En estos días se ha difundido el proyecto que el célebre arquitecto Rafael Viñoly presentó ante la Junta Departamental de Maldonado junto al representante del Grupo Cipriani –líder de una gran cadena hotelera–. Una apuesta amparada en el noble propósito de recuperar el hotel San Rafael, que ha provocado, empero, un encendido debate en las redes sociales y otros medios.

Pero la polémica no es gratuita ni sorpresiva. Un primer vistazo al proyecto ha creado incomodidad en algunos y una alarma inmediata en otros tantos; ha provocado el rechazo visceral, la primaria intuición del error, la difusa sospecha del equívoco. Y esto ha ocurrido no sólo entre los arquitectos. De algún modo, la imagen divulgada tiene el mérito de la crudeza, la virtud de la impudicia: el desajuste es tan obvio y palmario que parece innecesario explicar sus motivos. Así, la vieja tesis de que “una imagen vale más que mil palabras” cobra en este caso nuevo brío.

Pero las palabras son aquí urgentes y necesarias: la gravedad del asunto –y sus posibles efectos– impone el recurso a la razón argumental, el esfuerzo del pronunciamiento. Requiere desnudar ese grito coral que se escucha y mostrar de qué está hecho. Convoca, en suma, a superar el oscuro impacto primario y detectar con calma sus fundamentos.

Con todo, el rechazo no es monolítico ni absoluto. Frente a quienes denuncian excesos de escala, errores/horrores de diseño e impactos ambientales de otro tipo, algunos invocan las oportunidades laborales asociadas a la concreción de la obra e invocan, para aclamarla, la vieja y querida noción de progreso: al brillo deslumbrante de la audacia oponen la inercia provinciana, el terco puritanismo de este rincón periférico. Así están las cosas, y en estas aguas turbias todo parece confuso. Aun así, intentaré aquí desplegar mis razones y criticar un proyecto que me parece inadmisible.

Algunos datos

La propuesta involucra, como se dijo, la remodelación del hotel San Rafael –hoy deteriorado y en desuso– e incorpora cuatro edificios residenciales en su entorno inmediato, entre los que destacan dos elevadas torres y un rascacielos que alcanza los 300 metros de altura –67 pisos–. A esto se agrega un pasadizo cubierto que llega a la playa y una serie de servicios asociados al complejo –un teatro para 900 espectadores, un centro de convenciones, seis piscinas y diez restaurantes, entre otros complementos–. Así está compuesto –según la información disponible– este conjunto edilicio, que supone una inversión estimada en 400 millones de dólares.

El conocido hotel –presunto centro y móvil de la propuesta– fue proyectado en 1939 por los arquitectos De los Campos, Puente y Tournier, también autores del edificio Centenario y de la sede actual del Instituto de Profesores Artigas –entre otras obras–. El estudio adoptó en este caso el estilo Tudor –fórmula entonces muy apreciada por las clases altas–, que aplicó también en algunas residencias –casas Aldave y De los Campos–. Un código formal que se emparenta muy bien con el tono y la escala general de este enclave, signado por el trazado sinuoso, el programa residencial unifamiliar, la moderada ocupación del suelo y el predominio del verde. Allí el hotel ha funcionado con dignidad como una noble pieza aglutinante.

Muchas de las críticas al nuevo proyecto radican en la excesiva elevación de la torre. Otras se cifran en el rechazo a un diseño que es –a todas luces– torpe y anacrónico. Esto ha forjado un debate infinito y estéril que a mi juicio no recoge del todo las claves del atropello.

Por mi parte, creo que el nudo es aquí la inesperada conjunción de ambos factores: es esta infeliz alianza lo que instala en la retina ese malestar brumoso. No sólo se trata de la desmesura, tampoco del mero regreso a fórmulas agotadas o perimidas: el problema radica en el obtuso intento de replicar el código formal del hotel en una situación que le es del todo extraña o ajena. Este absurdo impulso mimético crea una insoportable distorsión y convierte al hotel en un triste remedo de sí mismo: el viejo emblema del lugar se vuelve así una pobre caricatura que –para colmo– recibe la extendida sombra que arroja su esbelto vecino.

