Hace unas semanas que Italia finalmente formó su gobierno, luego de una de las citas electorales más atípicas de la historia presente en Europa. Tras ellas se produjo una todavía más rocambolesca rueda de negociaciones entre todos los partidos políticos, con una ley electoral también rocambolesca. No es algo que deba extrañarnos: la ley electoral italiana ha sido reelaborada infinidad de veces desde la aprobación de la constitución antifascista de 1947. Aquella constitución marcó un hito en la posguerra, al poner de acuerdo a comunistas y demócrata-cristianos en, al menos, las reglas del juego político que deberían regir el futuro de la República. Aquel sistema político y de partidos inauguraba la competencia de dos actores fundamentales: el Partido Comunista Italiano (PCI) de Palmiro Togliatti y la Democracia Cristiana (DC), con un tercero en discordia, el Partido Socialista Italiano (PSI), que oscilaba entre una y otra formación según el momento.

A partir de ese momento, la política italiana gozó de una efervescencia extraordinaria: el partido comunista más grande de occidente peleaba codo con codo con la derecha conservadora en plena Guerra Fría y los partidos de masas se convirtieron en los grandes vertebradores de las demandas populares. Desde una película hasta una inocente frase descontextualizada podían ser objeto de la politización más enconada. El cine italiano vivió en este tiempo su época dorada, bajo un sistema económico fuertemente controlado por el Estado, que protegía los productos culturales nacionales y el mercado interno. Todo ello sin que el PCI llegase nunca a gobernar y bajo la dirección de la DC. Y es que la derecha no siempre ha sido lo que es hoy.

A partir de la década de finales de los 50 y a lo largo de los 60, el PSI cambió de rumbo y comenzó a dar apoyo a los gobiernos de la DC para lograr que la izquierda gobernase, aunque fuese en coalición con la derecha, y a la vez procurando el aislamiento del PCI, que resistió todo y se mantuvo cercano a 30% de los votos. Sin embargo, a partir del golpe de Estado a Salvador Allende en 1973, el nuevo secretario general comunista, Enrico Berlinguer, expuso que no era realmente posible que un partido muy escorado a la izquierda pudiese llegar al gobierno sin que Washington se abalanzase sobre él. En consecuencia, propuso un gran pacto entre los tres partidos mayoritarios –el llamado “compromiso histórico”– con el fin de crear un gobierno plural reformista que, por un lado, admitiese ciertas demandas izquierdistas y, por otro, moderase las posiciones de los comunistas tal como había sucedido con los socialistas. En otras palabras: reeditar el pacto social antifascista de posguerra del 47.

El PCI dio grandes pasos en esa dirección y Berlinguer admitió sentirse seguro bajo el paraguas de la OTAN, así como puso en marcha una nueva tendencia política que reformaría la ideología de los grandes partidos comunistas de la Europa occidental: el eurocomunismo. Esta nueva alternativa aceptaba el pluralismo democrático y marcaba grandes distancias con el gobierno soviético de Moscú en el plano internacional, sin renunciar a la necesidad de grandes transformaciones materiales. Sea como fuere, la cuestión era moderar el lenguaje y el programa como maniobra política para refundar un sistema de partidos ya bastante cascoteado.

El “compromiso histórico” avanzaba a duras penas; sin embargo, lograba concitar el apoyo de los sectores de mayor sensibilidad cristiana dentro de la DC, encabezados por su presidente, Aldo Moro. Pero bajo estas circunstancias se produjo un revés traumático que cambió bruscamente la dirección de los acontecimientos: Moro fue secuestrado por la organización terrorista Brigadas Rojas. Él suplicó su liberación, pero el gobierno de su propio partido se dio media vuelta, junto al PCI, y ambos negaron la posibilidad de “negociar con terroristas”. El suceso terminó con el asesinato del presidente Moro y con el triunfo de los sectores más conservadores dentro del DC, comandados por la siniestra figura de Giulio Andreotti. Así, la estrategia del compromiso se convirtió en un estrepitoso fracaso. Curiosamente, décadas después, se hallaron indicios de que detrás del asesinato de Moro se encontraba la Operación Gladio, dirigida por la CIA y el MI6.

