“La gente se tiene que sincerar que es pobre; que tenía un nivel de vida que no le correspondía”, decía, no hace tanto, el presidente argentino, Mauricio Macri. Había prometido, jugando a la honestidad brutal, seis meses de sufrimiento económico que darían paso a un repunte ordenado y serio de la economía. Con suerte, a la larga ese repunte daría lugar a un nuevo derrame, pero esta vez sobre bases más sólidas. Si lo logró o no no es tema de esta nota, que no se ocupará de la política ni de la economía argentinas, sino de la apelación a la sinceridad como valor suficiente para legitimar discursos chocantes y anunciar medidas antipopulares. En una versión menos emotiva, pero igualmente severa, el ex ministro de Economía y Finanzas Ignacio de Posadas decía, en una columna publicada el 28 de enero por El País y titulada “¿Revuelta o revolución?”, que “el Uruguay, como país, vive más allá de sus posibilidades económicas”. De Posadas hablaba en ese texto de la reunión de los productores autoconvocados en Durazno, que había sido unos días antes, y recomendaba llamar a las cosas por su nombre, así que, interpelando directamente a los protagonistas del “aldabonazo del campo”, los instaba a no andarse con pavadas: “En suma: hagan una revolución. No se queden en otra revuelta. Abrieron una oportunidad, no la dejen perder”. Y les recomendaba unificar “a la oposición, a las demás gremiales, a la sociedad civil y a los sectores realistas del Frente” para dar la gran batalla que deberá terminar de una vez por todas con la izquierda en el gobierno. Al día siguiente, el editorial del matutino daba un paso más en el mismo sentido y convocaba a “politizar la protesta” para conseguir “los objetivos de fondo en favor de un país productivo”. Y “politizar”, en este caso, significaba literalmente ir contra el Frente Amplio, porque es el partido que está en el gobierno y porque, según explicaba el mismo editorial, la ciudadanía debe comprometer a los partidos políticos, que son, en definitiva, los que, votados por la ciudadanía en cada elección, deben velar por sus intereses.

El sábado 3 de febrero, en un texto publicado en la edición de fin de semana de la diaria, Fernando Isabella repasaba las batallas discursivas en torno a los reclamos de “los autoconvocados del campo” y afirmaba que lo que está en debate, en definitiva, es “el relato sobre ‘el ciclo progresista’” y la interpretación que, finalmente, va a imponerse como sentido común en relación con los tres períodos de gobierno frenteamplista. Algo similar había dicho, cuando la movilización de Durazno recién se estaba preparando, el sociólogo Gustavo Leal, advirtiendo sobre la potencia revulsiva de la subjetividad y sobre la importancia de los “estados del alma” que, antes de que los sucesos tengan lugar en la historia, los hacen posibles en la imaginación y en el espíritu de los pueblos.

Es sobre ese “estado del alma” que quiero hablar, y sobre el peligro de la emotividad cuando se trata de política. Porque esto, como bien dice el editorial de El País que citaba un poco más arriba, es político. No creo que haya que plantearlo en términos político partidarios, sin embargo, pero no cabe duda de que hay que plantearlo en clave política.

También en la edición de fin de semana de la diaria, pero el 27 de enero, Aldo Marchesi repasaba “las disputas político ideológicas contemporáneas” en torno al campo y observaba con acierto una debilidad tanto de la izquierda originaria (aquella “de la liberación nacional y el socialismo”) como de “este progresismo (del ‘capitalismo en serio’)”: la falta de una propuesta clara y confiable para “los pequeños y medianos empresarios urbanos y rurales”. Y dibujaba con gran precisión ese segmento integrado por personas “con niveles de ingreso similares a varios sectores de trabajadores [...] pero que tienen una sensibilidad y preocupación empresarial”. Esos “sectores medios de aspiración empresarial”, como los llama Marchesi, son los que se quejan porque no pueden hacer frente a los costos asociados a la formalización y porque su margen de maniobra es pequeño a la hora de pagar salarios y cumplir con obligaciones sociales. Para ellos no hay suficientes respuestas, porque la política pública los atiende, en el mejor de los casos, con medidas paliativas (aunque esta metáfora no debe adjudicarse a Marchesi), pero no se decide a ofrecerles fórmulas que les aseguren sustentabilidad.

Es pertinente, entonces, preguntarse por qué razón el discurso del progresismo apuntó a construir esa “aspiración empresarial” y por qué se orientó a dinamizar la economía mediante el estímulo del consumo y el aumento de la capacidad de compra. Durante todos los años que siguieron a la crisis de 2002 (y de todos esos años, los últimos fueron bajo la conducción de la izquierda), Uruguay bailó la música de la innovación, la creatividad y el emprendedurismo, aceptó el relato del crecimiento voluntarioso y el éxito personal, y se dejó acunar por la idea de que no hay conflicto social, no hay disputa de clase y no hay límites para el que se esfuerza y hace las cosas bien. Esos fueron los hilos que anudaron el retroceso de lo político que caracterizó a las últimas décadas, y que se manifiesta en una enorme indiferencia por la discusión ideológica y en una pasividad que sólo se conmueve ante hechos de corrupción (y que, dicho sea de paso, sólo entiende como corrupción a la avivada con dineros públicos).

Así las cosas, el Frente Amplio enfrenta ahora el problema de tener que dar satisfacción a sectores que han sido víctimas del mercado (porque es el mercado el que pone precio a los commodities, al dólar y al petróleo) pero que responsabilizan al Estado. Y para hacerlo puede recurrir a discursos que hablen, nuevamente, de “capitalismo en serio” y prometer una administración austera y sobria de los recursos al cabo de la cual todo volverá a su cauce. Pero el problema de la tesis del “buen capitalismo” es que cuando las papas queman no todos tienen tiempo para esperar confiadamente a que los zapallos se acomoden en el carro. Porque hay una “temporalidad de clase”. Para quien vive sin mayores sobresaltos, pensar en una sociedad inclusiva y protectora que no necesite poner en cuestión las estructuras de la propiedad puede ser tranquilizador y agradable. Pero para quien está en el borde de la subsistencia, para quien no puede mirar a largo plazo, para quien tiene deudas, para quien no va a recibir una herencia, para quien ve a sus hijos hacerse adultos sin poder independizarse y a sus padres envejecer sin un peso, para esos no hay tiempo. Esos van a escuchar promesas de corto plazo, aunque no tengan idea de en qué se sustentan.

Lo del “estado del alma” de que hablaba Leal no es menor. Pero sería un error creer que solamente agitando las almas se va a conseguir algo. Para la izquierda –es decir, para esa forma de pensar que apuesta a la solución colectiva de los problemas y que cree que no hay justicia si no es para todos– se vuelve imprescindible volver a la enunciación de algunas cosas. Hay que politizar la discusión, aunque esa discusión no debe ser de carácter partidario, sino ideológico. Hay que hablar de la propiedad privada y del papel del Estado. Hay que saber que la disputa ideológica no es un capricho de fanáticos, y que así como algunos se atreven a la sinceridad para desahuciar a los pobres, otros tendrán que decir, con la misma franqueza, que de un sistema injusto no se puede esperar justicia.

Porque además, tal como advertía nuevamente El País en su editorial del jueves, “De ahora en más, esto sólo se va a poner peor. Hay que tenerlo claro”.