Esto tiene al menos dos consecuencias. Ante todo, lo más visible: el gesto inverosímil provoca el desagrado inmediato, genera una perturbación óptica muy aguda. Pero hay algo más, quizá menos evidente: desvela el falso discurso que lo sustenta, la falacia que pretende bendecirlo. Así, la mentada preservación del hotel se revela como una mera excusa, exhibe su condición ilusoria; muestra que sólo se trata de un recurso persuasivo. El hotel es aquí puesto en ridículo, devaluado y sometido. Y es además mutilado: el edificio pierde al menos una de sus alas, y el pabellón contiguo desaparece del mapa. Aquí nada se preserva, y la mímesis funciona como un grotesco “cumplido”: la operación pervierte el núcleo que la honraba ante algunos ojos distraídos.

Inserción / dilemas ambientales

Ahora bien, los argumentos en torno al diseño tienen –como es sabido– la ingénita debilidad de su anclaje subjetivo, aun cuando se asocien a valoraciones de otro tipo: el juicio estético admite siempre un alto grado de relativismo. Y es por eso que tales objeciones –que no me parecen centrales– no deben considerarse en exclusivo.

Hay que mirar más largo y más hondo, calar más profundo. Y entonces asoman otras dificultades: la nueva densidad asignada al predio, la alteración del uso del suelo habitual en la zona, la afectación directa de la faja costera –¡que es pública!–, el modelo turístico-ambiental que se induce e invoca. Una constelación factorial que trasunta una postura polémica en torno al territorio. Y que debe ser discutida en serio.

En principio, todo esto implica la violación de la norma vigente. Pero esto no es grave, o es apenas la epidermis de otra cosa: lo que importa es el qué y el por qué de la transgresión, sus bases materiales e ideológicas. Porque una ruptura de este tipo sólo puede fundarse en razones más o menos esquivas. Y en estos días se han esgrimido algunas: la inminente provisión de puestos de trabajo, la creación de un foco atractivo para turistas e inversores, la inscripción del balneario en un circuito que supere fronteras regionales. Razones pobres. Razones perras. Un tejido argumental vidrioso, frágil e irresponsable. Pero vamos por partes.

La creación de nuevas fuentes laborales es ya un lugar común en estos casos: bajo esta luz, cualquier iniciativa escandalosa suele justificarse y aun celebrarse. Pero si se mira bien, esto supone hipotecar el futuro de todos –en especial, el de las nuevas generaciones– en aras del beneficio inmediato que tendrán unos pocos, y tiene un claro sustrato demagógico: procura ante todo seducir a los más débiles, instrumentalizar con astucia sus urgencias actuales.

Por otra parte, los argumentos fundados en el impulso al turismo suponen un consabido equívoco: omiten el valor de la identidad y de la diferencia en el poder de atracción turística o económica, ignoran el potencial que una oferta alternativa tiene en tal sentido. Transformar el sector de San Rafael “a imagen de Cannes” (¡?), asimilarlo a las tendencias globales o dotarlo de lo que el balneario ya ofrece –a escala menor– en otros puntos es, por lo menos, una torpeza estratégica que dilapida el mérito de un sitio singular por sus cualidades ambientales. A esto se suma –claro está– la perspectiva patrimonial pura y dura, bajo la cual la propuesta es del todo inaceptable: la virtual privatización de un tramo costero es sólo la pieza mayor en este collar de perlas. Porque aquí no se trata sólo de cuidar objetos edilicios: se trata de preservar el ambiente en su acepción más inclusiva, evitando operaciones violentas cuya huella es irreversible y costosa en términos ambientales.

Responsabilidades / privados y públicos

En fin. No es posible aún presumir cuál será la suerte de este monstruoso proyecto. Dado que la altura de la torre parece ser el punto más álgido en su evaluación colectiva, es probable que el conjunto se apruebe con alguna leve renuncia en ese sentido –y el ingenuo alivio de muchos–, lo que a mi juicio no altera el verdadero fondo del asunto.

Pero en cualquier caso es importante asignar responsabilidades. En este sentido creo que el peso no debe recaer en especial sobre el arquitecto, con todos los reparos que merece su ofensiva propuesta. La responsabilidad es ante todo de la autoridad pública, porque es ella la que debe velar por el bien común y promover un modelo territorial coherente con ese objetivo. El arquitecto hace aquí un uso legítimo de su título, y en este acto parece atender sólo a la pura razón económica –para sorpresa de quienes aprecian su trayectoria–. El gobierno departamental, entretanto, debe someter el interés privado al interés público. No debe, por ende, admitir este desatino.

Laura Alemán es arquitecta y magíster en Ordenamiento Territorial y Desarrollo Urbano.