El chicle de la Constitución del 47 se fue estirando hasta el 1992, cuando comenzó la investigación de corrupción más grande de la historia italiana y que cubría todo el arco parlamentario. Aquel movimiento judicial, denominado Tangentopoli, tiró abajo lo que quedaba de aquellas dos viejas glorias de la política partidaria occidental. La sociedad italiana vagó durante los 90 y 2000 entre el nihilismo y el cinismo para terminar eligiendo como protagonista de esas dos décadas a un partido-cártel, Forza Italia, del forever young Silvio Berlusconi. De hecho, en aquella época era “joven” y vigoroso de verdad. La posibilidad de reedición de un pacto refundacional había muerto e Italia ya había agotado todos los “ismos” posibles: fascismo, comunismo, socialismo, republicanismo...

El nihilismo fue tal tras la caída de esos colosos de la política partidaria europea –a los que en buena medida se debe el esplendor de la politología italiana de la época– que aquella izquierda cultural italiana, famosa por su rectitud y fortaleza de ideales, fue sustituida por ese personaje italiano que se llama Jep Gambardella en La gran belleza (2013), película que es ya símbolo de un momento ético-político italiano –aunque no deje de tener cierto tono autocomplaciente–. Aquellas eran figuras ligadas a la moda, los colorines y el boom de la televisión irreverente cuyo propietario era Silvio Berlusconi y que buscaba constantemente el clásico escándalo inocentón pequeño-burgués, legitimado por la caída en desgracia de una iglesia católica en decadencia.

Esta Italia es la que se desmorona tal como se desmorona Jep Gambardella en La gran belleza. La república transalpina está siendo gobernada por un gobierno anti Unión Europea (UE). El país que acogió el Tratado de Roma (1957), fundante de la UE como proyecto político, está expresando su preferencia nacionalista sin ambages. Y esto no es una cuestión baladí: Italia es la tercera economía del euro y tiene un Producto Interno Bruto similar al de Rusia. Palabras mayores. ¿Qué tiene en común el gobierno de coalición actual formado por la Lega y el Movimiento 5 Estrellas (M5S)? Fundamentalmente una pulsión anti establishment político, fruto de un momento populista que recorre el mundo occidental tras la crisis de 2008 y una idea difusa de que hay que reformar radicalmente el funcionamiento del sistema o, al menos, enfrentarse a él y ver qué pasa. El grito común parece ser “esto es ya intolerable”. ¿No será eso a lo que llaman “clima revolucionario”? Al margen de estas cuestiones globales, hay fenómenos que son propiamente italianos.

La primera idea que habría que entender es que la política italiana es fundamentalmente partidocrática. Así como en España o en otros lugares el descontento pasó en un primer momento por la movilización social, en Italia la rabia se organizó directamente por medio de una formación partidaria creada de manera espontánea bajo el liderazgo del humorista Beppe Grillo, quien con su Vaffanculo Day mandaba a vaffanculo a toda la clase política italiana por su inoperancia, corrupción y falta de grandes dosis de democracia. En un primer momento se podría haber dicho que este era un movimiento de izquierda. No de izquierda clásica o deudora de cierto tipo de marxismo, sino que recogía demandas ecologistas y ponía el listón ético de la política muy alto, máxime cuando hablamos de Italia. De la misma manera, se podía entender que el M5S era una reacción plausible al fracaso de las dos alternativas al berlusconismo: el gobierno de centroizquierda en un gran conglomerado de Romano Prodi –que duró dos años–, sembrando la vuelta de Berlusconi, y el gobierno tecnocrático de Mario Monti que la UE exigió para destituir a un tipo poco fiable –otra vez Berlusconi– en medio de la declaración de guerra a Libia y en los momentos más apoteósicos de la crisis.

A partir de ese momento, la estrategia del M5S fue mantenerse en un perfecto equilibrio precario. Parecía un partido de izquierda y se quedó en el uomo qualunque. El Fronte dell'Uomo Qualunque (Frente del Hombre Común) –cuyo imponente símbolo era (ojo al dato) una imprenta aplastando a un hombre– fue un partido político de corto recorrido, posterior a la Segunda Guerra Mundial, cuya única ideología conocida como tal era el anticomunismo, el discurso anti establishment político contra el pacto fundacional de posguerra entre PCI, DC y PSI, y cierta cercanía al fascismo sin serlo. Estaba más cercano a esa masa informe, mezcla de apatía política y extremo centro ideológico. Por cierto, el abuelo de Mauricio Macri fue uno de sus fundadores.

