“Ferrocarril subterráneo” era una metáfora. Fue el nombre que recibió, a mediados del siglo XIX –cuando el verdadero ferrocarril se expandía de forma imparable–, una red de ayuda para la liberación de esclavos del sur de Estados Unidos. Sus guías eran “conductores”; sus refugios, “estaciones”; sus caminos, “vías”: el código reforzaba el carácter secreto, “subterráneo”, de una organización descentralizada que integraron voluntariamente blancos abolicionistas junto a ex esclavos y negros nacidos en libertad, y que, según estimaciones muy diversas, habría conseguido transportar a entre 6.000 y 100.000 personas hacia Canadá, México y, sobre todo, hacia los estados del norte del país. En 1872, tras la guerra civil que formalmente prohibió la esclavitud, William Still, uno de los cerebros de la organización secreta, publicó The Underground Railroad Records, un volumen que llevaba por subtítulo “un registro de hechos, testimonios y correspondencia que relatan las penurias, escapes insólitos y luchas por la vida de los esclavos que trataban de conseguir la libertad, tal como lo relataron o como lo atestiguó el autor, junto a semblanzas de los mayores accionistas y los ayudantes y consejeros más liberales del ferrocarril”.

En la última novela de Colson Whitehead, ganadora del premio Pulitzer, el ferrocarril subterráneo no es una figura del lenguaje: realmente hay un sistema de trenes bajo tierra. Esta literalización de la metáfora tiene por lo menos tres consecuencias notables.

El primer efecto es político. Desde hace décadas (¿desde siempre?) los escritores negocian la relación entre lo que hacen y eso otro que consensuadamente llamamos “realidad” y que también conocemos como “historia” o “verdad”. Para blanquear el problema algunos autores han decidido, en diversas oleadas, resaltar el carácter ficcional de lo que relatan. Por ejemplo, cuando Thomas Pynchon puso una lamparita parlante en El arcoíris de gravedad (1973), lo que conseguía –además de divertirse– era liberarse de la carga de exactitud factual que exigía relatar ciertos sucesos de la Segunda Guerra Mundial; realismo fantástico aplicado a la novela histórica, digamos. Hay algo de eso en el ferrocarril subterráneo de El ferrocarril subterráneo: mientras que por un lado el relato se apoya en toneladas de archivos sobre la historia de los afrodescendientes en Estados Unidos, por otro ese elemento divergente –el tren– despeja el camino para que surja lo esencial: exponer las condiciones en que sobrevivían los esclavos, es decir, las razones por las que Cora Randall prefiere arriesgar castigos brutales y una muerte segura con tal de dejar ese universo abominable atrás.

Su historia: Cora nació en una plantación de Georgia, su abuela Ajarry había sido traída desde alguna parte de África y su madre, Mabel, había escapado cuando ella era una niña. Haber sido abandonada la define –es rara, “loca”– y la prestigia, porque son poquísimos los casos de fugas exitosas. Por eso se le aproxima César, otro esclavo distinto –sabe leer y esconde una copia de Los viajes de Gulliver (Jonathan Swift, 1725)– que planea una fuga. La pareja sigue viaje y llega a una “estación”: el ferrocarril subterráneo es la carta en la manga de César.

A partir de entonces, se vuelve evidente la segunda consecuencia, puramente narrativa, de que el ferrocarril subterráneo “exista”. El viaje en tren permite cambios de escenario veloces, como le ocurre al turista primerizo que emerge a un mundo nuevo en cada parada de subte. Novela federada, El ferrocarril subterráneo es una comparación de la actitud hacia el esclavismo en los distintos estados norteamericanos, en los que Cora aparece súbitamente y cuya realidad política debe tratar de comprender rápidamente para sobrevivir. Una vez más, hay un juego con la historia: en cada estado se ha impuesto una versión exagerada de lo que nos cuentan los historiadores. Así, en Carolina del Sur se practica la integración de los afrodescendientes, pero detrás de eso se esconden fines eugenésicos. En Carolina del Norte, pozo gore de la novela, directamente se los extermina en fiestas populares y se planea la reposición de la mano de obra algodonera con inmigrantes europeos. En Indiana, Cora encuentra una comunidad en la que los ex esclavos autogestionan una granja, pero la utopía se viene abajo por diferencias internas. Si cada uno de estos escenarios es claramente arquetípico, también lo son la mayoría de los personajes que los pueblan: el afro letrado norteño, el abolicionista blanco guiado por convicciones religiosas, el ex esclavo demasiado herido para pensar en el futuro. Y, sobre todo, la némesis de Cora: Ridgeway es un cazador de esclavos implacable, basado en Tom Loker, el personaje de La cabaña del Tío Tom (Harriet Beecher Stowe, 1852). Pero su modelo no es exclusivamente literario: los cazadores de esclavos fueron producto de un compromiso entre los estados abolicionistas y los estados esclavistas, que acordaron habilitar el retorno forzoso de esclavos escapados a sus antiguos amos.

El tercer efecto del tren-tren es poético, creador, juguetón. ¿Por qué no imaginar un mundo en el que la metáfora se vuelve real? (A propósito: hace unos años, el historietista Marco Caltieri hizo un gesto doblemente emparentado con el de Whitehead al distribuir postales y mapas del “subte montevideano”). La movida tiene algo de obstinación infantil, pero transformarla en accesorio principal de una novela le da estatus artístico; una lateralidad similar sostenía la primera novela de Whitehead. En La intuicionista (1999) planteaba el enfrentamiento, en clave thriller, de dos corrientes filosóficas, la intuicionista y la empiricista, aplicadas a la reparación de unos aparatos muy parecidos a ascensores; su protagonista era la primera mujer afro en llegar al puesto de inspectora de ascensores.

Más allá de su premio, habrá que ver adónde sigue El ferrocarril subterráneo. Como parte de la épica afro, no deja de ser interesante que haya aparecido el mismo año en que la película Black Panther (“Pantera negra”, ¡vamos!) se transformó en éxito de público y en trampolín para viejas reivindicaciones identitarias. Si el film de superhéroes es, siendo generosos, una especulación sobre el futuro, Whitehead hace un no menos hipotético viaje al pasado que renueva la empresa de difundir la oscuridad del régimen esclavista, una empresa que tuvo su pico en la serie novelesca y televisiva Raíces (1976), escrita por Alex Haley (además, biógrafo de Malcolm X). También podría tomarse a El ferrocarril subterráneo como una revisión de la mencionada La cabaña del Tío Tom (a la que dirige múltiples referencias), ahora blindada con herramientas posmodernas (el tren). La vara es alta: esa novela fue el más potente manifiesto antiesclavista de la historia, al punto de que se dice, sin certeza pero con verosimilitud, que cuando Abraham Lincoln conoció a su autora, Harriet Beecher Stowe, dijo: “Así que esta es la señora por la que empezamos una guerra”. Hay en El ferrocarril subterráneo, sin embargo, un eje extra: insistentemente se presenta como una contrahistoria del relato oficial, y en su denuncia de las atrocidades cometidas por los poderosos de Estados Unidos hay lugar para los problemas de otras minorías, especialmente la de los nativos estadounidenses, desplazados y exterminados por el expansionismo capitalista. En ese sentido, es una novela que también articula con este otro sur.

El ferrocarril subterráneo. Colson Whitehead, Literatura Random House. Año 2018, 320 páginas.