno hasta la convocatoria de elecciones y tras la moción de censura, de momento, sigue llenándose de españolismo neoliberal y, de seguir así, la derecha volverá con toda la contundencia de un orgullo herido y humillado. Guerracivilismo en estado puro. No contribuyó a poner paz el discurso de Pablo Iglesias posterior a las elecciones en el que, muy serio, habló de “alerta antifascista”, animando a la gente a salir a la calle y a manifestarse en contra. Pienso que cuanto más se agravia a la extrema derecha, más crece. Los han votado, por lo que es mejor hablar de su programa de gobierno, que no soporta medio round.

En otro artículo para la diaria terminaba diciendo que, tras la moción de censura, el nuevo gobierno del Partido Socialista Obrero Español (PSOE) iba a necesitar un golpe de efecto para llegar vivo a las elecciones, aunque fuese sin tocar momentáneamente la monarquía y sin cuestionar a la UE. Ese golpe de efecto llegó –tímidamente al principio y con más vehemencia a partir de las elecciones andaluzas– mediante la negociación y elaboración de unos Presupuestos Generales del Estado que suben los impuestos a los que más tienen reformando el Impuesto sobre la Renta de las Personas Físicas, regulan los precios del alquiler y suben el salario mínimo a 900 euros de los 735 actuales. A un montevideano le parecerá mucho, pero el precio del alquiler y la vivienda en las grandes ciudades españolas está por las nubes. En España, el alquiler se come más la mitad del salario medio español según el Instituto Nacional de Estadística. Si sólo tuviésemos en cuenta a los jóvenes, el alquiler se termina comiendo mucho más de la mitad de los salarios, dada la precarización laboral a la que estamos expuestos.

Aun así, los presupuestos se encuentran encallados por la necesidad de contar con los votos de los partidos independentistas catalanes en el Congreso de los Diputados. Estos partidos no están por la labor de dar su voto a no ser que el gobierno haga gestos nítidos y se camine hacia la liberación de los presos y hacia un referéndum de independencia en Cataluña. Lo cierto es que el referéndum, tal y como están las cosas con una monarquía vigente, no es posible. Los tribunales lo frenarían a pesar de que el referéndum pudiese ser legal según algunas interpretaciones de la ley. En cualquier caso, es una vía muerta por el momento, más aun mientras exista la monarquía. Con respecto al proceso judicial en el que están inmersos los presos políticos, cierto es también que el gobierno no puede hacer demasiado. La cuestión la judicializó el PP y es muy difícil volver completamente atrás. El gobierno podría hacer algún gesto más claro, pero tampoco es posible liberar a los presos políticos. Por otro lado, cuando se especula con la vía de un posible indulto por parte del gobierno, los independentistas hacen hincapié en que nunca lo pedirían por “dignidad”. A su vez, estos tampoco quieren renunciar públicamente a la declaración unilateral de la independencia como pide el PSOE.

No se debe olvidar que los independentistas no alcanzaron la mayoría de votos en ninguna de las votaciones que se han hecho en Cataluña. Sí consiguieron la mayoría en Diputados y formaron un gobierno que no logra ponerse de acuerdo prácticamente en nada por rencores que llegan incluso a lo personal entre los propios miembros del Govern de Catalunya. Recientemente hubo manifestaciones de médicos y bomberos protestando por sus condiciones laborales (y no por su sueldo). Lo único que une al día de hoy a los dos partidos independentistas es esta huida hacia adelante en una cruzada catalanista que insufla ánimos al cadáver de una épica naíf. Habrá incluso alguno que piense que se vive más cómodo en la oposición y prefiera seguir polarizando con un gobierno central radicalizado a la derecha que permita el crecimiento de los independentistas y poder alcanzar una mayoría inapelable para el sistema internacional.

La cuestión nacional

Detrás de la fulgurante entrada de Vox en el Parlamento andaluz hay un espacio vacío dejado por el PP de la época de Mariano Rajoy. Un PP que aceptó el aborto y el matrimonio homosexual, subió los impuestos –¡como la izquierda!– y no se mostró tan contundente como podría haberlo sido cuando intervino el gobierno autónomo catalán. Incluso intentó torpemente acercar posiciones con el Govern sin gritos españolistas. Por eso es difícil ver a Vox como algo que va más allá del sector más franquistoide, ultraliberal y proestadounidense del PP. Por otro lado, hay otro vacío: el dejado por la izquierda en la cuestión nacional tras la declaración de seudoindependencia. Históricamente, las fuerzas progresistas sólo lograron construir un relato nacionalista del país durante la II República. Sin embargo, al día de hoy aquella mitología está entremezclada con una idea de caos, fracaso y guerra inevitable. Sea o no verdad, lo cierto es que estos son los mimbres desde los que se construyen las posibilidades actuales.

Desde la Transición, el PSOE apostó todo a un patriotismo constitucional y a la evolución de la UE hacia el federalismo. Muerta esa posibilidad, Unidos Podemos ligó su suerte a la aceptación acrítica del discurso independentista, y perdió votos en el resto de España. En Andalucía se intentó desarrollar una campaña de simbología andalucista y regionalista basada en la idea de que España es una nación conservadora y que el progresismo pasa por las identidades nacionales de las regiones. Olvida Unidos Podemos con esta estrategia que la identidad andaluza es probablemente el ejemplo más exitoso de regionalismo transformado en nacionalismo español. La mitología nacional española más tradicional asienta sus bases en la tauromaquia, el flamenco, el olé, la copla, la peineta… y todo ello es típicamente andaluz –o castellano en el mejor de los casos–, por lo que es lógico que en Andalucía triunfe el discurso españolista. Muchos andaluces se sienten representados en esa España que es, en verdad, Andalucía. Esa imagen también fue alimentada por el PSOE durante los 36 años que gobernó el gobierno autonómico. La clave no es arrebatar a Andalucía su condición de española por medio del andalucismo, sino defenderla como española por ser peculiar.

Para terminar, Andalucía pasa a ser el banco de pruebas de una nueva derecha que va a gobernar desunida por primera vez desde hace más de 80 años, por lo que tampoco se puede descartar que el gobierno sea un auténtico fracaso por errores propios y enfrentamientos fratricidas.

Jacobo Calvo Rodríguez es licenciado en Historia por la Universidad de Santiago de Compostela y magíster en Estudios Contemporáneos de América Latina por la Universidad Complutense de Madrid.