La inseguridad es un concepto popular y se vincula con la ocurrencia de actos violentos y delitos, sobre todo en el espacio público. Enunciar la inseguridad es hurgar en sentimientos primarios –miedo, dolor, rabia, indignación– para convertirlos en combustible inagotable de maquinarias corporativas y comerciales. La inseguridad es una construcción que simplifica una realidad y que se asocia mecánicamente a un repertorio de soluciones: Policía, Justicia y cárceles.
Los conflictos sociales que están detrás de la violencia y el delito tienen una densa vida propia. No se revierten con palabras mágicas o a golpes de voluntad. Aun así, la inseguridad es el lugar preferido para los discursos conservadores y reaccionarios. Por imposición de la realidad, también los gobiernos progresistas han tenido que entrar en el juego. El problema no es que lo hagan, sino cómo lo hacen.
Los gobiernos del Frente Amplio han recorrido un camino lleno de dificultades. Luego de los primeros cinco años, cargados de obstáculos y posibilidades frustradas, se optó por una estrategia que consistió –y consiste– en enfrentar las demandas sociales y políticas bajo el objetivo del combate material a los delitos violentos contra la propiedad. Para ello hubo que abrazarse al recetario clásico del “realismo de derecha”: ampliar y fortalecer todos los dispositivos para el control y la neutralización de los impulsos criminales. La lista es larga, pero vale la pena mencionar: videovigilancia, monitoreo electrónico, tecnología para el trabajo policial, aumento de sentencias mínimas obligatorias, limitaciones a las libertades anticipadas, privatización de cárceles, etcétera.
Este proyecto tiene su historia y se ha impuesto en las agendas políticas de todas partes. En contextos de ansiedad social y populismo punitivo, la expansión de nuevas formas de vigilancia y control ha operado sin resistencias y con amplia legitimidad social. Y no falta quien defienda este camino apelando al realismo, la madurez, la eficacia y la profesionalidad.
Estamos convencidos de que este no es el camino. Las líneas que siguen están destinadas a revisar esta política y a alentar un impostergable debate programático. Una fuerza política de izquierda no puede quedar atrapada con tanta facilidad en los hechizos del “realismo de derecha”. No puede hacerlo por razones políticas e ideológicas. Pero fundamentalmente, por razones prácticas.
(1). Las tareas de vigilancia y control para reducir hurtos y rapiñas no han tenido impacto en las percepciones de seguridad. Si bien el sentimiento de inseguridad se produce desde distintos lugares (la sobreexposición en los medios de comunicación, el principal), no es posible advertir progresos en la evaluación de la gestión, más allá de las valoraciones que se hacen respecto de los esfuerzos de la Policía. El objetivo principal de la estrategia –reducir los delitos que más molestan a la gente para modificar el clima de opinión– está lejos de cumplirse. Gobernar semejante ola, dándole la razón o siguiendo su impulso, nos ha arrastrado a estas orillas de reacciones autoritarias, punitivismo extremo y alterofobia.
(2). No hay necesidad de caer en exageraciones para sostener que el problema del delito es un asunto serio. El porcentaje de victimización contra la propiedad es alto, y la incidencia de la violencia de género parece no asumirse en toda su dimensión. Desde 2012, la tasa de homicidios ha tenido un incremento, y hasta el momento no se ha podido revertir esa tendencia. Las denuncias de rapiñas han logrado una disminución en 2016 y 2017, pero ha sido modesta y casi se ha neutralizado con los aumentos del último cuatrimestre. La intensificación de los dispositivos de vigilancia y control no han podido abatir la violencia en el delito. Más bien, al contrario.
(3). La cárcel se ha transformado en el principal instrumento para el control del delito. Aunque digamos que debe ser el último recurso, en los hechos es el primero. Mientras los emprendedores morales o los fiscales severos promueven el castigo como venganza, la cárcel opera como una institución para el sufrimiento. Mientras la política se llena de promesas de “rehabilitación”, en rigor la cárcel cumple su función de “incapacitación”: confinados adentro, no delinquen afuera. Una política de seguridad que necesita tasas altas de prisionización es un indicador muy obvio de que algo no va bien. En su función real (incapacitar) y en sus resultados concretos (reincidencia), el sistema carcelario es la evidencia del fracaso de toda la perspectiva.
(4). Las políticas de vigilancia y control fortalecen material y simbólicamente a la Policía. En Uruguay, el Frente Amplio ha introducido transformaciones importantes e ineludibles, sobre todo en una institución marcada durante décadas por la feudalización, el empobrecimiento y la ausencia de criterios profesionales. La estrategia de reforma policial ha tenido una doble vía: por un lado, se han consolidado los mecanismos de prevención situacional (cámaras, patrullajes por puntos calientes, etcétera) y se ha expandido la Policía militarizada. Nadie duda de que las policías jueguen un papel relevante dentro de cualquier estrategia de seguridad. Sin embargo, para no hacerse ilusiones desmedidas, no hay que olvidar que los cambios en la cultura y organización de las policías y las acciones que apuntan a lugares y grupos con fuerte propensión al delito tienen un efecto incierto sobre las tendencias de la criminalidad. Algo de eso nos está diciendo nuestra propia realidad.
