El 2 de marzo, la diaria publicó una nota del senador del Frente Amplio Marcos Otheguy, titulada “Salvemos la política”, en la que se analizaba cómo se extiende una percepción negativa en la opinión pública acerca de la acción política. En esa nota se señalaba que “sectores conservadores y la extrema derecha” impulsan esta actitud, queriendo preparar un retorno al pasado dictatorial. Y se agregaba: “Pero también debemos ser conscientes” de que se ha incurrido en prácticas incorrectas: “actos de corrupción de los más variados [...] desde la apropiación indebida de los recursos públicos” hasta el uso del poder “para beneficio personal o familiar”.

Con estas afirmaciones, el legislador del partido gobernante evidenciaba su buena fe, lo que destaco y merece todo mi respeto. Luego pasó a analizar: “Hay dos fenómenos interrelacionados que están provocando un enorme daño a la política y a los partidos políticos: la mezcla de política y empresas, y la reducción de la política meramente a campañas publicitarias o de marketing”. Y desarrolló ampliamente este tema, procurando combatirlo con soluciones financieras.

En ningún momento el senador se planteó el problema señalando que el sistema productivo es competitivo, mientras que el sistema político postula –al menos en teoría– ser solidario. En efecto, la economía es una lucha constante de todos contra todos. Unos pocos están arriba, muchos en el medio y la mayoría abajo. Los que están arriba (entre ellos, los propietarios de diarios, radios y canales de televisión) consideran que la sociedad humana es así (desigual) y también consideran que es inevitable que lo sea (en gran medida porque los beneficia). Entonces construyen y difunden una imagen falsa de esta realidad, la que se ha denominado “ideología dominante”. Esta ideología procura legitimar las desigualdades, atribuyéndolas exclusivamente a factores personales (inteligencia, espíritu creativo, esfuerzo, constancia, etcétera), en lugar de advertir que el estrato social al que pertenece el ser humano lo condiciona, incluso antes del nacimiento, de modo preponderante. Al naturalizar las desigualdades (hacer suponer que son propias de la naturaleza humana), cuando en verdad son sociales, se está reforzando el acatamiento al ordenamiento económico actual.

A lo largo de la historia de la humanidad, cada sociedad creó una ideología destinada a mantener –en beneficio de quienes estaban arriba– la cohesión social. Ahora, en las sociedades capitalistas con regímenes políticos liberales (que llamamos democráticos), la ideología dominante se nutre de las dos vertientes: la que surge de la base económica y la que se deriva de las formas democráticas de gobierno.

Los conceptos que arrancan con Jean-Jacques Rousseau –todos los hombres son iguales–, aunque surgieron para oponerse a las diferencias estatuidas, heredadas del feudalismo (clero, nobleza y Estado llano), que fueron desapareciendo después de la Revolución Francesa, ahora hacen pensar, precisamente, que las nuevas diferencias (económicas y culturales, entre otras) son responsabilidades individuales. “Todos los individuos son iguales ante la ley”. “Los hombres nacen con iguales derechos”. Ambas afirmaciones tienen algo de verdad y mucho de error. Un desocupado o un proletario semianalfabeto no puede conocer o acceder a una ley que lo protegería. Un burgués sí, puede obtener un abogado que lo asesore. El niño que nace en un hogar humilde tiene más chance de estar desnutrido y de que su desarrollo se frustre. La verdad actual es que los ciudadanos son iguales sólo en el cómputo de sus votos. Luego, para incidir en las orientaciones de gobierno, les quedan la huelga, las manifestaciones y muy poco más.

Además, el sistema productivo de competencia, multiplicado por una tecnología descomunal, ha creado mecanismos de comunicación colectiva (prensa, radio, televisión) que necesitan grandes capitales y que, entre nosotros, son privados en 90% y, por eso, están sostenidos con publicidad. Tanto los medios masivos como la publicidad son difusores constantes de esta ideología. Salvo la publicidad para productos suntuarios, destinada a una minoría, el resto hace suponer que somos iguales, que –aunque sea a crédito– lo que se nos ofrece lo necesitamos mucho y tenemos derecho a tenerlo. En general, lo hace con un mensaje tonto, infantilizante (que llegue hasta al más limitado) y, sobre todo, que oculte las desigualdades. Estos rasgos de la publicidad fueron surgiendo empíricamente, simplemente por imperio de la competencia, no por voluntad de ideas de derecha, pero actúan implacablemente sobre las mentes de todos los que recibimos esos mensajes.

Los medios masivos –grandes capitales privados–, primero por una razón económica, compiten entre ellos buscando la mayor audiencia (que les procura más publicidad, única fuente posible de beneficio a los capitales invertidos), y así banalizan y dramatizan todos los contenidos (violencia, desastres, sexualidad, etcétera) disminuyendo al máximo todo incentivo a la reflexión y al raciocinio. Además, por una opción conservadora van a ser propagadores de esta misma ideología dominante.

Asistimos a una contradicción descomunal: el Estado invierte millones y millones en educación gratuita (algunas horas al día), mientras que la sociedad civil –debido a su sistema productivo competitivo– invierte muchos más millones (todo el tiempo) para deseducar y consumir. La ideología dominante, que es constantemente difundida por los medios masivos y por la publicidad, nos alcanza a todos, y mucha gente de izquierda está también contaminada. Entonces sus propósitos solidarios y generosos quedan limitados a medidas que procuran atenuar o reducir las injusticias o los daños que produce el sistema productivo.

Cuando reflexionamos comprendemos que la sociedad humana es como una pirámide (unos pocos arriba, muchos abajo). Cuando actuamos con menos reflexión, nuestro subconsciente funciona como si la sociedad humana fuera un disco achatado (todos iguales). Aunque no sea fácil salir del capitalismo, es preciso, ante todo, tener claro que se necesita combatir la ideología dominante con cada iniciativa –por más modesta o limitada que sea– que procure corregir el mal funcionamiento de las instituciones y prácticas de gobierno. Sólo así podremos, tal vez, ir aumentando el conocimiento colectivo que permita superar por vías pacíficas este sistema económico nefasto.