A fines de la semana pasada, Brasil, Argentina, Chile, Colombia, Perú y Paraguay anunciaron la voluntad de suspender su participación en la Unión de Naciones Suramericanas (Unasur). Sobre el significado de este hecho para el continente la diaria conversó con el historiador Gerardo Caetano.
¿Cómo nació la Unasur y qué significa su quiebre para la región?
Creo en verdad que es una mala noticia para el continente. Y no porque estuviera funcionando bien. Nada de eso. Como viene diciendo desde hace mucho su último secretario general [el colombiano Ernesto Samper], se sospechaba que esta última parálisis y acefalía de la Unasur, que venía ocurriendo desde fines de enero de 2017, podía ser el preámbulo de su quiebre o de su disolución. Era un “hospital cerrado” y ahora lo han terminado de explotar, ha dicho en estos días Samper. Pero para entender la significación de lo ocurrido hay que hacer un poco de historia.
Hay una prehistoria de Unasur que se remonta a 2004. Fue entonces que, por iniciativa fundamentalmente de [Luiz Inácio] Lula [da Silva], que por entonces era presidente de Brasil, se conformó la Comunidad Sudamericana de Naciones en la ciudad de Cuzco. Su primer secretario general fue el ex presidente argentino Eduardo Duhalde, quien, convencido por Lula, asumió la conducción de un proyecto que fundamentalmente expresaba la visión geopolítica brasileña, que desde los tiempos del barón de Río Branco siempre ha sido sudamericana antes que latinoamericana. Basta ver el mapa para entender esa posición: el gigante norteño tiene fronteras con todos los países sudamericanos menos con Ecuador y Chile. Por otra parte, el afincamiento sudamericano afirmaba una región distante de Estados Unidos y un liderazgo brasileño sin el reto del único otro país latinoamericano que podía disputarle la hegemonía: México.
Fue sin embargo en 2008 que terminó de confirmarse la Unasur como institución regional, y Brasil tuvo tres grandes socios en ese emprendimiento: el Chile del primer gobierno de Michelle Bachelet, el Ecuador ya gobernado por Rafael Correa y la Venezuela de Hugo Chávez. Pero presuponer que la Unasur nació como “un club de amigos” entre los gobiernos progresistas es desconocer la historia. La iniciativa y la propuesta siempre respondieron a esa visión geopolítica brasileña, punto central de afincamiento regional para proyectarse al mundo como actor global. Esa visión, repito, ya estaba mucho antes de Lula y de su Partido de los Trabajadores, mucho antes del ciclo progresista.
¿Qué efectos (en particular, geopolíticos) tendrá para la región el apartamiento de la Unasur de seis países, entre ellos los mayores?
Resulta muy expresivo del nuevo contexto del continente que Brasil sea el principal promotor de esta salida. No hay instrumento de integración o de regionalismo sudamericano que pueda sobrevivir sin Brasil, y aun menos sin Brasil ni Argentina. Que se haya sumado Paraguay deja a Uruguay en una situación de aislamiento dentro del Mercosur, aunque se pueda decir que son dos escenarios diferentes y que Uruguay no tiene mayores diferencias, en el Mercosur, con esos tres socios. Tampoco el gobierno uruguayo tiene diferencias con los tres países del Pacífico que completan el sexteto de los que se han apartado de la Unasur: Colombia, Perú y Chile. Precisamente, se trata de los tres países sudamericanos de la Alianza del Pacífico, y el gobierno de Uruguay está empujando, de varias formas y maneras, la convergencia del Mercosur con esa Alianza. Hay que mirar más alto y ver el fuerte impacto geopolítico que supone esta suerte de disolución de la Unasur, en un continente pleno de inestabilidad y de desafíos de toda índole, donde una de las cosas que más se necesitan son plataformas diplomáticas para buscar acuerdos, que presionen por un retorno a la legalidad democrática hoy interrumpida en Venezuela pero que no estimulen las peores derivas, como la guerra civil o la intervención extranjera –es decir, estadounidense–. Por eso tiendo a pensar que, en un contexto demasiado ideologizante e irresponsable, el gobierno uruguayo y su cancillería están actuando en este caso con racionalidad y acierto al no acompañar el alejamiento intempestivo de la Unasur, con el compromiso, además, de buscar la reconstitución del bloque.
¿Por qué?