(5). La necesidad de resultados inmediatos nos vuelve dependientes de los relatos policiales. Estamos obsesionados con la eficacia, al punto de que celebramos todos los procedimientos exitosos. Recitamos de memoria datos y argumentos que nos hablan de la “colombianización” de nuestros territorios. Las policías son cuerpos con mucha autonomía y con gran capacidad para reproducir discursos funcionales a su propia necesidad. El del narcotráfico, el territorio y la guerra a las drogas es el más emblemático. No hay duda de que los delitos más violentos están enquistados en determinados territorios, y sus dinámicas y formas de regulación exigen datos y enfoques alternativos. ¿Cómo se regulan los mercados ilegales? ¿Cómo y por qué las armas de fuego circulan con tanta intensidad por los territorios marginales?
(6). El problema de la violencia institucional ha sido minimizado. Los controles arbitrarios, selectivos y violentos son prácticas regulares y no guardan ninguna vinculación con el fortalecimiento de las capacidades investigativas. Las presiones para justificar el “gatillo fácil” no son pocas, y los casos de violencia letal de la Policía han tenido consecuencias sociales muy graves. Por si fuera poco, hemos naturalizado la violencia en los lugares de encierro. La cobertura política de las prácticas abusivas en la experiencia del Sistema de Responsabilidad Penal Adolescente marcó un punto de no retorno. Cualquier iniciativa en sentido contrario es tildada de ingenua, buenista, lirista o negadora de los derechos humanos de las víctimas de delitos. Sin embargo, una de las claves para obtener cambios positivos en las percepciones sociales y en las dinámicas de violencia consiste en rediseñar una lógica de procedimientos preventivos y comunitarios.
(7). La ausencia es llamativa, y el vacío, indisimulable: el país no ha sabido articular una estrategia de anticipación, neutralización y derivación de los conflictos sociales que sostienen y explican distintas formas de violencia y criminalidad. Al tiempo que hay que volver a discutir el alcance de las políticas de inclusión social y reducción de las desigualdades, las políticas de vigilancia y control tienen como efecto más resonante la segregación punitiva y la criminalización de la pobreza. Ninguna política de “ley y orden” es “neutra” en su diseño, ejecución e impacto. Cómo reducir el delito reduciendo el castigo es precisamente el camino que no hemos probado. Además, las políticas de desarme, la prevención selectiva, el seguimiento inclusivo de trayectorias de riesgo, el desarrollo de un sistema de sanciones alternativas a la cárcel y la priorización de las acciones de reinserción social son apenas algunos puntos de una agenda que todavía tiene que ser pensada, diseñada e institucionalizada sobre bases sólidas. Recién cuando eso madure podremos hablar de un auténtico gobierno político y técnico de la seguridad.
(8). La noción de convivencia ha sido bastardeada hasta volverla una idea inútil. En su momento, las “mesas locales para la convivencia y la seguridad” fueron un espacio de promoción de la participación, corresponsabilidad institucional, apertura a la mirada local y obligación de rendición de cuentas para la Policía. La iniciativa, lejos de desarrollarse, fue desarticulada, primero mediante una ritualización impotente y más tarde mediante una centralización policial de demandas sociales (no exentas de simulacros de “inteligencia”), mientras la “vecinocracia” se expande con sus lógicas de la autodefensa.
(9). Hemos tenido muchas dificultades para consolidar evaluaciones situacionales e institucionales. Producir evidencias, acumular estudios e institucionalizar metodologías de evaluación son tareas todavía pendientes. Más allá de eso, nunca nos hemos puesto de acuerdo en cuáles son los indicadores estratégicos que hay que seleccionar para medir los avances de una política de seguridad de izquierda. El punto puede sonar accesorio, pero la discusión sobre indicadores tampoco es neutra o meramente “técnica”. Al contrario: es profundamente política e ideológica.
(10). Los niveles de confrontación política en torno a la seguridad no son nuevos ni exclusivos de la sociedad uruguaya. Sin embargo, esa rutina confrontacional tiene algo funcional. Para la oposición es un arma de combate, una ventana para vender ilusiones fáciles y un camino peligroso para horadar la credibilidad política. Para el gobierno es una forma de consolidar poder sectorial, aferrarse a los dispositivos de control y vigilancia para obtener apoyos políticos y corporativos, y disciplinar la disidencia en nombre de una causa común contra las reacciones de la derecha. Todos salen ganando, pero el resultado final es nefasto, pues el sistema político en su conjunto termina abrazado a un repertorio de ideas pobres, repetidas y previsibles. Todos en el mismo barco, acorralados y prometiendo sólo lo que la furia quiere oír.
Estos argumentos sólo le otorgan forma a una posición que no es nueva. Pretendemos que este ejercicio de evaluación crítica se traslade a la discusión programática del Frente Amplio, y que allí prosperen el debate, la impugnación, las propuestas y la síntesis. Una nueva y necesaria síntesis que nos ayude a creer en serio que no estamos tan lejos.