Cuando otros problemas críticos azotaron el debate público –como la cuestión de la inmigración–, M5S nunca terminó de posicionarse y siempre sacó a relucir el Abasso tutti! qualunquista. Nunca pudo ganar sin la necesidad de coaliciones. Al M5S, fuerte en el sur italiano pero incapaz de avanzar más allá del tercio de electores, se le agotaron los cartuchos de una posible victoria en solitario y se le fundieron los plomos de una estrategia que consistía en estar siempre en la contra. Por eso se echó en brazos de lo más similar que había a ellos —la Liga— para seguir siendo un rebelde sin causa. La lección de este movimiento es que no basta con ser muy contrario a todo, sino que es necesaria una buena dosis de principios y discursos éticos a la par que técnico-programáticos que formen una ideología consistente.

Pero ¿quiénes son estos de la Liga comandados por el viejoven Matteo Salvini? La Liga ocupa ahora ese mismo lugar populista que el M5S, pero en el norte italiano y con una ideologización y un programa nítido, diáfano, literal y de ribetes autoritarios: programa antiinmigración y de mayor seguridad, discurso anti establishment político y un programa económico muy parecido al de Donald Trump, esto es, bajar impuestos y favorecer el made in Italy y el soberanismo contra los malditos burócratas de Bruselas.

Pero la Liga no siempre fue la Liga. Fue la Lega Nord (Liga Norte), un partido dirigido por el siniestro Umberto Bossi, quien se quejaba de los muchos impuestos que la zona norte de Italia –más rica– pagaba para mantener a esos vagos y maleantes del sur. Para impedirlo, la Liga Norte llegó a plantear la independencia de ese sector norteño del país y lo llamó “Padania”. Luego, sus propuestas fueron moderándose a lo largo de los 90 y ya sólo planteaba un modelo federal y un modelo fiscal más favorable al norte. De hecho, la Liga es fruto de esa crisis desatada por el Tangentopoli y fue aliada de Berlusconi a lo largo de esas dos décadas de nihilismo. Caído en desgracia Bossi por corrupción, Salvini ganó unas primarias internas que reformaron el partido de raíz. La Liga Norte se convirtió en la Liga, a secas; Salvini fue al sur a pedir perdón por su pasado reciente y se hizo un partido de ámbito nacional. No obstante, otra idea que aporta este gobierno es un aire de reunión nacional entre el norte –donde es fuerte la Liga– y el sur –donde es fuerte el M5S–. Ese quiebre norte-sur es uno de los grandes temas que problematizan toda la vida política italiana.

A partir de ese momento, la Liga enarboló un discurso similar al de Trump y se alió con el impotente M5S para formar un gobierno con un independiente a la cabeza, Giuseppe Conte, nombrado por el M5S, y dos vicepresidentes ministros. Uno, Luigi di Maio, líder del M5S, ministro de Desarrollo Económico, Políticas Sociales y Trabajo; y otro, el propio Salvini, ministro de Interior. Así, Italia queda en manos de un gobierno colegiado en el que la pugna entre los dos partidos populistas funcionará únicamente como una parrilla de salida hacia las próximas elecciones. De momento, Salvini lleva una imponente ventaja inoculando en grandes sectores sociales una posición antieuropea por medio del discurso antiinmigración, aunque también se busque una especie de apartheid con masas de trabajadores extranjeros ilegales trabajando bien barato. Después de todo, Siemens y otras hoy grandes corporaciones “contrataron” el trabajo de los campos de concentración nazis.

En conclusión, no hay quien represente el sentir popular en una crisis prolongada durante décadas por un partido-cártel como el de Berlusconi; el sistema político, casi por completo, parece que cae de manera amortiguada pero con cierta contundencia si echamos ojo al panorama global y las grandes decisiones que cualquier gobierno tiene que tomar al día de hoy en la Vieja Europa.

Jacobo Calvo Rodríguez es licenciado en Historia por la Universidad de Santiago de Compostela y magíster en Estudios Contemporáneos de América Latina por la Universidad Complutense de Madrid.