Porque si Uruguay acompañara a quienes se van, estaría contribuyendo a algo muy grave, particularmente en este momento de América Latina y de América del Sur, que es el desbordamiento de casi todas las institucionalidades integracionistas en el continente. Todo parece haber quedado en una “sopa de letras”, han vuelto a perder legitimidad la OEA [Organización de Estados Americanos], la Celac [Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños] es una sigla que no termina de legitimarse, y ahora la Unasur se quiebra. En su lugar aparece, autoconvocado y excluyente, el llamado “Grupo de Lima”, que se pronuncia contra la Venezuela de Nicolás Maduro pero nada dice ni hace frente al presidente de Honduras, Juan Orlando Hernández, de legitimidad cuestionada tras su controvertida reelección. Si se reivindica un lugar institucional de los países del continente para mediar y contribuir a una salida mínimamente negociada ante la tragedia venezolana, ¿es razonable irse y dinamitar la Unasur? ¿Dónde queda aquello –que siempre he compartido y defendido– de que no puede haber integración genuina entre democracias desde la afinidad ideológica de los gobiernos? Como es sabido, tengo la peor opinión de la deriva del régimen chavista, y mucho más de esta Venezuela indescifrable gobernada en forma dictatorial por Maduro. Pero si no se quiere que esto termine en un baño de sangre, en un pronunciamiento militar o en una intervención estadounidense en el territorio, ¿es razonable dinamitar las instituciones regionales en este preciso momento? Se ha dicho, y es verdad, que desde el primer momento de la Unasur el imperativo de la regla del consenso planteaba muy previsibles bloqueos cuando emergieran las diferencias. Hay que recordar, sin embargo que, en el origen, los países que más reclamaron esta regla fueron Chile y Colombia. ¿No hay otro camino más pragmático, más diplomático para alcanzar posturas que ayuden a una salida genuina en Venezuela que dinamitar la Unasur? ¿Y dónde quedaron los otros proyectos del bloque, como el Consejo de Defensa, la construcción de espacios de concertación política, los otros consejos como el de Salud, la aspiración de promover políticas públicas regionales o grandes proyectos de infraestructura en común? ¿No se recuerda cómo la Unasur pudo actuar en otros momentos muy difíciles con celeridad y sensatez, por ejemplo ante la masacre de 2008 en Pando [Bolivia], que amenazó con provocar una escisión entre la Bolivia rica y blanca del este y la pobre e india del oeste, una de las peores tragedias imaginables para el continente? ¿No se recuerda cómo la Unasur colaboró en forma decisiva para evitar la guerra entre la Colombia de [Álvaro] Uribe y la Venezuela de Chávez, o que prosperara el motín policial contra Correa? Creo que la actitud del gobierno uruguayo puede ser leída en esa clave de la responsabilidad, de preservar institucionalidad integracionista, y no, como lo ha hecho llamativamente toda la oposición sin excepciones, como una genuflexión ante Maduro. Pero ya todo, hasta la actividad diplomática y las visiones geopolíticas, se lee con los ojos pequeños de la confrontación electoral interna, sin la densidad de un pensamiento más largo e integral.
¿Puede haber habido injerencia de Estados Unidos en este proceso? ¿Se está fortaleciendo el papel de Washington en el continente?
Como tantas veces se ha dicho, a ningún gobierno de Estados Unidos, demócrata o republicano, y mucho menos a esta ya difícil de calificar administración de Donald Trump, le ha complacido o agradado ninguna iniciativa regionalista o integracionista en América Latina. Su preferencia siempre ha sido por las relaciones bilaterales asimétricas o las del espacio interamericano, el “panamericanismo”, que como un día me dijeron en Panamá, “es un pan que se comen los norteamericanos”. El America First de Trump por cierto que no incluye a América Latina, y no se necesita ser antiimperialista para advertirlo, tal vez hoy más que nunca. Cuando Rex Tillerson era secretario de Estado y realizó su primera recorrida por América Latina, que fue también la última, comenzó a hablarse (con ese esnobismo tan frecuente en los análisis internacionales) de la “doctrina Tillerson”. ¿En qué consistía esta? En persuadir a los gobiernos latinoamericanos de que la creciente presencia de China y de Rusia en el continente no era algo favorable para América Latina. La pregunta que habría que hacer es si la agresividad y el avasallamiento del gobierno de Trump frente a México era una buena vía de persuasión en esa dirección. Claro que hay una política estadounidense hacia América Latina. En verdad, no veo en ella nada positivo ni auspicioso para los latinoamericanos. Ni en política ni en comercio. ¿Qué sentido puede tener la interrupción del proceso de normalización de relaciones con Cuba iniciado por Barack Obama, cuando con la mediación de China ahora parece que se va a una suerte de entente con Corea del Norte? Pero una vez más cabe preguntarse si lo que ocurre, por ejemplo esta suerte de quiebra de la Unasur, responde a la fuerza de la presión y la injerencia de Estados Unidos o se debe, sobre todo, a excesos de obsecuencia, sumamente ideológicos y poco acertados, de estos nuevos gobiernos sudamericanos, empezando por los más grandes (Brasil y Argentina), que sin duda son los más responsables. Con seguridad hay de ambas cosas. Pero lo más terrible es que lo segundo no les traerá las ventajas que esperan con el Estados Unidos de Trump.
¿Cómo queda configurado el mapa de la integración regional después de esto?
Es un momento muy penoso para América Latina. Sus sistemas de integración están más débiles que nunca, lo que es mucho decir. Aquello del “regionalismo posneoliberal” fue mucho más retórico que real. Y mucha de la responsabilidad de su fracaso la tuvieron los gobiernos progresistas, que fueron mucho más integracionistas en la oposición que en el gobierno. Ahora les toca el turno a estos gobiernos de derecha, que por supuesto no creen en la integración, que tienen una visión muy equivocada de las consecuencias de este “hiperglobalismo extremo” y de sus contradicciones, que vuelven a creer con insólita ingenuidad en el “libre comercio” frente a los impulsos proteccionistas dominantes en Estados Unidos y Europa. Son mucho más ideológicos y provincianos de lo que suponen. Aunque suene muy personal: ¡cuánto se extraña en este campo del pensamiento internacional a Luis Alberto de Herrera o al Tucho [Alberto] Methol Ferré!