Hay un fuerte sentimiento antipolítica que crece exponencialmente en nuestra sociedad. Convengamos que no es exclusivo de Uruguay, ya que en buena parte del mundo se está instalando esta especie de “estado del alma” ciudadano que pierde la confianza en la política, tanto de sus protagonistas como de los instrumentos que esta despliega para resolver los problemas que aquejan a la sociedad.
Las causas son múltiples y combinadas. Por un lado, sectores conservadores y de extrema derecha intentan fogonear estas ideas para que, una vez instaladas, alienten salidas autoritarias o mesiánicas que nos retrotraen a otros períodos de la historia y a las dramáticas consecuencias que estas supuestas soluciones instalaron en la sociedad. Pero también debemos ser conscientes de que tanto los protagonistas como los partidos que construyen la política han incurrido en una serie de prácticas que han contribuido a que este sentimiento se propague cual reguero de pólvora en nuestras sociedades.
Actos de corrupción de lo más variados, que van desde la apropiación indebida de recursos públicos hasta el aprovechamiento de lugares de poder para beneficio personal o familiar, se combinan con la incapacidad de encontrar soluciones concretas y viables a problemas impostergables que afectan a las grandes mayorías de los pueblos.
Si queremos construir un futuro de democracias plenas, igualitarias y en las que los derechos humanos tengan plena vigencia, la tarea de comenzar a encontrar respuestas a estos graves problemas que enfrenta la política del siglo XXI es impostergable.
Hay dos fenómenos interrelacionados que están provocando un enorme daño a la política y a los partidos políticos: la mezcla de política y empresas, y la reducción de la política meramente a campañas publicitarias o de marketing. Se trata de campañas cada vez más costosas, en las que, en vez de debatir ideas y proyectos, se intenta “vender” un producto edulcorado y vacío de contenido. Se obliga a los partidos a invertir sumas obscenas en estas, y los colocan en un camino muchas veces sin retorno de obligaciones y prebendas con aquellos que ponen el dinero para las campañas.
La coyuntura exige comenzar a tomar decisiones que rescaten a la política de este camino y la coloquen en la senda de la transparencia, la participación ciudadana y la construcción de democracias de calidad. Para que esto sea posible no puede haber medias tintas; por lo tanto, la primera decisión a tomar es ir hacia un financiamiento 100% público de los partidos políticos y de las campañas electorales. Esto permitirá no sólo tomar distancia de los grupos de poder y de los lobbies, sino también erradicar un conjunto de prácticas que se han ido instalando de manera oblicua en el Estado y que tienen que ver con distintas partidas y complementos salariales que todos sabemos que terminan en las arcas de los partidos para solventar su funcionamiento.
Pero todo esto no alcanza. Hay que pensar en un mecanismo que permita que los ciudadanos se sientan partícipes y decisores de este proceso. Que puedan intervenir de manera directa en establecer “premios y castigos”, en función de evaluar si los partidos cumplen con sus programas y se desempeñan de acuerdo con las expectativas de los ciudadanos.
El constitucionalista estadounidense Bruce Ackerman ideó un proyecto que permite contemplar los objetivos antes desarrollados y al que denominó “Bono Patriótico” o “Bono Democrático”. Todos los ciudadanos mayores de 18 años recibirán anualmente un bono (con una cifra a determinar) cuyo único destino es financiar al partido político o al candidato que el ciudadano anualmente defina. Es obligatoria la designación anual; de lo contrario, esta se hace por defecto, también en base a mecanismos preestablecidos. Esto no sólo permite prohibir todo otro tipo de financiamiento de los partidos, sino que conduce a un involucramiento directo y permanente de los ciudadanos en la marcha de los asuntos públicos.
A todas luces, el mundo de este siglo se mueve a una velocidad inédita, lo que nos obliga a encontrar rápidamente respuestas que permitan volver a colocar la política y la democracia en la centralidad que merecen. De lo contrario, podría ser demasiado tarde.